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Las otras voces de la historia: mi encuentro con Raúl Reyes
Miguel Ángel Beltrán Villegas / Martes 24 de marzo de 2015
 
Foto: via photopin (license)

A siete años del asesinato del jefe guerrillero Raúl Reyes -en una acción militar ilegal realizada por el gobierno colombiano en el vecino país de Ecuador, violando la constitución nacional y diferentes tratados internacionales- el profesor universitario Miguel Ángel Beltrán relata su encuentro con el extinto líder de las FARC en los tiempos del proceso de paz en el Caguán y plantea la necesidad de que se descriminalice a quienes hacen lecturas críticas del conflicto que desafían las interpretaciones oficiales del mismo.

En este sentido saluda el reciente Informe de la Comisión Histórica del Conflicto como un paso importante en el reconocimiento de la pluralidad de perspectivas frente al mismo, rompiendo el monopolio que hasta el momento han tenido el Estado y sus intelectuales orgánicos en la explicación de los orígenes, persistencia y responsabilidades en el actual conflicto social y armado. Hay que señalar que el pasado 18 de diciembre el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, en su sala de decisión penal, revocó parcialmente la sentencia del juzgado cuarto penal del circuito especializado de Bogotá, el 27 de julio de 2011 que lo absolvió de todos los cargos.

Ahora ha sido condenado a la pena de cien meses de prisión y una multa de 90 millones de pesos (45 mil dólares) por el delito de rebelión. Cabe advertir que fue este mismo tribunal el que, durante el juicio penal del profesor Beltrán, avaló las pruebas del supuesto computador de Raúl Reyes, considerándolas lícitas y legales, en contravía de los pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia.

En su sesgada decisión el magistrado ponente, Jorge Enrique Vallejo, señala que “todo aquel que despliegue labores de reclutamiento, adoctrinamiento, capacitación, financiamiento, ideología, planeación, milicia urbana o rural, comunicaciones, publicidad, infiltración, asistencia médica, logística u otras que impliquen el sostenimiento irrestricto de la causa guerrillera, tendrá la condición de rebelde”, así “no esgriman los artefactos bélicos” para “derrocar al gobierno nacional o suprimir o modificar el régimen constitucional vigente”.

“Es necesario escuchar e interactuar con estas ‘voces bajas’ porque tienen muchas historias que contarnos –historias que por su complejidad tienen poco que ver con el discurso estatista- y que son por completo opuestas a sus modos abstractos y simplificadores” Ranajit Guha

Nos recordaba el premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa, en el epílogo de una de sus últimas novelas: El Sueño del Celta, donde narra la trayectoria vital del diplomático y aventurero Roger Casement -comprometido con la causa del nacionalismo irlandés y quien a principios del siglo pasado denunciara las atrocidades del colonialismo europeo en el Congo Belga y la Amazonia Sudamericana- aquellas palabras del escritor uruguayo José Enrique Rodó: “Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes”.

La cita rondaba en mi mente a propósito de las declaraciones y comentarios periodísticos que siguieron a la muerte del máximo líder de las FARC, “Alfonso Cano”, en un operativo militar que, al igual que otros tantos realizados por las fuerzas militares colombianas, ha despertado serias controversias sobre su legitimidad y el respeto a las normas internacionales que regulan la guerra.

Como en los casos anteriores de la muerte de Luis Edgar Devia (“Raúl Reyes”) y Jorge Briceño (“el Mono Jojoy”), estas complejidades se difuminaron y el estigma de “terrorista” pareció prevalecer sobre cualquier otra consideración. Con un ingrediente nuevo: algunos se permitieron hablar de sus relaciones de amistad con el estudiante de antropología, asiduo lector y en ese momento militante de la Juventud Comunista (JUCO), Guillermo León Sáenz [1].

Tal vez su formación universitaria y su procedencia de una clase media urbana le confería ante ciertos sectores sociales una relevancia que jamás se les reconoció a los otros dos jefes guerrilleros. Reacción comprensible dentro de los estereotipos de una guerrilla que algunos siguen imaginando fundamentalmente rural y en el contexto de un país donde la precaria cobertura de la educación superior sigue haciendo de ésta un canal de reconocimiento social.

