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El escándalo de la participación política
Andrés Felipe Parra Ayala / Jueves 15 de agosto de 2013
 

La participación política de la insurgencia es un escándalo. Las razones que da un sector importante de la opinión en Colombia es que crimen y política se excluyen mutuamente: el lugar de la delincuencia es la cárcel y no el Congreso. Otorgar participación política a la insurgencia sería perjudicial para la democracia colombiana porque lo legal y lo ilegal compartirían un mismo espacio, lo cual destruye el orden democrático que, en última instancia, podría reducirse a esta distinción.

Pero el argumento es en el fondo un dogma. Porque presupone, entre otras cosas, que el Estado no ha cometido acciones ilegales que vulneran los derechos de los individuos, incluso los que él mismo declara proteger en su cuerpo legal. Muchas acciones de la Fuerza Pública en coordinación y explícita colaboración con masacres, desapariciones forzadas, los falsos positivos, las interceptaciones telefónicas, entre otras violaciones de derechos por parte del Estado, son evidencia de que en el propio Estado colombiano lo legal y lo ilegal comparten un mismo espacio.

La ruptura del orden democrático que presagia con indignación la extrema derecha no es algo que hay que temer por la llegada de la insurgencia a las instituciones políticas. Por el contrario, es algo que ha acontecido y acontece a manos del propio Estado. Si la extrema derecha fuera seria en sus apreciaciones quizá debería preocuparse antes por sí misma que por la insurgencia en lo que se refiere a la preservación de la democracia y sus pilares.

Ahí está el meollo de la cuestión de la participación política. Es difícil reducirla al simple ingreso de la insurgencia a las filas e instituciones de la democracia cuando estas instituciones en Colombia no son muy democráticas. Tenemos elecciones, un sistema de partidos más o menos plural y una conformación de las altas cortes relativamente garantistas. Pero eso no es la democracia.

No lo es cuando un sistema de partidos convive al lado de exterminios políticos y del silenciamiento permanente de la protesta. Tampoco lo es cuando la clase política ayudada con los medios de comunicación considera que es un delito el que los ciudadanos expresen sus opiniones y tomen acciones para apropiarse de los asuntos que les conciernen y les rodean.

En el fondo la participación política se trata de eso: de que la propia democracia, la expresión de la voz ciudadana a través de la protesta que exhibe problemas reales y las claves democráticas para sus soluciones, no sea un crimen. El problema de la participación política no debe recrearse a partir de la imagen de un ingreso a la legalidad de los actores ilegales, sino a partir de un debate profundo de la sociedad colombiana que concierne al sentido mismo de la participación.

Este debate que se da todos los días con las protestas cotidianas que han acontecido en los últimos días –y la correspondiente actitud del Gobierno y los medios de comunicación- condiciona el futuro de lo que se discute en La Habana y lo viable o inviable de las propuestas de las FARC. Sin atender a que la participación política no es un acontecimiento noticioso que simplemente se discute en La Habana sino que es un problema real que está vigente todos los días en nuestro país, no entenderemos que el conflicto armado se articula íntimamente a esa misma democracia que tanto el Gobierno como la oposición de extrema derecha defienden indefectiblemente.

El manejo mediático de la cuestión de la participación política omite esta importante cuestión. Bajo la apariencia de una pluralidad de opiniones, el espectro se maneja entre dos polos de opinión, que en verdad son los del Gobierno y la derecha uribista. Santos y buena parte del equipo negociador del Gobierno en La Habana presuponen que todo se trata de un gesto de generosidad de la ciudadanía de bien frente al crimen.

Un gesto que, además, tiene un acento pragmático evidente que lo justifica por completo: es preferible dejar que los guerrilleros sean congresistas a que sigan perpetrando atrocidades. La extrema derecha, y en especial el Centro Democrático, desprecia el pragmatismo de Santos sacando a relucir una supuesta incondicionalidad de la democracia y del imperio de la Ley.

Lo que tienen en común estas dos posiciones, que parecen oponerse entre sí, es la presuposición dogmática a la que se hacía referencia: ambos reducen la discusión a cómo la insurgencia, que encarna la ilegalidad, entrará a ser parte del reino legal de las instituciones del Estado. Pero la distinción tajante entre legal e ilegal no puede operar en un contexto como el nuestro, en donde el Estado es el primero que muestra la inexistencia de tal distinción. Cuando es la propia Ley (la Fuerza Pública y los actores del Estado) la que viola derechos sistemáticamente, defender incondicionalmente la legitimidad y legalidad del Estado es simplemente un eufemismo.

Pensar integralmente el problema de la participación política pasa de lleno por deshacerse de este eufemismo. Hacerlo no significa ignorar los delitos y vulneraciones de derechos por parte de las guerrillas, que son amplios y bien conocidos. Significa cambiar esa idea estéril de la paz, según la cual se reduce a la reinserción de las filas guerrilleras en la vida civil. La participación política no puede ser la extensión del programa de reinserción de las fuerzas gubernamentales en el que lo único que se discute es la cantidad y el tipo de beneficios de la dejación de las armas.

La participación política pasa por discutir el tipo de sociedad que la hace más viable. Y estamos en una sociedad que destruye la participación: en la que todo es incuestionable y está fuera de discusión, no sólo para la insurgencia, sino, lo que es más importante, para los movimientos sociales y para quien protesta.