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Rostros Desfigurados: Sobre los retos de la reconciliación del país
Cristian Hurtado / Domingo 6 de abril de 2014
 

Triste paradoja que en la semana internacional contra el acoso callejero, se presente un nuevo caso de agresión con ácido sobre el rostro de una mujer. Se asegura que casi mil personas han sido víctimas de agresiones de ese tipo, y en su gran mayoría se trata de mujeres. Una pregunta que flota en el ambiente es la motivación del hecho, sin embargo, la pregunta despista: preguntarse por la motivación pareciese llevar el análisis a las causas puntuales de cada hecho siendo la respuesta siempre individual – incluso el agresor ahora alega problemas mentales sin más. Yo he de optar por otra pregunta ¿cómo explicarlo?

Una de las cosas que mi disciplina, la antropología, reitera, pese a la urticaria que genere al pacifismo y posmodernidad, es que una sociedad exenta de conflictos es un ideal sin posibilidad de realizarse. Justamente el conflicto dinamiza la sociedad, y pese a todo esfuerzo, erradicarlo es subjetiva y objetivamente imposible, un vano sueño. Sin embargo, nunca he compartido la idea de que la violencia, cuando aparece, es la negación del conflicto. No creo que se trate de cosas distintas en su naturaleza, quizá en el grado de su intensidad, pero violencia y conflicto son dos manifestaciones de contradicción, choque y antagonismo, siempre presentes en la sociedad.

Ello implica entender la violencia, la confrontación violenta, como una forma de manifestación del conflicto, independientemente de la valoración moral que ello implique. Sin naturalizarlo ni eternizarlo, si sugiere por ejemplo, que la violencia en Colombia es una de las manifestaciones del conflicto social, político, ambiental y cultural que han marcado la historia del País. De ello, que entender el fin del conflicto armado como la mera dejación de armas, es anular una de sus manifestaciones, más no implica en lo absoluto bienestar social, político o cultural en el país ni por tanto, superación del conflicto. Al contrario, la superación de la desigualdad económica, la exclusión política, la crisis ambiental y cultural del país son los caminos ciertos, no a la eliminación de los conflictos, pero sí al establecimiento de una idea de paz cuya base sea la justicia social, proceso en el que, por cierto, la superación del conflicto armado es inherente.

Hay conflictos determinantes, esenciales y estructurales. Esos deben ser superados, para anular sus manifestaciones. Actuar de otro modo no es otra cosa sino maquillar la realidad. Esa elemental valoración está en la base de las negociaciones de la Habana, en las constantes negativas del Estado a siquiera discutir “el modelo”, ante la insurgencia que insiste en generar acuerdos sustantivos que el pueblo refrende y que rediseñen en parte el régimen social del país. Habrá que decir que aspectos como la participación social, popular y política en ello es determinante, e implica a mi parecer, el exigir y construir las bases programáticas de un nuevo país más allá incluso de la agenda misma de la Habana: un trabajo en las calles, aulas, barrios, fábricas, cafés, auditorios, cabildos y palenques permanentes de construcción colectiva de un país que supere al menos su más sentidos flagelos, generados, por cierto, por la clase política tradicional.

Todo esto para volver a nuestro punto. Colombia fue parida por el genocidio más grande conocido en la historia, el mal llamado descubrimiento de América. A sangre y fuego, mitas y encomiendas, fueron sometidas miles de vidas, comunidades y visiones del mundo, para convertirlas en oro para la ultramontana monarquía española – aquella de gusto, ciertamente, del procurador. No ha habido un solo momento de sosiego en nuestra historia colonial, republicana, para el país y el pueblo colombiano. La violencia ha marcado nuestra manera de ver las cosas, a un puno que las manifestaciones artísticas, culturales del país están marcadas, de una manera u otra, por el rasgo desafortunado de nuestra historia. Ni el cine, la literatura, el teatro o la pintura – piensen en lo más conocido de cada una de estas ramas de la creación – ha sido ajena a la violencia imperante en el país.