En principio este manejo mediático no debería sorprendernos. Los poderes estatuidos recurren a la legitimación de la propaganda a través de una suerte de “comunicación discursiva”, que aspira a erigirse en una verdad única, válida para todos los grupos sociales, donde prima lo que el lingüista Teun Van Dijk denomina una “autorrepresentación positiva por parte del grupo dominante y de heterorrepresentación negativa de los grupos dominados”. Este control del texto y el contexto, -para utilizar dos conceptos centrales en este autor- parece haber permeado en Colombia muchos campos, incluyendo entre otros el académico, espacio por excelencia del ejercicio crítico.

Tras la ruptura definitiva de los diálogos del Caguán, el 20 de febrero de 2002, y el triunfo electoral del presidente Álvaro Uribe Vélez pocos meses después, el uso público de determinadas palabras quedó prohibido, sospechoso de ser un lenguaje subversivo, retrotrayéndonos a los oscuros días del Estatuto de Seguridad de Turbay. Y para no dejar campo a la imaginación, el Alto Comisionado para la paz de ese entonces Luis Carlos Restrepo, en una circular dirigida a las representaciones diplomáticas en el exterior, prohibió el uso de términos como “conflicto armado”, “actores armados”, “comunidades de paz”, ya que aceptarlos era a su juicio legitimar “los grupos armados ilegales” [2].

Como si se tratase de uno de los innumerables pasquines recreados al mejor estilo de Augusto Roa Bastos, “Yo el Supremo” pretendía crear una nueva realidad de un solo plumazo: “Colombia: una democracia pluralista y garantista, amenazada por el terrorismo”. Claro, para entonces el primer mandatario de los Estados Unidos, George Bush, ya habían hecho lo propio, advirtiendo a las naciones del mundo: “o están con nosotros o están con los terroristas”.

Frente a estos preocupantes hechos, algunos académicos optaron por tomar el camino más corto, esto es hablar y escribir de asuntos que no incomodaran a los poderes instituidos (mejor referirse al posconflicto que al conflicto) y que no pusieran en tela de juicio las verdades oficiales (reconocer las bondades de la democracia colombiana y la inminencia del “fin del fin”); otros prefirieron marginarse del debate público, aceptando la autocensura como un costo menor y necesario para ser reconocidos como “expertos en un campo de conocimiento”.

A estos colegas vendría muy bien recordar las palabras de Edward Said cuando anota que “El intelectual nunca lo es más que cuando está rodeado, lisonjeado, presionado, intimidado por la sociedad para ser una cosa o la otra” [3]. Por supuesto no faltaron voces aisladas que, a contracorriente de esta tendencia y asumiendo los costos de formular una postura que se aparta del discurso oficial, han colocado (y siguen colocando) sobre la arena pública debates que hacen parte de los índices de temas prohibidos y expurgados por el Santo Oficio de la Inquisición.

Uno de ellos precisamente es el de la interlocución académica con la insurgencia armada.

En su carta de respuesta a la misiva pública enviada al jefe guerrillero “Alfonso Cano” por el reconocido historiador Medófilo Medina, el hoy comandante del Estado Mayor Central de las FARC Timoleón Jiménez reclamaba justificadamente que “lo menos que podría esperarse de quienes escriben libros o dictan conferencias sobre nuestra lucha” es que “vengan a entrevistarnos”, y trataba de interpretar esta omisión como “cosas de la ciencia social posmodernista”.

Sin perjuicio, de que hay quienes todavía piensan que el conocimiento proviene única y exclusivamente de los expertos y que los agentes sociales poco o nada aportan a ese conocimiento (y en todo caso sería una anacrónica concepción positivista de la ciencia), está el hecho incontrovertible de las dificultades que tenemos los investigadores sociales para desarrollar nuestras investigaciones en un país como Colombia [4].

Justamente una de las caras positivas del proceso de paz que se desarrolló en El Caguán fue la posibilidad que tuvieron numerosos sectores de la sociedad civil de exponer a través de las llamadas “audiencias públicas” y las “mesas temáticas” sus ideas y propuestas frente a la paz, en una dinámica que con muchas limitaciones se trató de proyectar en doble vía.

