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El acuerdo en el segundo punto de las negociaciones ¿de qué?
Luz Marina López Espinosa / Sábado 9 de noviembre de 2013
 

El seis de noviembre de 2013, los medios de comunicación, el gobierno de Colombia y todos los sectores y personalidades interesadas, han dado muestras de alborozo extraordinario, rayano en el frenesí, con el anuncio hecho por las partes de haber llegado a acuerdo en el segundo punto de la agenda pactada –participación política de la insurgencia- en las negociaciones de paz que adelantan en la hospitalaria ciudad de La Habana la guerrilla de las Fuerzas Armada Revolucionarias de Colombia -FARC-EP, y el gobierno del presidente Juan Manuel Santos Calderón.

Quienes nos reclamamos partidarios incondicionales no sólo del proceso de paz sino más aún, consideramos la Paz valor fundante de la sociedad, el deber ser del país y del mundo, pero al mismo tiempo tenemos la pretensión de ser observadores objetivos, la noticia que hizo colapsar los teletipos y sacar ediciones extraordinarias de los matutinos e interrumpir la programación musical de la emisoras con dramáticos gritos de “Extra, Extra, Extra!”, formas como hasta los años setenta del siglo pasado -¡cuánta agua bajo los puentes!- se rompía la rutina del día con la nueva –generalmente mala- de un suceso extraordinario, ésta nos ha traído más inquietud que emoción.

Y no es que seamos de natural pesimistas. Sólo que -ya lo dijo un bromista inteligente-, un pesimista es un optimista bien informado. Y muy a nuestro pesar, para el caso creemos estarlo.

El logro que el Acuerdo significa en términos de confianza entre las partes y el vislumbre de una esperanza en una sociedad tan desengañada como la colombiana, no debe ocultar su principal falencia, que es, que, a despecho de sus muchas palabras, dice muy poco. Nos explicamos: el Acuerdo es una declaración unilateral del gobierno –que es como tiene que ser en cuanto él es quien tiene la potestad de conceder o no lo pretendido por la insurgencia-, llena de protestas de su voluntad de paz, de su compromiso con la democracia plena, con la participación de todos, la tolerancia, las garantías para la oposición, el respeto por la diferencia y de otorgamiento de seguridades para toda expresión política civil sea del signo que sea. Y lo peor, para “concretar” tanta munificencia de las palabras, para hacer verdad esas promesas que en lo político hacen justicia a la elemental aspiración de su contraparte, el gobierno ofrece “Comisiones”, “Estudios”, “Estatutos”, y ofertas de “llevar adelante” o “impulsar” ante los órganos correspondientes, “las reformas institucionales” que sean del caso.

Y de esas mandas, de esas ofertas ya hemos tenido bastante. Digo mal: demasiado. Esto lo sabe de sobra, con mucho fundamento, los rebeldes y opositores de todas las tendencias que un día confiaron en la bondad de las palabras del poder para con base en ella hacer la paz. Guadalupe Salcedo frente al gobierno pacificador del general Rojas Pinilla. Efraím González frente al “Presidente de la Paz”, Guillermo León Valencia. La Alianza Nacional Popular ANAPO encarcelada y perseguida por el gobierno de Lleras Restrepo después de haber ganado y haberle sido birlado el triunfo presidencial en 1970. Los Acuerdos de Paz del gobierno de Belisario Betancur con el M-19, historia de una traición que dio lugar a la “demanda armada” de los insurgentes en la Corte Suprema de Justicia generando el horror de la barbarie oficial, holocausto que no cicatriza. Carlos Pizarro asesinado por los escoltas que le dispuso el presidente Virgilio Barco con quien había firmado la paz después de esa traición.

E imposible olvidar, la forma como el Estado con excusas que son coartadas, ha dado bote a la mesa cada que se ha sentado a negociar la paz -en Tlaxcala, Caracas, El Caguán - con el mismo movimiento con el que hoy trata.