Llegamos al arte, que algunos hacen sinónimo de cultura. De nuevo, asegurar que el arte es la cultura es errado, e incluso elitista; más en una sociedad en la que el acceso al Arte ha estado marcado por la extracción social, en la Colonia, y la capacidad monetaria - mercantilizando el genio creador y calificando al arte por su valor de cambio -. Ese es el rasgo dominante, sin negar el loable trabajo de hombres y mujeres por llevar el arte a la población, así como reconocer y reivindicar la genialidad propia del pueblo al crear, pues es un derecho y un aliciente en medio de tanto sufrimiento la posibilidad de dar color, sonido y textura de esperanza nuestro triste y gris presente. La cultura está en la base del arte, por cuanto es expresión de una forma de entender el mundo, y por tanto de habitarlo y hacerlo comprensible.

Humberto de la Calle aseguraba en un texto sobre la cultura de la paz, que al arte o la cultura – para él es lo mismo -tenía un papel central en la edificación de la reconciliación. Violines, oleos, tablones para los pueblos, era su propuesta. Romántico, ciertamente, pero insuficiente. Si la cultura, como la he propuesto entender, construye paz ¿qué papel jugó entonces en la violencia?: fue un campo en disputa, ciertamente, vivió el conflicto y se alineó a las orillas de los campos en pugna: de Julian Conrado a Shakira; de la métrica retórica, elegante, de un Laureano Gómez ante la apasionada, vehemente y precisa de un Jorge Eliecer Gaitán. Pese a ello, una idea de cultura ha sido impuesta, que es lo mismo que decir, una forma de entender la realidad, y hacerla comprensible ha sido difundida como la real, válida y correcta. Cierto es que dicha forma de ver el mundo, dicha cultura, se corresponde con la de la clase política que nos ha gobernado en desmedro de las alternativas que permanecen subalternas, y muchas tantas subordinadas.

Volviendo a de la Calle, nos habla de la reconciliación. Y ella, por la omisión del papel de la cultura en el conflicto, consiste en la armonía sin más ni más. La memoria no juega acá ningún papel, que es lo mismo que decir que la historia será dejada de lado por el falso furor del “posconflicto”. La metáfora de la herida, que solo hay que sanar con una curación consistente en atacar sus síntomas sin tener en cuenta su origen, muestra su insuficiencia por la pregunta por la cicatriz. Al contrario, si tenemos en cuenta el papel de la cultura que se ha situado como dominante, válida y generalizada, notamos que el problema de la reconciliación es más complejo que un borrón y cuenta nueva. Con ello no aludo solamente al necesario problema de la memoria.

¿Qué tiene que ver la violencia intrafamiliar, los abusos y agresiones en Transmilenio a las mujeres o la negación, invisibilización y persecución a la población LGBTI con el conflicto armado? ¿Con la reconciliación luego de su superación? Desde luego que algunos aseguraran que el reconocimiento al derecho a decidir sobre nuestro cuerpo, orientación sexual y la elemental exigencia de ser respetadas por parte de las mujeres, e incluso reconocidas, reivindicadas y reestablecido su papel en la construcción social, son cosas que desbordan la discusión de las negociaciones en la Habana. Eso es cierto, pero es falso suponer que por ser así, la discusión de la paz con justicia social también implica no tenerlas en cuenta.

Más allá de esto, que tiene mucho de largo y de ancho, hay un punto esencial en los procesos de reconciliación luego de escenarios de violencia: la humanización colectiva.

La misma insurgencia planteaba en Oslo la necesidad de humanizar la guerra, reconociendo la degradación del conflicto, producto de la desigual confrontación así como del desborde que el conflicto alcanza. Ello está en la base de la exigencia de un cese bilateral al fuego, y del reconocimiento del Estado en su responsabilidad en el conflicto armado, así como el reconocimiento bilateral de los excesos de la guerra, y en ellos, el reconocimiento de la degradación de un conflicto en cuya base hay una idea construida de “guerra total contra el terrorismo” – así la llamó Bush en 2001 – como medula de la cultura nacional.