Así, por ejemplo, a la mesa temática sobre sustitución de cultivos asistieron diplomáticos de 27 países del mundo y, en diferentes momentos, hicieron presencia en la zona desmilitarizada varios ejecutivos de las multinacionales, el presidente y vicepresidente de la Bolsa de Valores de Nueva York y hasta una delegación del Congreso de los Estados Unidos. Esto sin contar con la gira internacional de un mes por varios países de Europa, encabezada por el mismo “Raúl Reyes”, en compañía de representantes del Gobierno, el Congreso y el sector privado.

Fue precisamente en el ambiente generado por este proceso que, tras vencer muchas dudas y vacilaciones, tomé la decisión de viajar al Caguán a comienzos del 2001, con el propósito de hacer un balance de lo que había sido hasta ese momento la zona de despeje, y contrastar directamente sobre el terreno el cúmulo de afirmaciones que, desde diferentes sectores de la opinión pública, planteaban que se trataba bien de un paso importante en el proceso de solución política al conflicto armado y social colombiano, bien una claudicación del Estado ante una guerrilla que parecía haber perdido su horizonte político.

En esa perspectiva me resultaba de particular interés entrevistarme con el jefe guerrillero “Raúl Reyes”, quien fungía como el más claro representante de las FARC en las mesas de diálogo y negociación con el gobierno.

No pude escoger peor momento para adelantar mi trabajo de campo: desde hacía tres meses los diálogos entre los voceros del gobierno y la guerrilla se hallaban suspendidos, y en el plano internacional los ataques del 11 de septiembre de 2011 a las Torres Gemelas de Nueva York y al edificio del Pentágono habían estimulado un discurso belicista que desestimaba cualquier otra salida que no fuera la de la guerra.

De hecho el “Plan Colombia” estaba siendo rediseñado para adaptarse a las nuevas circunstancias de la “lucha antiterrorista”, como quedaría posteriormente demostrado con la política de la llamada “seguridad democrática” del presidente Uribe. Pese a ello, los recurrentes encuentros entre el comisionado de paz y los voceros de las FARC, así como la intermediación de organismos internacionales, hacían pensar que podrían superarse estos escollos y avanzar hacia la concreción de unos acuerdos que abrieran verdaderos caminos de paz.

En medio de estos avatares, y tras cruzar varios retenes primero del ejército y luego de la guerrilla, incluyendo en el primer caso fotografías y filmaciones ilegales, arribé hasta la cabecera municipal de San Vicente del Caguán. No requerí de muchas indicaciones para llegar hasta una casa que todos identificaban como una suerte de “sede” de las FARC, donde se decía recibían a los miembros de la sociedad civil interesados en llevar propuestas o participar en las audiencias públicas. Todo parecía indicar que sería más fácil de lo que imaginaba. Sin embargo, al arribar a la casa, ésta estaba vacía y sus puertas y ventanas cerradas.

Estuve indagando con los pobladores vecinos pero nadie me dio una explicación satisfactoria sobre la ausencia allí de los guerrilleros. Decidí entonces rentar una habitación en un modesto hotel del centro y en varias oportunidades estuve rondando en los alrededores de la casa buscando alguna información, hasta que finalmente me interceptaron varios hombres armados, vestidos de camuflado, que se desplazaban en una camioneta y que se identificaron como guerrilleros de las FARC. El que parecía ser el jefe me llamó y me interrogó con cierta arrogancia y desconfianza. Su actitud no difería sustancialmente de los efectivos de las fuerzas militares con que había tenido contacto hasta ese momento.

Me presenté como profesor universitario, le comuniqué el propósito de mi viaje y le hice saber mi intención de hablar con Raúl Reyes. Su ceño adusto fue dando paso a un trato más cordial. De entrada no hizo explícita su negativa, pero todos sus gestos, movimientos y palabras me dieron a entender que era algo impensable. Me dijo que estuviera pendiente, que él haría algunas consultas, y me confirmaría si era posible la entrevista. En esa permanente espera estuve dos o tres días, y cuando ya había desechado definitivamente la posibilidad de un encuentro, una circunstancia vino a obrar en mi favor.

