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Conflicto agrario: campo de discordias
Nuestros pueblos originarios no son sumisos. El reciente levantamiento agrario-minero popular, en lucha por la defensa de su existencia, dignidad y derechos, es un proceso insurreccional que tan sólo ha comenzado y continúa. Es una lucha en la cual está en juego la vida de nuestros pueblos raizales.
Libardo Sarmiento Anzola / Domingo 3 de noviembre de 2013
 

Filósofo y magíster en Teoría Económica de la Universidad Nacional de Colombia, Economista de la Universidad La Gran Colombia. Docente universitario con amplia experiencia profesional en instituciones nacionales (Ministerio de Agricultura, Colciencias, Departamento Nacional de Estadística – DANE, Consejería Presidencial para la Política Social, Ministerio de Desarrollo Económico, entre otros) e internacionales (UNICEF, PNUD, Banco Interamericano de Desarrollo, GTZ, IICA, Programa Mundial de Alimentos, entre otros). Autor de diferentes artículos y libros relacionados con temas de desarrollo rural, economía política, derechos humanos, biopolítica, ecosocialismo, políticas de juventud, políticas públicas y derechos sociales, económicos y culturales en Colombia. Actualmente docente de la Maestría de Derechos Humanos de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia –UPTC

El incumplimiento del Gobierno de sus compromisos respecto a los acuerdos negociados, en medio del conflicto agrario, torna al campo colombiano en un volcán a punto de entrar en erupción. Las dignidades agrarias, ante las necesidades que apremian, elevan su conciencia, se organizan y fortalecen la contienda por sus demandas. Eterna lucha por la existencia, en un mundo darwiniano.

La violencia como instrumento de la política ha gozado de la prerrogativa de la oligarquía colombiana para imponer su concepción del desarrollo en beneficio propio. En particular, el modelo de modernización forzada del agro fue agavillado a la violencia para imponer la economía minero energética, ganadería extensiva y agronegocios, en contra de los pueblos originarios (campesinos, negros, indígenas, comuneros y colonos). Existe una superposición geográfica entre las áreas de intensa actividad extractivista y los movimientos sociales de resistencia y lucha por la vida, los territorios, la cultura y la dignidad (ver el siguiente mapa).

Para la “Misión del Banco Mundial a Colombia, 1949-53”, liderada por el economista canadiense Lauchlin Currie (1902-1993), el problema de la pobreza generalizada en el país surge de la baja productividad de la gran masa de la población, y no de las condiciones de explotación, opresión y concentración de la propiedad. Según Currie, el problema que había que resolver no era el de la tenencia de las tierras, sino el de la producción agrícola y la productividad que había que aumentar. Agradable melodía a oídos de la oligarquía.

Con base en la teoría del desarrollo del “sector líder”, el informe abogó por políticas tendientes a estimular el cambio técnico en el agro, el sector de la construcción y las exportaciones. Según la Misión del Banco Mundial, la despoblación de las áreas rurales no es un fenómeno indeseable, sino más bien un corolario esencial del desarrollo económico y social. En consecuencia, la única solución a la pobreza rural era la generación de empleo fuera de la agricultura para la gran masa de campesinos y trabajadores agrícolas marginales de baja productividad. De este modo, para inicios de la década de 1970, durante el gobierno de Misael Pastrana, y atado a la guerra que desató el Estado contra la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos –ANUC, la oligarquía dio entierro de tercera a los tímidos e ineficaces programas de reforma agraria (Pacto de Chicoral) propuestos en la década de 1930 por López Pumarejo (Ley 200 de 1936) y reeditados por Carlos Lleras en Restrepo en la década de 1960 (Ley 135 de 1961).

