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Uno de los muchos sábados en prisión
Cuando uno de los tuyos es privado de la libertad, el núcleo familiar cambia drásticamente y se vuelve realmente difícil sobrellevar la cotidianidad y prácticamente sobrevivir cuando es la madre quien está tras las rejas.
Camilo Insuasty Obando / Miércoles 23 de abril de 2014
 

No recuerdo el día exacto en que entré a una cárcel, pero sí recuerdo con precisión cómo transcurrió ese día, que sería el punto de partida que emprenderíamos junto a mi familia para alcanzar nuestra libertad, nuestra libertad, ya que solo uno de nosotros estaba tras las rejas pero todos sufriríamos las dos caras de la cárcel, el afuera y el adentro.

Ese sería el primero de muchos sábados en los que entrar a la cárcel para visitar un familiar sería más que un derecho, un verdadero logro. Y es que el ser familiar de un recluso ya te mete directamente al juego que quiere el Inpec (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario), escuadrones con uniforme azul, que solo los había visto en televisión. Desde ese día en adelante tendríamos que aprender a sortear cada condición, cada arremetida y cada humillación por parte de la guardia de la cárcel, que era mucho más que la guardia y la cárcel. En realidad la prisión era su imperio, ellos los emperadores y nosotros el enemigo.

En las interminables filas que se extendían decenas de metros desde la puerta principal de la cárcel, se encontraban personas (sin importar el inclemente sol o la lluvia) venidas de todas partes de la ciudad y algunas de otras regiones, personas de diferentes clases sociales, con diferentes formas de ver el mundo. En algunas se notaba que llevaban vidas cómodas, otros llevaban marcas y cicatrices que delataban su lucha diaria por la supervivencia. En todo caso, un ambiente de camaradería y solidaridad se percibía en la fila de ingreso, ya que las diferencias no importaban.

El único objetivo tanto del rico como del pobre era poder entrar. Pero como la corrupción en esté país esta inmersa en todas las esferas y espacios sociales, la cárcel no es ajena a ello y las personas con mayor estatus social y recursos económicos claramente tenían privilegios como ingresar gran cantidad de alimentos y utensilios (los cuales sobrepasaban el limite de lo permitido a los demás), entrar más rápido, entrar sin hacer fila y demás. Eran las desigualdades entre unos y otros y eso que era solo para entrar.

Ese día sería el primero de muchos en los que vería cómo las personas debían botar la comida que llevaban a sus familiares, cómo la guardia les impedía el ingreso a personas provenientes de Antioquia, Valle, Tolima, Huila y muchas más regiones alejadas, a quienes después de un largo viaje en carretera les decían entre otras cosas que no estaban registrados, que faltaba un sello, que no estaban en el visitor (lista en que los internos inscriben a las personas que pueden visitarlos). Era un sinfín de excusas que literalmente dejaba a las personas perplejas de la tristeza y sin poder ver a sus familiares.

Para visitar a un pariente o amigo en la cárcel primero debes registrarte en el sistema del Inpec para que te den tu número de entrada que se asigna por orden de llegada. 500, 600, 650 era el número para alguien que como yo llegaba a las afueras de la cárcel a las 9:00 o 9:30 am. Ahí era cuando uno se enteraba que muchos de los que estaban adelante habían llegado desde las cuatro de la mañana, por ejemplo. Las filas se mueven con lentitud y después de las 11 de la mañana si no alcanzabas a entrar, entonces tendrías que intentarlo el próximo sábado.

Es interesante ver cómo en Colombia, a pesar de las grandes dificultades y la drástica represión, sus habitantes están aún con la firme convicción de salir adelante. Por ello la cárcel representaba también una oportunidad de rebuscarse algo de dinero y éramos testigos de la cantidad de personas trabajando a las afueras de la cárcel, vendiendo alimentos, tomando fotografías para las reseñas del Inpec, guardando correas, chaquetas y demás artículos que no estuvieran permitidos. Por supuesto que, con el tiempo, el Inpec desalojó a estas personas de las inmediaciones de la cárcel.

Ya adentro el drama se intensificaba. El tratamiento era cada vez más hostil por parte de la guardia, el lema que estaba en la entrada “tu dignidad humana y la mía son inviolables” quedaba solo escrito en la pared. Para el Inpec eras un intruso y buscarían cualquier excusa para desestabilizarte. Es una clara tendencia a la guerra psicológica. En dos oportunidades quisieron obligarme a desnudarme sin ninguna justificación y sé de casos de mujeres quienes tuvieron que desvestirse arbitrariamente. Muchas veces nos obligaban a sacar y botar la comida o a comernos lo que estaba “prohibido”.

