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Efectos del 4 de febrero lo sentirán las víctimas del paramilitarismo
Juan Diego Restrepo / Jueves 31 de enero de 2008
 

El próximo 4 de febrero, cuando miles de personas en diversas ciudades del país y del mundo alcen su voz contra las FARC, indudablemente este grupo guerrillero recibirá uno de los más duros golpes de opinión y de presión en su historia, pero los efectos no sólo recaerán en el grupo insurgente. Las víctimas del paramilitarismo los sentirán cuando sus reclamos sean considerados menores con respecto a los exigidos por las víctimas de las FARC.

Es previsible que “la marcha mundial contra las FARC” no cambie las posturas de esta agrupación guerrillera sobre el conflicto armado y, en particular, sobre los cautivos en su poder y las condiciones planteadas para el intercambio humanitario. Pero también presumo que los efectos de esta movilización social recaerán sobre aquellas víctimas que, durante los últimos 25 años, sufrieron con rigor la barbarie de los grupos paramilitares, en connivencia con la fuerza pública.

Estas voces perderán importancia en las agendas mediáticas y políticas, sus reclamos por la verdad, justicia y reparación pasarán a segundo plano, y los hechos que rodearon el accionar de estos grupos armados ilegales podrían olvidarse por completo. Además, se reforzará la propuesta estatal de repararlas por la vía administrativa, lo que elimina cualquier posibilidad de conocer a fondo el proyecto social y político que estuvo detrás del paramilitarismo, y reduce el asunto a una transacción económica.

Simplificar la realidad colombiana, constituir un “enemigo único”, instaurar una sola verdad, ocasionará que pierdan valor las historias de por lo menos 120 mil personas que, según cifras de la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación, se han identificado como víctimas del paramilitarismo ante la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía General de la Nación; también se minimizarán las víctimas del desplazamiento forzado que ha comprometido a por lo menos cuatro millones de personas en los últimos 20 años; se ocultarán aún más las cerca de 30 mil personas desaparecidas forzosamente, miles de las cuales yacen, descuartizadas, en cientos de fosas comunes a lo largo del país; y no tendrán sentido las historias de miles de víctimas de las ejecuciones extrajudiciales, en las que tuvieron responsabilidad las fuerzas del estado.

Las actuales circunstancias ideológicas del país no son, como piensan algunos, de polarización, pues ello presume la existencia de dos partes activas políticamente. Lo que experimentan hoy los colombianos en su propio país y los que habitan en otras naciones es una tendencia a la homogeneización del pensamiento, un asunto abordado desde hace varios siglos por el filósofo liberal John Stuart Mill.

En su ensayo Sobre la libertad, este pensador inglés plantea los temores que hoy abrigan miles de víctimas del paramilitarismo: “El mal realmente temible no es la lucha violenta entre las diferentes partes de la verdad, sino la tranquila supresión de una mitad de la verdad; siempre hay esperanza cuando las gentes están forzadas a oír las dos partes, cuando tan solo oyen una es cuando los errores se convierten en prejuicios y la misma verdad, exagerada hasta la falsedad, cesa de tener los efectos de la verdad”.

La agenda impuesta por un conjunto de ciudadanos que se declaran “sin filiación política ni asociados a ninguna organización o fundación”, a la que se le sumaron los medios de información, los gremios, diversos partidos políticos y la Presidencia de la República, tendrá como efecto colateral disolver la preocupación por la verdad y la justicia sobre el paramilitarismo y la responsabilidad del estado, y a refrendar los odios y las pasiones contra las FARC, sin lugar a dudas una opción válida de libertad de expresión, pero peligrosa para la democracia y la búsqueda de opciones políticas para ponerle punto final al conflicto armado que vive el país.

No cabe duda que gran parte de la sociedad colombiana experimenta la imposición de una opinión hegemónica que estima como válidas y fundamentales aquellas propuestas y reclamos que sean compatibles con los cuestionamientos a las Farc y a sus métodos de guerra. Tal hegemonía de la opinión excluye de plano toda voz disidente que hable de aquellos asuntos relativos a la guerra referidos a otros actores armados, los daños sufridos y las posibilidades de reparación integral.

En sus reflexiones, el filósofo inglés contempló esa imposición de una “opinión única”, generalizada y excluyente, y recomendó protegerse contra ella: “Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimientos prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disienten de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio”.

Y justo la negación de la individualidad de la víctima del paramilitarismo acarrea que aquellas preguntas vitales, tales como ¿dónde está mi hijo?, ¿por qué lo desaparecieron?, ¿por qué nos quitaron nuestras tierras?, ¿qué hicieron con mis familiares?, pierdan valor y, además, se genere un proceso de inculpación que los lleve a preguntarse si, tal vez, ser sindicalista, defensor de derechos humanos o líder comunitario era estar en el lugar equivocado, y mantenerse en la izquierda ser afín a la guerrilla.

En esta perspectiva, el problema que suscita la “opinión única” es que además de confundirlas, aquellas víctimas del paramilitarismo que persistan en sus reclamos podrían ser estigmatizadas por el conjunto de la sociedad que no considera sus pretensiones como valederas, una actitud que, siguiendo a Stuart Mill, se puede calificar de ofensiva: “La peor ofensa que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales. Aquellos que sostienen opiniones impopulares están expuestos a calumnias de esta especie porque, en general, son pocos y de escasa influencia, y nadie, aparte de ellos mismos, tienen interés en que se les haga justicia”.

Lo que se gesta en el país, y que tendrá su clímax el próximo lunes, es convertir a las FARC en el único problema nacional, con los efectos colaterales que de allí se desprendan. Uno de ellos, que debe preocuparle al país, es el de opacar a las víctimas del paramilitarismo y negarles su voz, imponiéndole a ellas una opinión hegemónica que le es ajena.

En suma, lo que está en riesgo en el país entonces es la libertad de opinión, un asunto que ha sido ampliamente reflexionado por el pensador holandés Baruch Spinoza, quien rechaza cualquier imposición en su obra Tratado teológico-político: “Nadie puede transferir a otro su derecho natural o su facultad de razonar libremente y de opinar sobre cualquier cosa, ni de ser forzado a hacerlo. De donde resulta que se tiene por violento aquel estado que impera sobre las almas, y que la suprema majestad parece injuriar a los súbditos y usurpar sus derechos, cuando quiere prescribir a cada cual qué debe aceptar como verdadero y rechazar como falso”.

Los tiempos que vive el país y aquellos por venir van en contravía de esa idea de verdad que es vital en la democracia y que reclama una concepción más equilibrada, donde cada cual tenga espacio para hablar libremente y sea tenido en cuenta. Tal equilibrio ha sido reivindicado por Stuart Mill: “la única garantía de la verdad está en que todos sus aspectos, todas las opiniones que contengan una parte de ella no sólo encuentren abogados, sino que sean defendidas en forma que merezcan ser escuchadas”.