La misión del Banco Mundial insistía en la necesidad de planificar y crear las condiciones que generarían una rápida expansión de la población urbana colombiana en relación con la rural. Este objetivo se alcanzaría aumentando la productividad en todos los sectores, empezando por la agricultura. Frente al crecimiento acelerado de la población, esto significaba que la mano de obra de las regiones sobrepobladas de Boyacá, Cundinamarca, Tolima, Nariño, Cauca, Santander y la Costa Atlántica podía reclutarse para trabajar en la industria, los servicios y la construcción urbana, sectores que de este modo podían crecer sin aumentos salariales (adicional a las acciones de represión brutal de los sindicatos y movimientos cívicos).

Con la puesta en práctica de estas recomendaciones, el país viene, desde entonces, observando entre impávido y horrorizado cómo se profundiza y acelera el colapso del sector agropecuario tradicional y el despoblamiento del hábitat rural, aupado por la violencia oligárquica, fenómeno incipiente a partir de la década de 1920 (ver gráfico adjunto).

El desplome del agro se unió adversamente al fallido intento de industrialización por sustitución de importaciones el cual empezó su declive a mediados de la década de 1970, en un contexto de crisis estructural del sistema mundo capitalista y de una nueva división internacional del trabajo. El país retornó a la economía extractiva para desempeñar el lamentable rol de exportador de materias primas sin adición de valor agregado ni empleo. El sector minero-energético controlado por transnacionales tomó vuelo a finales de la década de 1970, con su secuela de destrucción social y ambiental, de la mano del vampiro financiero, entretanto el latifundismo ganadero ganaba terreno. Con la ayuda del terror estatal y los ejércitos de la extrema derecha, la oligarquía y las transnacionales lograron despejar y despojar buena parte del territorio nacional. Entre 1958 y 2012, según el Grupo de Memoria Histórica, el conflicto armado arroja 220.000 asesinatos, ocho de cada diez son civiles inermes, en su mayoría población rural. Además, fueron desterrados o desplazados por la violencia seis millones de personas a quienes se les despojó de siete millones de hectáreas productivas.

En la década de 1990, el gobierno de César Gaviria (1990-1994) dio impulso al tercer sector agrario (los otros dos son el minero-energético y el latifundio ganadero) en contra de la economía tradicional campesina: a lo largo y ancho del país se implementó esquemas empresariales de grandes extensiones para la siembra de monocultivos como la palma, el caucho y el cacao. En paralelo, se impuso la más descarnada apertura del mercado colombiano, la privatización y desnacionalización del aparato productivo y la entrada del capital transnacional. El ministro de hacienda de esa administración, Rudolf Hommes, sentenció a muerte por inanición a cerca de doce millones de pobladores del campo al afirmar, con su socarrona sonrisa, “la mejor seguridad alimentaria para el país es disponer de un abultado fondo de divisas para importar bienes básicos”.

Con la apertura a las importaciones promovida durante la administración Gaviria, se elevó el desempleo y desapareció un millón de hectáreas de cultivos transitorios (algodón, trigo, cebada, sorgo, soya, maíz, granos) que nunca se recuperaron; sólo lograron persistir los productos protegidos mediante aranceles. En paralelo, se acabó de eliminar lo que quedaba de apoyo estatal a la economía campesina. Declive observado desde la década de 1970, en lo que se refiere al desmonte de la institucionalidad de fomento y los programas de bienestar familiar campesino, la desaparición de la investigación y transferencia tecnológica, freno a la inversión en infraestructura rural y cierre del crédito. Adicionalmente, la oligarquía consolidó la contrarreforma agraria logrando reversar los limitados logros de períodos anteriores y despejar el campo para la inversión capitalista.

Durante el largo, corrupto y violento gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) se intentó dar la estocada final a los campesinos, colonos y pueblos oprimidos (indígenas y negros). Abiertamente se fortaleció la penetración del capitalismo en los sectores minero-energético y agricultura, absorbiendo las economías agrarias tradicionales y acelerando la destrucción social y ambiental. La población campesina vio amenazada su existencia ante el avance de megaproyectos, de las empresas agrícolas y mineras, la expansión del latifundismo ganadero, de los bombardeos indiscriminados en la guerra contrainsurgente, de las fumigaciones aéreas con Roundup Ultra y los procesos de modernización excluyente del campo, apuntalados mediante el desplazamiento forzoso producto del terrorismo de Estado y las avanzadas del paramilitarismo. Además de potenciar el neoliberalismo beligerante, la administración Uribe repartió subsidios a diestra y siniestra que favorecieron a los ricos capitalistas del campo a cambio de apoyo y votos para la continuidad en el poder de la clase y grupo político que representa.