Una mañana, cuando me encontraba en las afueras de la sede dialogando con uno de los guerrilleros perteneciente al grupo inicial con el que tuve contacto, llegaron al lugar “Simón Trinidad” y “Marco León Calarcá”. Con éste último había tenido oportunidad de conversar e intercambiar ideas sobre la realidad política nacional, cuando cursaba mi doctorado en la UNAM y aquel fungía como vocero oficial de las FARC con la anuencia del gobierno mexicano.

Marco León lucía un camuflado verde y portaba un arma de largo alcance; sudaba copiosamente, y el contraste de su fisonomía física y su uniforme era evidente; para ser más precisos su apariencia de guerrillero reñía con los estereotipos que nos había acostumbrado una cierta iconografía oficial nacida de los revolucionarios cubanos del 26 de Julio. Hasta entonces lo había tratado en el DF como un ciudadano más, y sólo en ese momento tomé verdadera conciencia de su condición de rebelde levantado en armas.

Me saludó amablemente y eso me dio la oportunidad para comunicarle el propósito de mi viaje y mi interés de conversar con Raúl Reyes. Hizo un gesto de escepticismo, pero se comunicó a través de un radio que llevaba consigo. Me dijo que diera una vuelta por la plaza central (¿otra? –pensé yo-) y que nos volviéramos a ver en unos cuarenta minutos. Su gestión dio resultado –aunque sospecho que el tema ya había sido planteado por los primeros guerrilleros que me abordaron- y una hora más tarde nos desplazábamos a alta velocidad por una carretera pavimentada que poco a poco se fue convirtiendo en una escarpada trocha.

Para entonces ya habíamos cruzado el poblado de La Machaca, municipio de San Vicente del Caguán en el cual se llevaban a cabo las reuniones de los voceros del Gobierno y la guerrilla. Media hora después la camioneta se detuvo; mis acompañantes bajaron conmigo, y tras impartir algunas instrucciones a dos hombres armados que se encontraban allí en actitud de guardia, retomaron su camino. Nos despedimos, mientras yo me apeé allí.

Pocos minutos después de estar en el campamento, para sorpresa mía apareció en persona el mismo “Raúl Reyes”. Se acercó, y me tendió la mano. Vestía un pantalón de camuflado, una camiseta de algodón verde, y una pistola al cinto. Me dijo sonriente, pero con un dejo de ironía: “Es muy bueno que los académicos nos visiten y vean con sus propios ojos lo que realmente está pasando en este país”. Asentí con mi cabeza de una manera casi mecánica, pues aún no terminaba de reaccionar al encuentro.

- ¿Qué tal el viaje? -me preguntó.

Aproveché la oportunidad para referirle las múltiples dificultades de mi travesía, como una manera también de comunicarle que no era tan sencillo llegar hasta allí. Se quedó pensativo un momento y me dijo: “Nosotros somos los únicos que podemos garantizarnos nuestra seguridad” y enseguida me señaló un grupo de hombres que trabajaban con picos y palas, cavando una serie de huecos que asumí eran trincheras, y efectivamente así me lo corroboró:

“Son para nuestra protección. Aquí permanentemente sobrevuelan la zona aeronaves de las fuerzas militares con el pretexto de buscar pistas clandestinas, que siempre han existido y que ellos mismos, desde hace mucho tiempo, vienen utilizando para su negocio del narcotráfico; también todos los días detectamos miembros de la inteligencia vestidos de campesinos, o que se hacen pasar por empresarios, vendedores, misioneros y hasta locos pero que traen planes precisos para asesinarnos”.

