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Un capitulo del ensayo de Yezid Arteta sobre la guerra y la paz
¡Descansen Armas!
El autor escribió gran parte de su obra en prisión. La guerra, afirma, es la muerte en sí misma
Yezid Arteta Dávila / Lunes 24 de marzo de 2014
 

En el lapso que estuve en la lucha armada fui testigo de numerosos acontecimientos relacionados con la muerte o heridas a combatientes; empero, hay un hecho que jamás podré olvidar por los sentimientos encontrados que me provocó en la época de marras. Sucedió a principios de los noventa en un paraje de la cordillera Occidental colombiana en el mes de mayo, en vísperas de la celebración del día de la madre. Me encontraba reunido en un césped con el cuerpo de mando de la columna guerrillera cuando de repente fuimos sorprendidos por una gran explosión y de manera instintiva nos tendimos contra el suelo a la espera del ataque. Transcurrieron varios segundos en el más absoluto silencio, y el ataque que presentimos contra nuestra posición no se produjo. El apremiante silencio fue intempestivamente interrumpido por una serie de lamentos que provenían del lugar donde se encontraban varios de nuestros hombres.

Nos levantamos y corrimos hasta un bohío de palma y lo que presenciaron nuestros ojos fue una escena dantesca: Horacio, un negro corpulento que se destacaba por su carácter festivo (meses después moriría en un asalto) estaba de pie y berreaba porque le faltaba la mano derecha. A escasos pasos se encontraba tumbado en el suelo y con la mirada fija contra el techo de palma de la cabaña el cuerpo de otro combatiente mucho más joven y apreciado por los miembros de la columna guerrillera por su espíritu juguetón. Se trataba de Carlín, a quien casualmente el comando le había otorgado un permiso para que en horas de la noche abandonara el campamento y fuera hasta una aldea localizada a un día de camino de donde estábamos con el fin de pasar el día de la madre en casa de su progenitora. El chico había perdido totalmente el brazo izquierdo a la altura del omoplato y por el mismo costado tenía un boquete enorme que le había cercenado parte del tronco y la pierna derecha. Su aspecto parecía al de un hombre mutilado por las dentelladas de una bestia prehistórica; sin embargo, lo más escalofriante de la situación era que Carlín aún estaba con vida y hablaba.

Al muchacho le había estallado accidentalmente una granada de mano debido a la imprudencia que tuvo al enlazar las anillas de las dos bombas que portaba de dotación, por lo que el peso de una de ellas liberó el seguro de la otra produciéndose como consecuencia la activación de la más pequeña. Tres guerrilleros más quedaron levemente heridos, entre ellos una mujer. El enfermero nos hizo una seña con las manos para darnos a entender que con Carlín no había nada que hacer y luego de aplicarle una inyección de morfina –el engaño al moribundo diría Remarque en su obra– para mitigarle el sufrimiento se puso a la tarea de atender a los demás heridos. Me arrodillé ante el cuerpo de Carlín y mientras conversábamos le acariciaba la cabeza. La plática –dudo en llamarla así– se prolongó, para desgracia de él y la nuestra, por espacio de más de una hora, hasta que su voz se fue haciendo débil y poco después su corazón dejó de latir. Carlín había muerto sin entrar en combate. Tuve que hacer un esfuerzo para mantener la calma, reteniendo las lágrimas en circunstancias tan dolorosas, todo con el fin de suministrarle –infructuosamente– una cantidad de valor que pudiera consolarlo. Quería acompañarlo y hacerle creer que saldría vivo de aquel trance, pero su mirada me daba a entender que no creía en mi promesa porque, a pesar del efecto de la morfina, él tenía conciencia de cómo su aliento se le iba desprendiendo del cuerpo.

