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Los 70 años de Alfredo Molano
Hace dos semanas cumplió 70 años de vida el sociólogo, escritor y columnista de este diario Alfredo Molano Bravo. Sus amigos, lectores y destacadas personalidades del mundo intelectual y político se reunieron para hacerle un homenaje. Durante el mismo, el sociólogo Armando Borrero, amigo y compañero de estudio de Molano, pronunció estas palabras
Armando Borrero / Domingo 8 de junio de 2014
 

Mi primer recuerdo de Alfredo data de hace 51 años. Un día de comienzos de febrero de 1963, en nuestro segundo día de clases en la entonces facultad de Sociología de la Universidad Nacional, compartimos los dos puchos que restaban de la entonces infaltable cajetilla de Pielroja. En ese recuerdo fundo la primera cualidad de Alfredo por la que brindo: como un Proteo de la vereda de Los Patios, Alfredo es capaz de reinventarse cada vez que la vida lo pone en un brete. En ese primer recuerdo era una especie de dandy chapineruno, habitante de la Piñata en la plaza de Lourdes, muchachito caspa, expulsado de todos los colegios hasta templar en uno de esos diseñados para los niños malos de las familias buenas. Muy poco tiempo después había mutado: encontró el amor de su vida en los zapatos tennis, premonición muy acertada de su destino de caminante. Desde entonces riñó con la corbata y los sacos cruzados, y adoptó su variopinta colección de sombreros y cachuchas, de cinturones para las épocas flacas y de calzonarias varias para cuando lo traiciona la panza.

Puedo jurar que Alfredo quiso ser sociólogo rural de las escuelas más formales: soñó con replicar en Tabio el estudio pionero de T. Lynn Smith, el maestro de Fals Borda, pero pronto reeditó su cualidad de perpetuo mutante: el turbión de la Segunda Declaración de La Habana se lo llevó. Revolucionario discreto, eso sí (y tranquilo Alfredo, que ya todo prescribió) logró salir con inteligencia de las celadas que le tendió la otra inteligencia (uds. me entienden)

Alfredo probó ser funcionario público y probó la academia. Intentó llegar a la cúspide de los estudios formales y de los diplomas, pero la academia le echó encima sus anticuerpos para la heterodoxia. Alfredo, de nuevo, se reinventó y en la mejor decisión de su vida profesional, se dedicó a mirar el mundo con los ojos de su curiosidad insaciable. Un geniecillo de los bosques, de esos que invoca su hermana María Elvira en las noches de luna llena, le sopló en el oído la consigna: ¡Eche pata, hermano! Y desde entonces camina sin pausa, marcando en todos los andurriales de la Colombia que él ama, las suelas de los Croydon, antes, ahora de sus Adidas. Por los caminos y los ríos del Unilla, por el Duda y el Orteguaza sin decir jamás que se “Caguán del susto”, por los páramos helados del Sumapaz y siguiendo el corte por llanos y selvas en la Orinoquia y en la Amazonia. Lo vieron en las rancherías de los wayúu y en los pantanos de la costa pacífica con los condenados por el oro a vivir de la batea. También llegan noticias del Catatumbo y dicen que lo vieron en el sur, el sur de “las grandes lunas llenas de silencio y de espanto” en el decir del poeta.
¡Brindo por ese caminante que nos ha pintado el cuadro de una Colombia siempre negada y escondida! ¡Brindo por el compromiso insobornable y por la pasión con la que se entrega al rescate de la presencia de los que han vivido sin ser nombrados ni reconocidos.

Un buen día, Carlos Castaño le explicó que si bien todos vamos a morir, las circunstancias pueden ser muy diferentes. No fue esa carta un gran aporte para el conocimiento de lo humano, pero si lo fue para otra reinvención de Molano: surgió el del exilio. Si bien el pan ajeno, por más cariños que lleve, siempre es duro, el exilio es fértil para despertar sensibilidades. De éstas se reforzó el Alfredo que mira otros temas y otros oprimidos y olvidados, como el de los protagonistas de ese drama gigantesco del mundo moderno, el drama de los emigrantes que reivindican su puesto bajo el sol, o los dramas de las cárceles y de los escondrijos de la indigencia y el desamparo.

De otras transformaciones y reinvenciones de Alfredo no voy hablar, porque su vida íntima no es privada. Es pública, sus cercanos la conocen y él está hoy aquí rodeado del amor de todos sus reinventados y reinventadas. Lo guardan los miembros de su cerrado clan de La Calera. Su pequeña tribu omnipresente. En representación de todo el clan brindo por los más cercanos: Por Gladys y por Marta y sus hijos Juan y Adriana, Marcelo y Alfredo, por los nietos, por María Elvira, Genita y todos sus sobrinos. Y brindo por el recuerdo de que los que se fueron: Alfonso el padre y Alfonso el hermano. La inolvidable Elvira cuya evocación siempre produce una sonrisa. Bernardo y Juan Manuel. Y todos los amigos que pidieron tiquete para los vuelos de la madrugada.

En lo que a mi toca, brindo por una amistad de las buenas. Una de esas amistades que no necesitan de presencias y encuentros permanentes, ni de halagos ni de comunidad forzada de pensamientos y posiciones. Pueden pasar años sin saber uno mucho del otro, pero se sabe que la amistad está ahí. Es una amistad que parece un Certificado de Afectos a Término Indefinido y con réditos seguros por cobrar cuando uno quiera. Felices setenta y muchos más, Alfredo.

Finalmente, brindemos por lo que nos concierne a todos. Por la paz de Colombia. La paz para los colonos de Alfredo y para los que como él y yo, aspiramos a que por lo menos, ya metidos en la setentena, veamos por primera vez una nación sin guerras.