Continuamos nuestra conversación mientras terminábamos una taza de limonada que nos ofreció un guerrillero. Durante esos minutos “Reyes” aprovechó para darme algunos detalles de la organización del campamento: el lugar de los chontos (baños); la “rancha” (cocina) acompañada de un horno de barro y un inmenso tanque de agua; el salón cultural con su televisor y DVD y los respectivos “cambuches”. Se veía mucha actividad en el campamento. Unos llevaban y traían leña, otros trabajaban con sus picas y, más al fondo, un pequeño grupo de guerrilleros se hallaba reunido, en un amplio salón como si estuvieran adelantando una tarea colectiva de estudio. Después supe que preparaban un tema que irían a desarrollar durante “la hora cultural”.

“Esté pendiente que en la tarde podemos conversar”, me dijo Reyes, antes de retirarse y dejarme con una joven guerrillera a quien le había hecho una breve presentación mía. A partir de ese momento ella se convirtió en algo así como mi guía dentro del campamento. Luego de acomodar mi equipaje tuve oportunidad de recorrer el lugar e incluso hablar con algunos de los guerrilleros y guerrilleras.

Contrario a lo que esperaba encontré una gran disposición para entablar conversación; se notaba que durante estos tres años de diálogos y negociación, habían ganado en confianza. Sin duda su mayor contacto con la población civil, con los medios de comunicación, y con gentes y personajes procedentes de diferentes regiones del país e incluso del mundo, les había forzado a una mayor apertura de sus horizontes mentales. La imagen del guerrillero tímido y, en ocasiones, hosco parecía pertenecer al pasado.

A la hora del almuerzo los guerrilleros y guerrilleras con sus respectivas vajillas hacían una fila para recibir su porción de alimento y luego se ubicaban en una especie de comedor, aunque muchos preferían comer de pie. Me disponía a preguntar dónde conseguir un plato y cubiertos, cuando vi aparecer a mi guía con unas deliciosas lentejas acompañadas de arroz, yuca, papa, una porción de carne de res y un vaso de refresco royal. Una hora y media después de la comida, iniciaba mi entrevista con el jefe guerrillero.

Llegué hasta su “oficina” que se reducía a una mesita hecha de tabla con un par de bancos de madera y en uno de cuyos costados tenía apoyado un fusil; sobre la superficie de la mesa pude observar una libreta de notas y un libro. Su título no me era desconocido: Colombia: una nación a pesar de sí misma del historiador inglés David Bushnell, una síntesis de la historia colombiana desde la época precolombina hasta la época actual, criticable desde muchos ángulos, pero valorable como importante esfuerzo de síntesis. Me reconfortó conocer su interés por la historia nacional.

Apenas nos sentamos, y antes de que me diera tiempo de reiterarle el objetivo de mi entrevista, me lanzó una pregunta seca: “Bueno, y que piensan los universitarios (¿académicos?) sobre las FARC?”. Le expresé que no había una opinión unificada frente al tema y que existía un amplio espectro de perspectivas, desde aquellos que veían esta organización como un actor armado del conflicto, hasta aquellos que señalaban que las FARC era una guerrilla degradada que había perdido su horizonte político.

Le manifesté, sin embargo, que pese a esa diferencia de percepciones, existía un conjunto de problemáticas compartidas que desde la investigación social nos interesaban: sus propuestas políticas y sociales, el tema de los secuestros, sus vínculos con el tráfico de la coca, sus relaciones con la población civil, la búsqueda de salidas al conflicto armado y social, entre otros. Mi interlocutor me escuchó atentamente y tomó nota en una libreta de notas. Muy de vez en cuando me interrumpía para hacer alguna acotación, una pregunta, una aclaración, o solicitarme una ampliación, pero en general su actitud de oyente fue bastante respetuosa.

Una vez concluida mi intervención, tomó la palabra y se refirió uno por uno a los puntos que yo había acotado. Debo reconocer que hasta ese momento la imagen que desplegaba en mi mente del jefe guerrillero era la del comandante militar, un poco atemperada, es cierto, por sus intervenciones y declaraciones en los medios de comunicación durante esos tres años de diálogos y negociación.