“La muerte; hoy sino existiese sería necesario inventarla” (1), afirmó Víctor Hugo, ese demiurgo de la literatura que dio luz propia a tantos personajes en sus obras, como solo lo pudo haber hecho el mismísimo Creador. Lo dice en una obra que tituló ’El Noventa y tres’ (1874), su última novela y una de la menos conocida, en la que narra el levantamiento monárquico en algunas regiones de Francia contra la Primera República durante un periodo convulso y violento de la Revolución iniciada en 1789. Frente a la tumba de Víctor Hugo en el Panteón de París no estaría de más dejar una nota con una leyenda que diga más o menos lo siguiente: en las guerras no es menester inventar la muerte puesto que la guerra es la muerte en sí misma.

La capacidad de adaptación del ser humano a las realidades de la guerra es asombrosa. Cuando un combatiente observa por primera vez el cuerpo destrozado de uno de los integrantes de su unidad, lo más probable es que se indisponga y reaccione con aflicción, pero en la medida en que el número de bajas aumenta y la muerte se vuelve moneda corriente, entonces va haciéndose más insensible ante el dolor hasta que finalmente se vuelve inmutable frente la destrucción. La muerte es parte del paisaje habitual que observa y, en últimas, su cerebro no tiene más remedio que disparar un mecanismo natural que lo proteja ante la adversidad. Son muchas las escenas descritas en la literatura donde aparecen soldados jugando a las cartas en un sector de la trinchera mientras la aviación bombardea otro segmento aledaño, o casos donde los combatientes del mismo bando hacen apuestas en tierra sobre quién caerá primero en la lucha que libran dos pilotos que conducen sus cazas en el aire. En sus vivencias de la Guerra Hispanoamericana (1898), Stephen Crane cuenta que, en un combate desarrollado en suelo cubano, un grupo de tiradores del ejército de los Estados Unidos disparaba contra los españoles con un grado de “circunspección y metodología” (2) que se podría dudar que realmente fueran combatientes que estuvieran participando en una guerra y los comparaba más bien con un grupo de relojeros concentrados en reparar un despertador de cuerda. Luego de finalizada la escaramuza, estos mismos tiradores retornaban hasta el campamento llevando los rifles en bandolera, fumando un cigarro, mientras hacían chistes relacionados con la sangre derramada, bromeando como si viniesen de una función teatral en la que se desempeñaron como actores o simples comparsas.

“El muerto al hoyo y el vivo al baile” reza un refrán muy popular en Colombia, el cual resulta tan terriblemente cierto cuando es aplicable a la guerra. La versión bizarra del soldado que es enterrado con todas sus pertenencias en aras de respetar su legado y mantener viva la memoria corresponde más al imaginario popular forjado a partir de la literatura de gesta que a la realidad de la guerra contemporánea. El combatiente hace la guerra en las más difíciles circunstancias y, más aún, en un frente de guerra prolongado donde los alimentos, el material de intendencia y la munición tienden a escasear y es imperdonable desperdiciar el despojo que dejan los muertos. No se puede sepultar al soldado ‘Q’ con las botas que calzaba porque estas se encuentran en mejor estado que las que lleva ‘T’, que aún se encuentra vivo y puede seguir disparando. En resumidas cuentas, a ‘Q’, si los combates dan tregua, se le entierra desnudo porque hasta el último harapo que vestía es menester repartirlo entre los sobrevivientes de su unidad.

Peor suerte corren los cadáveres que han quedado esparcidos en las trincheras o entre los matorrales y que no se pueden sepultar debido a las circunstancias. Ya porque son muchos y no es justo malgastar fuerzas en la faena. Ya porque no hay tiempo que perder si al fin y al cabo las aves carroñeras se encargarán de una parte de la tarea. Ya porque el fuego nutrido que proviene del otro lado no lo permite. Durante la noche, los soldados apelotonados en las barracas escuchan los pedos, los eructos y los silbidos que emanan algunos de los cadáveres descompuestos que están regados cerca a ellos y tienen el vientre hinchado por la descomposición. Así lo cuenta Remarque en su breve pero intenso relato de la Primera Guerra Mundial. Algunos guerreros más temerarios burlan los puestos de guardia y se arriesgan a ir hasta donde se encuentran esparcidos varios cuerpos putrefactos, y luego de apartarles las moscas se dedican a esculcar los bolsillos de la guerrera con la esperanza de encontrar algún objeto de valor.

