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Desbrozando ideas (II)
Los verdaderos artífices de la paz
Rodrigo Londoño Echeverri / Miércoles 23 de octubre de 2013
 

La pregunta en torno a quiénes están realmente cansados con el proceso de paz, mueve en verdad a importantes reflexiones. Una de ellas corresponde al comienzo mismo de las conversaciones entre el gobierno nacional y las FARC-EP. ¿Por qué se inició el proceso? Tras los ocho años de guerra total practicados por Uribe, ¿qué movió a Santos a dar el giro?

En la nota anterior poníamos de presente su convicción, de hecho él fue uno de los cruentos protagonistas de la seguridad democrática, de que las FARC nos hallábamos en una situación desesperada, urgidos de una oportunidad para salvar nuestros pellejos a punto de ser cortados por el Estado. Aunque errada, tal idea ejerció notable influencia en su decisión de conversar.

Y señaló el criterio gubernamental acerca del único contenido posible de los diálogos. La inmensa mayoría de los observadores, siempre al servicio del régimen, con mayor descaro o cuidadoso disimulo según su grado de compromiso, dedicaron muchas líneas a celebrar la decisión de Santos al ensayar la vía dialogada para poner fin al conflicto. Y sobre esa base construyeron su prestigio.

En adelante se aprestaron a medir los éxitos del proceso en torno a los resultados perseguidos por el Presidente. Pero, para que Santos hubiera podido dar curso a la posibilidad de los diálogos, tuvo que crear un consenso importante entre los poderes económicos y políticos que determinan los rumbos del país. La mayoría de ellos terminó por aceptar sus suposiciones y le otorgó el aval.

Fue cuando sobrevino la fiesta mediática por la apertura de las conversaciones de paz. Todos a una, con excepción del desprestigiado uribismo fundamentalista, se dedicaron a expresar loas en torno a la inminencia del fin del conflicto, que habría de conseguirse muy pronto en la Mesa. Se dijo entonces que Colombia, el país, la sociedad en su conjunto, apoyaban el proceso.

Conviene tener cautela cuando los grandes medios de comunicación se aúnan para hablar en nombre de toda Colombia. Si bien es cierto que al emerger ciertos sentimientos de hondo calado nacional, como la reciente clasificación de nuestra selección al campeonato mundial de fútbol, los medios se ven obligados a registrarlo, también es cierto que muchas veces suelen inventarlos.

O los manipulan de manera astuta, para beneficio exclusivo de los poderes que representan. Es así como la celebración general producida con el anuncio de las conversaciones, no sólo incluía la óptica gubernamental propia de las clases dominantes, sino que también abrigaba la otra, la de los de abajo, la de los invisibles, la de quienes registran y aparecen sólo si conviene a los de arriba.

En otras palabras, el otro país, el de los negros, los indios, los campesinos, los desempleados, los profesionales frustrados, los millones de colombianos que ante la falta de oportunidades se rebuscan la vida como pueden, el de la gente buena pensante, el de la izquierda consecuente, el que comprende las razones de la guerrilla, también estaba de fiesta con el inicio de los diálogos.

Porque ese país es realmente el verdadero interesado en que termine la guerra. Y ese país llevaba muchos años clamando por que se iniciaran nuevamente conversaciones en busca de una salida incruenta al conflicto. Desde luego, hasta el momento en que las élites anunciaron las nuevas conversaciones, ese país no había existido para los medios, ni para nadie que no fuera él mismo.

La oligarquía colombiana siempre ha creído que esa masa amorfa de desharrapados, de hambrientos sin techo, de desposeídos, de inconformes impertinentes, de chillones engañados por terroristas, sólo merece atención cuando puede derivar un importante beneficio de ella. Ya se trate de sus votos, de sus cuerpos para la guerra o de mano de obra miserablemente paga.

Cuando esa masa humana de gentuza se niega a transitar por el camino que ella le señala, se convierte en enemiga a combatir sin consideración de ninguna clase. Así, si resulta un obstáculo material para sus planes de agrocarburantes, gran minería a cielo abierto o infraestructura funcional a la globalización, o si se inclina por peligrosas opciones izquierdistas, hay que matarla.

Hay que desaparecerla, hay que aterrorizarla, desplazarla, encarcelarla, someterla como sea. La conjunción de poderosos intereses económicos foráneos y de sectores dominantes en la economía nacional, con proyectos políticos excluyentes y sectarios, terminó por generar el conflicto armado que ha marcado la existencia de nuestro país en las últimas cinco décadas.

No son las Íngrid, ni los políticos o militares muertos en aventureros y fallidos intentos de rescate, las verdaderas víctimas del conflicto armado colombiano. Ni siquiera los miles caídos en los enfrentamientos entre guerrilla y fuerza pública. Sino los millones de colombianos que lo han perdido todo para que el índice de crecimiento económico suba a favor de las clases pudientes.

Las decenas de miles de familias que pierden sus viviendas con las entidades crediticias, o las centenares de miles que trabajan como esclavos gran parte de su vida para acrecentar felizmente las ganancias de los grandes grupos financieros, son víctimas de este sistema que se sostiene sólo porque cuenta con un inmenso aparato de fuerza bruta que se reclama legítimo sin serlo.

Esa Colombia, y no la de las familias Santos, Uribe, Santodomingo o Sarmiento, entre otras, es la que clama por paz con justicia social, con profundas reformas institucionales y en el manejo económico del país. Las FARC-EP, que somos apenas una de las expresiones de esa Colombia largamente humillada y perseguida, sabemos que gran parte de ella nos acompaña en esta brega.

Estamos perfectamente claros de que el actual proceso de paz jamás hubiera sido posible sin el concurso decidido de los colombianos del montón, que en innumerables actos y declaraciones, aún en los momentos en que todo parecía perdido, se lanzaron a la calle y a los foros a exigir la apertura de los diálogos. Ese sentimiento persiste, y se halla hoy más fortalecido que nunca.

La paz, la solución política del conflicto, la continuidad del proceso de La Habana, no sólo no está en dependencia de los intereses de Santos, sino que reposa en la voz y la presencia de los millones y millones de compatriotas que no quieren más esta guerra. La oligarquía de siempre no puede continuar devorando la patria mientras invoca su nombre. La paz no es cosa suya, es de todos.