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Los consensos de La Habana y los retos del país
Luis Carlos Guerrero S. / Domingo 24 de noviembre de 2013
 
Foto: OneEighteen via photopin cc

Es indiscutible que la firma del segundo acuerdo en La Habana sobre participación política, alcanzado entre el Gobierno Nacional y las FARC, es un buen indicativo de los avances que se van logrando y contribuye, sin dudas, a derrotar a quienes empujan a diario el carro de la guerra. Es un acuerdo que ha sido bien recibido, por la porción del país que ha soñado con una solución política justa a los profundos problemas de Colombia.

Metiéndole un poco de mente a la letra menuda del acuerdo hay aspectos que nos deben llamar a una profunda reflexión. Martha Ruiz, en la revista Semana del 10 de noviembre, pregunta por qué hubo necesidad de que hubieran 200 mil muertos, para hasta ahora proponerse unos cambios democráticos.

Tremendo desangre a que ha sido sometido el país para decirnos que ahora es posible una apertura democrática, nos habla de la mentalidad mezquina y antidemocrática de una clase dirigente que le teme al huracán de las mayorías populares y nacionales construyendo patria, constituyéndose en sujeto de acción para los cambios.

¿Por qué hasta ahora se propone que se va a elaborar un estatuto de la oposición?

Algunos pretenden culpar a la guerrilla de esa ausencia, porque según ellos la existencia de la insurgencia impide que en Colombia se transite por la democracia. Esta teoría es parecida a aquella que culpabiliza a los pobres de la pobreza, criminalizándolos y condenándolos a la muerte mediante las políticas de limpieza social y de eutanasia social cotidiana. Con este argumento, en juicio nuestro, se pretende legitimar la guerra que la clase privilegiada han desarrollado hacia al pueblo cuando se moviliza en demandas de sus derechos, como sucedió en el reciente paro nacional agrario.

La minoría gobernante, al no reconocer ni darle estatus de oposición a los que disienten de las políticas oficiales, demuestra ausencia de voluntad política para abrir las puertas de la participación a otros sujetos distintos a ellos, con todas las garantías. Por ello ha negado, por años y décadas, el derecho a ser oposición a los partidos, movimientos, fuerzas sociales y políticas distintas a los partidos tradicionales; y por ello, lo más absurdo todavía, se ha acudido al expediente del genocidio para evitar su ascenso al gobierno.

Allí están los testimonios históricos de la barbarie contra la UP, A Luchar, el Frente Popular, y los miles de asesinatos de líderes del movimiento social.

Con este acuerdo el Gobierno reconoce que Colombia no es “la democracia más antigua del continente”, como se vende en los discursos al exterior y a los colombianos, y que por el contrario, es un remedo de democracia restringida para las elites, silenciada para los que no somos parte de ellas, que somos la inmensa mayoría de la población.

Una sociedad y una democracia del tamaño de la nación

Orlando Fals Borda y Manuel Zapata Olivella son los pioneros de la búsqueda de un proyecto nacional, este afirmó que:

“Necesitamos que la sociedad de manera efectiva y contundente sea una casa para todos y en donde el ejercicio de la ciudadanía trascienda la estereotipada visión de lo cívico acuñada en el siglo XIX y se ejerza desde las distintas racionalidades culturales que integran la ciudad, la región y la nación”.

El acuerdo sobre participación política dice que se establecerá una circunscripción especial para que las regiones o zonas de conflicto participen en el Congreso de la República. Este es el reconocimiento de parte del Estado de la existencia de vastos territorios de Colombia que han estado ausentes de la vida política, de actuar en la democracia, de ser sujetos que inciden en el destino del país. Reconocen que el cuerpo social y político ha ido creciendo, mientras la camisa institucional se quedó pequeña.

Somos un país que ha crecido en todos los sentidos, tanto sociales, culturales y políticamente. No es posible mantener el mismo sistema político ni el grosor de las instituciones, ni las mismas pedagogías de participación y representación, mucho menos mantener una democracia de apariencias y destartalada.

Somos un país pluricultural y plurisocial como lo registra la raída Constitución del 91, caída en desgracia por los 33 borrones y tachones que le han hecho a favor de las elites dominantes. La democracia tiene que incluir estos y otros componentes de la nacionalidad.

El desactualizado Censo de 2005 dice que la población negra es de cuatro millones, algo más del 10% de los habitantes, pero solo tienen dos escaños en la Cámara de representantes de un total de 116. Este censo dice que la nación indígena son 1’400.000 personas, pero en el Senado de la República no sobrepasan el 2% de los escaños. En cambio, los propios movimientos afro e indígena afirman que son diez y tres millones respectivamente.

Los componentes poblacionales de la geografía social y cultural de Colombia han sido invisibilizados y desconocidos en su papel de ser constructores de nación. Igual exclusión sufren en las instituciones de debate y legislación las mujeres, los campesinos, los trabajadores.

Tenemos el reto de imaginarnos una democracia que no sea el rito de la formalidad electoral, pues no solo ha habido una configuración social y étnica distinta en el país: también han surgido ideas y escenarios distintos al Establecimiento y los dogmas neoliberales, lo cual va expresando y clama la urgencia de otros consensos, de otros marcos institucionales y otras metodologías. Esto es uno de los tantos otros retos.

Hay procesos sociales que van rompiendo la invisibilidad y creciendo en la conciencia de sus derechos y de la pertenencia a un país al cual han contribuido decisivamente a forjar pero que han sido negados, como nación, como pueblo y como ciudadanos por pertenecer a un sujeto, a una etnia, a una comunidad que ama el territorio y a su patria. Esto es lo que expresan las luchas, los escenarios, las emergencias de una nueva ciudadanía a la que asistimos con la creciente resistencia, los alzamientos populares y los estallidos sociales que recorren las venas y arterias de Colombia, y que no se ha planteado ser oposición sino proponer alternativas.

Los acuerdos de La Habana sobre participación política son un logro de la insurgencia, del movimiento social, de los amantes de la democracia, de los que queremos paz, de los demócratas y de toda una ciudadanía activa, así debemos percibirlos y defenderlos. Los acuerdos logrados son limitados, bastantes estrechos, porque ha habido mucha oposición del Gobierno para hacerlos más profundos.

La fortaleza de una democracia reside en la existencia de un poderoso y fluido tejido social, que ha sido desbaratado y debe reconstruirse, como piedra angular de la participación política.