En su visión prospectiva del país, el gobierno Uribe sentenció: “una gran proporción de predios rurales son pequeños y, por lo general, inviables económicamente. Además, existe en Colombia una baja movilidad de la tierra, lo que ha dificultado los procesos de inversión y crecimiento en el sector agropecuario” [1].

Con la variedad de TLC suscritos, la Alianza del Pacífico (unión de los países neoliberales de América Latina) y las importaciones de productos agrícolas que pasaron de un millón a diez millones de toneladas, se eliminó otro millón de hectáreas agrícolas entre los años 2000 y 2012, afectando negativamente los sectores productores de arroz, cárnicos, avícola, lácteos, oleaginosas, papa, azúcar, hortalizas y café. En el sector agrícola una oferta excedente genera drásticas caídas de precios. Durante el último año, 2012-2013, el valor CIF de las importaciones de productos agrícolas y alimentarios aumentaron en 10,3 por ciento (DANE, al mes de julio de 2013); en el mismo período, los precios a los productores agrarios colombianos cayeron ocho por ciento; los ingresos de los habitantes del campo cubren apenas un poco más de la mitad de los costos de producción, por tanto están arruinados. El resultado: un campo empobrecido y el arrasamiento de la seguridad alimentaria nacional. Para nuestra vergüenza, en Colombia la desnutrición y el hambre afectan a 10,6 por ciento de la población; en contraste, otros países de la región han logrado erradicar este flagelo humano: Cuba, Argentina, Chile, México y Venezuela.

La administración Santos (2010…) afirma de manera autoritaria y pendenciera que este modelo de desarrollismo forzado, oligárquico, transnacional y excluyente, no se negocia; defiende a capa y espada la triada minero-energética, latifundio ganadero y capitalismo agroexportador, en el marco de los TLC. Adicional a la tradicional eliminación física o destierro, la alternativa que ofrece a campesinos, colonos y pueblos indígenas y negros es la de participar y hacerse cómplice de su propia explotación por parte de los empresarios del campo mediante las “Alianzas Estratégicas o productivas” en las cuales los campesinos entran como “socios” en las cadenas productivas agroindustriales; modelo en el cual los productores rurales tradicionales asumen todos los costos y riesgos, mientras los agro capitalistas apropian la “tajada del león”.

Adicional y de manera atropellada, el gobierno Santos continúa promoviendo la acumulación de inmensos baldíos a manos de empresarios en la altillanura, con la consecuente destrucción social y ambiental de la Orinoquia y la Amazonia. Para asegurar su propósito, nombra como Ministro de Agricultura al abogado y presidente de Indupalma, Rubén Darío Lizarralde, con el fin de expandir el modelo de monocultivos y “Alianzas Estratégicas” a todos los confines del país. Cuando Lizarralde dirigía el gremio de palma, esta asociación violó la ley al adquirir baldíos reservados a campesinos sin tierra. En general, los empresarios capitalistas del agro se valen de engaños jurídicos y de la complacencia del Estado para estas adquisiciones ilegales.

Nuestros pueblos originarios no son sumisos. El reciente levantamiento agrario-minero popular, en lucha por la defensa de su existencia, dignidad y derechos, es un proceso insurreccional que tan sólo ha comenzado y continúa. Es una lucha en la cual está en juego la vida de nuestros pueblos raizales.

[1Presidencia de la Republica-DNP (2005). Visión Colombia II Centenario: 2019. Bogotá, pág. 149.