Aun así, desde el proceso adelantado por la Coordinadora Nacional Guerrillera “Simón Bolívar” (CNGSB) en Caracas, había compartido –al igual que muchos analistas sociales- esa dicotomía que veía en “Alfonso Cano” un hombre de la política y en “Raúl Reyes” un hombre de la guerra. Nada más lejano de la realidad: la impresión que tuve en ese momento –y la que quedaría en mi memoria- es que este último era un revolucionario convencido, con un sólido conocimiento de las realidades del país que revelaba un significativo compromiso con la paz de Colombia.

En algún momento de nuestra conversación me expresó que, antes de ingresar a las FARC, había militado en las filas del Partido Comunista, y que como militante de esta organización desarrolló una intensa actividad sindical en la compañía multinacional Nestlé, desempeñándose también como concejal en el municipio de Doncello, municipio del cual tuvo que partir debido a la represión estatal y el acoso del ejército, viéndose finalmente abocado a tomar el difícil camino de las armas para resguardar su vida y llevar adelante sus ideales de cambio y justicia social.

En aquella calurosa tarde y en medio del verde y frondoso follaje que enmarcaba su improvisada oficina, escuché las voces de otro país que me hablaba desde sus historias de persecución y exterminio; de sus hombres y mujeres privados de la libertad en las cárceles colombianas, cuyos padres, hermanos, cónyuges e hijos también reclamaban, y que estaban dispuestos a intercambiar por soldados, políticos y empresarios que tenían en su poder; así mismo, descubrí en aquellos territorios las demandas de paz y de justicia de miles de campesinos que asumían su identidad con las luchas de marquetalianos y marquetalianas en pos de una reforma agraria democrática, y que anhelaban oportunidades de trabajo y educación para que la guerra no consumiera a sus hijos e hijas; en fin, palpé el horror hacia la guerra y los anhelos de una solución política y dialogada al conflicto armado.

“Pero esto último no se va a lograr de la noche a la mañana –me aclaraba el jefe guerrillero- porque lo que está en juego es la solución de los problemas estructurales que han originado el conflicto. Y lo que nosotros vemos es que el gobierno no se compromete: no hay medidas claras contra el paramilitarismo, El Plan Colombia y la intervención gringa siguen su curso y el modelo económico neoliberal se continúa profundizando generando privatizaciones, despidos masivos, alzas en el costo de vida, en una palabra: más miseria para el pueblo colombiano”, para concluir afirmando:

“Por eso es que tampoco las FARC ha cesado sus acciones militares. Eso requiere un compromiso de las dos partes”. Con estas palabras pronunciadas en un tono enfático culminó nuestra entrevista esa tarde, con la promesa de que al día siguiente abordaríamos aspectos específicos del proceso del Caguán.

Desafortunadamente por esos días el proceso de paz estaba en vilo, y pareció entrar en su fase terminal luego de que los voceros de las dos partes se levantaran una vez más de la mesa sin llegar a ningún resultado previo. El 9 de enero del 2002, el presidente Pastrana anunció un plazo perentorio para que las FARC desalojaran la zona de despeje.

El jefe guerrillero me llamó muy preocupado y me informó que en menos de 48 horas el sitio sería retomado por el ejército, por lo que ellos debían tomar posiciones estratégicas y que en esas condiciones era imposible garantizar mi seguridad. Tuve que salir con precipitud de la zona. Nuevamente, el fantasma de la guerra se cernía sobre el país y aunque el proceso logró sobrevivir unas semanas más –tiempo justo para que el Estado terminara de afinar su máquina belicista- para entonces era un hecho que estaba herido mortalmente.

Trece años después, aunque los escenarios y los protagonistas parecen haber cambiado, el conflicto armado colombiano sigue su curso con su estela de destrucción y muerte. Sin embargo, en los diálogos de La Habana (Cuba) se ha abierto una nueva luz de esperanza que promete la firma de un “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” entre los delegados del gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, y que los colombianos y colombianas esperamos incorpore a otras organizaciones guerrilleras activas.

Pese a lo anterior, la narrativa oficial sólo posibilita hablar de “Raúl Reyes” como “bandolero”, o “terrorista” y enunciar a las FARC como una “organización narcoterrorista”; cualquier análisis en sentido contrario es estigmatizado –incluso por las mismas comunidades académicas- de connivente con la guerrilla [5]; por lo que el investigador que se aventura indagar por otros terrenos tiene que cargar con las consecuencias que estos planteamientos derivan para su integridad personal y hasta su estabilidad laboral.