Que un soldado asesine a un joven engañado por un trabajo, a cambio de vacaciones y una aumento de salario. Que un hombre se “vengué” por la negativa de una mujer a contraer un compromiso desfigurando su rostro con ácido sulfúrico. Que un padre viole a su hija de 4 años sin remordimiento alguno o que una sociedad justifique la violación por la forma de vestir. Que un hombre – y mucho de estos casos reflejan que el machismo es base y consecuencia de la degradación social- vea en una mujer solo órganos sexuales. O qué se libren combates en los cascos urbanos. O que sea asesinado alguien por un celular de “baja gama”, que un par de jóvenes se asesinen por el equipo de sus amores, o desmiembren cuerpos en Buenaventura, con lugares y “profesionales” dedicados a dichas tareas refleja una cosa: en Colombia el conflicto social llega a un grado de intensidad tal, que la deshumanización del otro, o la otra, son rasgos inherentes a nuestra cultura. En ello, la degradación del conflicto es una de sus expresiones, la más odiosa, pero no la única. El solo hecho de que alguien contemple eso, o que lo justifique, y aún más, que lo lleve a cabo pone de presente que no hay una idea del otro, u otra, como persona igual – al menos biológicamente- al agresor, el agresor deshumaniza a su contradictor y por tanto no escatima esfuerzo, ni tiene escrúpulo, en la intensidad y crueldad de su trato.

Algunos hablarán de doble moral. Cierto es que hay muertos que se lloran y muertos que se celebran en Colombia. A mi juicio, se trata de una sola mora, una moral manifiesta de la degradación social, de la cual la degradación del conflicto armado, como el conflicto armado mismo, es una manifestación.

Incluso, podemos ir más allá. Que un estado asuma a su juventud simplemente como capital humano, como recursos – utilizables, reutilizables pero siempre disponibles, maleables, vacíos – demuestra que no hay una mínima idea de humanidad en la política tradicional. La reducción del estudiante o paciente a cliente, son igualmente pruebas de como se ha abstraído la humanidad de la población en un afán eseguecido y egoísta. Así las cosas, que puede uno esperar del trato a los animales o al medio ambiente – ya la ministra de Medio Ambiente fue elocuente al respecto.

Somos indicadores o estadísticas, bajas en combate, falsos positivos, clientes, deudores, terroristas, vándalos, pecadores, maricas, mamacitas, pero nunca personas, nunca humanos. La iglesia, la escuela y universidad, medios de comunicación, estado y sociedad en general son responsables, o lo somos, de dicho grado de inhumanidad a que hemos llegado, y el reto está en lograr revertirlo. Ese es el reto real de la reconciliación.

Una asamblea nacional constituyente implica, o debe implicar, eso precisamente: el reconocimiento de unos y otros, unas y otras, como personas de carne y hueso, con expectativas, sufrimientos y anhelos comunes, base, justamente de un nuevo acuerdo político. Un acuerdo que ponga el acento en el hombre – al decir de Benedetti -. Que construya una nueva economía, para la vida, y el buen vivir. Un nuevo régimen político, en que antes que votos seamos sujetos de derechos y con voz. En el que el medio ambiente y su cuidado haga parte del derecho de la vida, y una cosa tan elemental como la libre personalidad incluya el fuero interno sobre nuestro cuerpo. Sin embargo, ello también indica que la asamblea nacional constituyente, si bien representará un avance gigante en humanizar la sociedad, será insuficiente en dicho objetivo. Debe establecer la base para lograr seguir avanzando, pues es claro que de que seamos poder depender en últimas entendernos como personas, tratarnos como tal y basar la sociedad en ese nuevo entendimiento.