No es entonces halagüeño el pasado del Estado en materia de promesas, sin que el hecho de que sean al más alto nivel, asegure nada al respecto. Y lo decimos con descorazonamiento porque navegar a contrapelo de un sueño colectivo no deja de ser penoso. Pero es la dura lección de la historia que más vale la pena no desatender. Las palabras del Estado, los compromisos del poder, sus votos de paz y justicia para todos “sin distingo”, no son creíbles. Y no lo son, porque van contra su naturaleza. Contra su forma de ser, que es el poder no compartido; hegemónico, en favor de sus intereses que no son los colectivos sino los particulares de sus detentadores. Hasta humano resulta, dentro de la más ingrata comprensión de la condición humana que es la que emana del estado de clases: los señores y los siervos, dominantes y dominados, unos que mandan y otros que obedecen. No puede ser de otra manera entonces, y casi que ni es su culpa. Es como ocurría en el colegio en la asignatura de geometría cuando se planteaba un teorema donde A valía a 1 y B valía 2. El alumno inquieto preguntaba: ¿y por qué profesor? Y éste respondía: por construcción; por definición. Es así y trabaje. No pregunte tanto.

El Estado, nuestro Estado, no ha honrado nunca su palabra en esta materia de negociar con su enemigo. Hacer buena su palabra, no ha estado en su ideario ni ha sido un referente ético frente a la cuestión fundamental del poder. ¡Y valga si considera enemigo a su interlocutor! Si alguien quiere tener una muestra de esto, repárese en las palabras con las que lo califica el ministro de defensa Juan Carlos Pinzón en plenas conversaciones de paz, compartiendo la mesa y manifestando su disposición de acordarse con él.

Lo otro, nuestro segundo motivo para la desazón frente a la ilusión general, lo dan las palabras del presidente en su alocución al país por todas las cadenas de radio y televisión este mismo seis de noviembre, anunciándole la buena nueva de ese Acuerdo. Después de oírlo resultaba obligado preguntarse: “Negociaciones de qué?” Porque de paz, no parecían ser.

De una parte, el Presidente agradece –aunque esto es absolutamente ritual en todos los gobiernos a propósito de cualquier cosa- a los hombres de la fuerza pública, por este logro (¿?), cuando sabido es, los militares sobre el tema sólo han hablado en clave de guerra, y no le reconocen a su contradictor entidad política o moral alguna.

Lo segundo que desconcierta del mensaje presidencial sobre la “buena nueva”, es que una vez más -¿la milésima?- hace suya y se solidariza con el reclamo de la derecha guerrerista enemiga del proceso, al decir que la fuerza pública no bajará la guardia ni un milímetro en la guerra total en todo el territorio nacional contra las FARC. No olvidemos que hoy hace dos años, el mismísimo presidente Juan Manuel Santos, consultado por sus generales, dio el visto bueno al ajusticiamiento del comandante de las FARC-EP. Alfonso Cano enfermo e indefenso, en momentos en que tenía con él aproximaciones para negociar la paz. La misma que hoy celebra el Presidente con este resultado parcial.

Los acuerdos FARC-EP - Gobierno, no pueden recaer entonces para la insurgencia en la promesa de las comisiones y las declaraciones de buena voluntad. No se puede caer en el error de tener por hechos lo que apenas son palabras. El carácter declamativo de los compromisos del gobierno en el Acuerdo sobre el punto de la participación política de la insurgencia, se nos ocurre, puede ser un salto al vacío para ésta y su base social en cuanto a sus anhelos de actores del pos conflicto. Y también para las posibilidades de actuación política que el Acuerdo abre a sectores hasta hoy proscritos, ajenos o escépticos a ella.

No pretende este escrito traer palabras de derrota frente al proceso de paz. Solamente una voz de cautela para que la fecha de 1984 no se repita. La de los históricos Acuerdos de La Uribe firmados por el comandante de las FARC-EP Manuel Marulanda Vélez con el presidente Belisario Betancur, que dieron lugar a la Unión Patriótica. La irrupción alegre, civilista y confiada de ésta en la liza política, y el extraordinario respaldo electoral que tuvo, dio lugar a su exterminio como reacción del Estado. Es materia conocida. Y que no se repita la parábola del comandante que bajó del monte hace veintisiete años para vestir los alamares de parlamentario, y que tuvo que volverse para allá cuando su eliminación estaba sentenciada. Ese haberse vuelto para la guerra ¡vaya ironía!, es la causante de que hoy Iván Márquez presida la delegación de la insurgencia y esté en la brega por la paz.

En ese sentido y propósito es en el que debe leerse este artículo. En el de que la respuesta a ese “de qué”, de las conversaciones, sea la que ansían los colombianos: de paz.