Retengo todavía en mi memoria un caso que explica de alguna forma el lado más oscuro de la condición humana. Sucedió a finales de los ochenta durante el ascenso que, los integrantes de una columna guerrillera, hacíamos sobre el lomo de los Andes colombianos y uno de nuestros compañeros llamado ‘F’ quiso apaciguar la sed y el hambre comiendo los frutos de unos arbustos que crecían a la vera del camino, con tan mala suerte para él que las bayas resultaron venenosas y en poco tiempo se manifestaron en su organismo los síntomas de una intoxicación. Hicimos un alto para aplicarle un vomitivo. Mientras ‘F’ se retorcía en el suelo atacado por dolorosas punzadas, algunos miembros de la columna ya hacían cuentas acerca de quién se quedaría con su cantimplora, quién con la reata, quién con la gorra, en fin, los hombres que poseían el don de la vida y que daban por descontada la muerte de ‘F’ ya tenían claro qué parte del botín dejado por el camarada ‘muerto’ les tocaría. Sin embargo, los cálculos les fallaron porque el medicamento aplicado surtió efecto y luego de vomitar hasta la bilis, ‘F’ pudo continuar la marcha con el resto. A la mañana siguiente, el propio ‘F’ festejaba entre carcajadas y comentarios jocosos lo sucedido el día anterior como si la posibilidad de su muerte y la hipotética repartición de su dotación de campaña hubiera sido una broma que le jugaron sus camaradas de filas.

Los muertos no sufren, salvo que se piense que algunas almas tendrán que pagar sus fechorías en los aposentos del diablo. No podemos decir lo mismo de los heridos en los choques armados, a quienes les toca penar en esta vida. Remarque sostenía que “sólo un hospital muestra verdaderamente lo que es la guerra” (3). En un dispensario de guerra se pueden observar los frescos más desgarradores del sufrimiento humano, los cuales parecen salidos de una exposición de óleos pertenecientes a la etapa negra de Goya. Aún resulta más inquietante la frialdad con la que el personal sanitario asume su trabajo, puesto que la naturalidad que muestran ante el espectáculo de la sangre y el dolor es la misma que manifiesta, por ejemplo, un cerrajero cuando está cortando una varilla. “Cama 26. Muslo amputado”, grita un enfermero de turno. “Hoy he amputado cinco piernas”, le comenta un cirujano de guerra a un colega, mientras mastica un emparedado de queso. Sobre un rincón, un ayudante va amontonando las extremidades amputadas. Las habitaciones expelen un olor a fenol, a pus, a sudor, a carne muerta. En las afueras del hospital, un grupo de soldados camilleros espera la carga letal mientras fuman cigarrillo o juegan a los naipes. De estas espeluznantes escenas, hombres como Sholojov, Babel, Zweig, Remarque, Steinbeck, Dos Pasos, Hemingway, Tolstoi, Simon, y un largo etcétera de novelistas que sería largo nombrar en este ensayo, fraguaron lo que más adelante el escritor maldito Maurice Blanchot llamó: “La escritura del desastre” (4).

Notas:

(1) Víctor Hugo. El noventa y tres, Porrua, 2007

(2) Stephen Crane. Heridas bajo la lluvia, Rey Lear, 2006

(3) E. M. Remarque. Sin Novedad en el frente, Editorial Planeta, 1960

(4) Blanchot Maurice. La escritura del desastre, Monte Ávila Editores

Yezid Arteta Dávila

Nació en Barranquilla. Adelantó estudios de Leyes y Sociología. En 1984 se vinculó a la guerrilla. En julio de 1996 fue capturado herido. Luego de 10 años y 12 días en prisión, recuperó su libertad en el 2006 y desde entonces se dedica a trabajar por la paz y la reconciliación.