Ilógicamente, para el Inpec los artículos no permitidos cambiaban cada semana. En otra ocasión, me acusaron falsamente de saltarme uno de los filtros caninos, recibiendo gritos e intimidaciones. Las requisas eran intensas y quienes las realizaban al tiempo hostigaban a las personas con preguntas y maltratos. La espera era eterna y finalmente luego de unas tres o cuatro horas estabas ante la última puerta que separa la cárcel dentro de la misma cárcel. Detrás de aquella puerta están madres, hermanas, esposas, hijas, amigas, y ese es un hecho invisible para la sociedad, puesto que para la gran mayoría son solo “delincuentes”.

El ambiente siempre es muy agotador al interior de un patio carcelario. Sin necesidad de ser claustrofóbico te sientes asfixiado y muy pocas veces tienes motivos para sonreír en un lugar donde el tiempo pasa exageradamente lento.

Quieres salir de ahí. La felicidad de ver a tu ser querido es contrarrestada por el estrés vivido durante el día. Si unas pocas horas parecen interminables dentro de la cárcel, imaginarse cuatro, cinco años o incluso 30 o 40 realmente es muy difícil. Es duro ponerse en esos zapatos y aceptar esa cruda realidad. El tiempo de visita era corto y estremecedor. Intentabas pensar en las cosas positivas y te interesabas por conocer aquello que nunca habías conocido, y era el mundo carcelario. Las condiciones en las que las prisioneras vivían y viven dejan mucho que desear.

Si bien la cárcel de mujeres El Buen Pastor no presenta las condiciones extremas de las cárceles para hombres u otras cárceles, ésta también presenta hacinamiento. Las celdas en que dos o más prisioneras deben dormir y vivir son de un espacio exageradamente reducido. El servicio de salud es pésimo, por no decir que nulo. Así mismo como los espacios de bibliotecas, recreación, aseo y demás son bastante precarios. Pero ahí estábamos compartiendo el drama, tanto de quienes estábamos afuera como los que estuvieron, están y estarán adentro.

Las visitas terminaban demasiado pronto. Querías estar un poco más, una hora o dos pero el Inpec con bastante rapidez desocupaba el patio y eran esos, los últimos instantes, con más afán que emotividad, los que marcaban el cierre de la jornada. Al cerrarse la puerta estabas listo para salir. Había filas, al igual que cuando entrabas, pero ya la guardia no era tan rígida a esa hora del día, aunque sí demorada. Ya no hay registro de lo que queda atrás, solo hay una puerta y tras ella hay muchas vidas truncadas, luchando, tratando de sobrellevar el olvido y el encierro, tratando sólo tratando, de llevar una “vida normal”.

Estabas de nuevo afuera de la cárcel, respiras entonces un momento antes de emprender el camino. El mundo sigue igual, los carros circulan, las familias pasean, nada se detiene. Todo parece estar en la relativa normalidad de siempre. Para el afuera no existe la cárcel, pasas y la miras desde lejos, es como si se dejara morir a su suerte a cientos de personas. Ciertamente lo es.

Pero desde ese día yo vería con otros ojos la cárcel. Ese sería el primero de muchos sábados en los que estaría allí, ya que las crueldades, la injusticia y la persecución que tan frecuentes son en Colombia había tocado nuestra puerta arrebatándonos a nuestra madre Liliany Obando, en una tarde de agosto del 2008. Su compromiso por alcanzar mejores y más equitativas condiciones de vida para muchos colombianos le había costado el señalamiento del Estado, la indiferencia de muchos a quienes consideraba “cercanos” o “amigos”, y posteriormente el encierro.

Como familia, y como muchas familias más, vivimos a la par el encarcelamiento de nuestros familiares. El drama se vive con igual intensidad tanto por los que estamos afuera como los que están adentro. Cuando uno de los tuyos es privado de la libertad, el núcleo familiar cambia drásticamente y en un país donde el gran número de hogares está compuesto por madres cabeza de hogar, se vuelve realmente difícil sobrellevar la cotidianidad y prácticamente sobrevivir cuando es la madre quien está tras las rejas.

Fue así como pasaron los años empapándonos cada vez más de las difíciles realidades que crea un Estado leviatán, indolente y represivo. Pero las condiciones adversas también trajeron consigo aspectos positivos como la solidaridad dentro de la misma familia, la toma de conciencia, la lucha por los derechos, el ser reflexivos ante las dificultades de miles de colombianos quienes están privados de la libertad y sus familias.

Si lo que se buscaba con el encarcelamiento era generar miedo en las familias colombianas, esto ha tenido un efecto contrario, las ha armado de valor y firmeza y cada fin de semana, a las afueras de todas las cárceles del país estarán ahí con dignidad y templanza envidiables.