Es por ello que, casi tres lustros después, todavía el país desconoce las complejas dimensiones del proceso que se vivió en El Caguán y buena parte de los análisis existentes se han limitado a repetir las tesis planteadas por el entonces presidente Andrés Pastrana en su discurso del 20 de febrero de 2002 que puso fin a la zona del despeje.

De allí, la importancia que tiene para la sociedad colombiana y la comunidad internacional en su conjunto el reciente informe presentado en La Habana por la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, donde académicos –de las más variadas perspectivas- han puesto en tela de juicio las versiones oficiales acerca del conflicto colombiano, lo cual ha obligado al Estado colombiano a reconocer que existen otras aproximaciones académicas al mismo las cuales han sido silenciadas durante décadas. El hecho que esta comisión haya sido designada de manera conjunta por las partes, y no como una decisión institucional –como lo reconocen algunos editorialistas- sin duda tiene que ver con los aportes de este Informe (El Tiempo, febrero 15 de 2015).

En mi condición de investigador social y estudioso del fenómeno de la guerra, destituido arbitrariamente de la Universidad Nacional de Colombia y condenado a 100 meses de cárcel por el delito de pensar críticamente, me resisto a hacer esas valoraciones simplistas a las que nos quiere someter el pensamiento único.

Al igual que el protagonista de la obra de Vargas Llosa, me inclinó por ver en estos guerrilleros a hombres y mujeres de carne y hueso plagados y plagadas de contrastes, debilidades y grandezas, en la perspectiva que nos señalara Marx en aquel célebre (pero hoy olvidado) pasaje del 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852): “Los hombres hacen su propia historia, pero no en las condiciones que ellos escogen: lo hacen bajo las circunstancias directamente encontradas, dadas y transmitidas desde el pasado”.

No puedo dejar de concluir estas notas sin recordar a José Mujica, el presidente saliente del Uruguay quien precisamente hoy 1 de marzo del 2015 hace entrega de su mandato. Aunque tengo mis reparos frente a la historia contrafactual confieso que me asalta la pregunta: ¿qué hubiese sucedido si el comandante Tupamaro “Facundo” (José Mújica) hubiese muerto en aquel enfrentamiento con la policía que le dejó seis impactos de bala en su cuerpo? Seguramente no sería recordado como el ex presidente más popular y carismático de América Latina en los últimos años sino como “un terrorista dado de baja en un enfrentamiento con la fuerza pública”.

[1Cfr. Enrique Santos Calderón. “El ‘Cano’ que yo conocí” en El Tiempo, diciembre 18 de 2011; Horacio Serpa Uribe. “El Cano que yo conocí”. En Vanguardia.com, noviembre 8 de 2011; Tomás Betín. “Alfonso Cano era un bogotano pequeño burgués” en El Heraldo, noviembre 7 de 2011.

[3Edward Said. Representaciones del Intelectual. Barcelona: Paidós, 1996, p. 84

[4El crimen contra investigadores sociales como Alfredo Correa de Andreis, Darío Betancur, y las recurrentes amenazas al sociólogo y periodista Alfredo Molano constituyen una prueba de ello. Mi reciente destitución del cargo de profesor asociado de la Universidad Nacional y mi inhabilidad para ejercer cargos públicos durante 13 años, decidida de manera arbitraria por el actual procurador general de la nación Alejandro Ordóñez y avalada de espaldas a la comunidad universitaria por el rector de la Universidad Nacional Ignacio Mantilla revelan, de igual modo, esta persecución contra la investigación crítica.

[5Valga anotar que esta misma acusación fue esgrimida hace más de medio siglo contra prestigiosos investigadores como Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna cuando dieron a la publicidad su estudio pionero sobre la violencia en Colombia el cual abrió novedosos caminos para la comprensión sociológica de este fenómeno Cfr. Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna. La Violencia en Colombia. 2 tomos. Bogotá: Punto de Lectura, 2014.