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Lucha de clases y crisis de dominación en Colombia
José Honorio Martínez / Miércoles 15 de abril de 2015
 

“Para que coincidan la revolución de un pueblo y la emancipación de una clase especial de la sociedad burguesa, para que una clase valga por toda la sociedad es necesario, por el contrario, que todos los defectos de la sociedad se condensen en una clase, que una determinada clase resuma en sí la repulsa general, que sea la incorporación del obstáculo general; es necesario, para ello, que una determinada esfera social sea considerada como el crimen notorio de toda la sociedad, de tal modo que la liberación de esta esfera aparezca como la autoliberación general”. Karl Marx

Colombia atraviesa por una crisis de la dominación de clase [1] la cual no puede ser más que el resultado de la crisis del capitalismo y más específicamente del capitalismo dependiente [2].

Durante los últimos siete años, después de la crisis financiera [3] de 2008, el gobierno colombiano se dedicó a sostener, con usual jerga militarista, que el país se encontraba blindado ante la crisis, que debido a la obediencia con la que se conducía el modelo neoliberal el país era inmune ante la crisis. Hoy cuando la caída del precio del petróleo agiganta el déficit fiscal en varios billones de pesos tal afirmación demuestra toda su falsedad.

En aquel entonces, mientras Estados Unidos y Europa sufrían con todo rigor los efectos de la crisis, China proseguía con su colosal marcha desarrollista lo que deparó para los países primario-exportadores un sostenido incremento de sus ingresos gracias al repunte de los precios de los commodities. Los grandes superávits generados por el dinamismo de la producción china han frenado la gravedad de la crisis capitalista, siendo claves en el financiamiento de los déficits norteamericanos mediante la adquisición de bonos de deuda, e igualmente, han sido decisivos para apalancar con créditos las economías de los países latinoamericanos de la órbita progresista. A pesar que las relaciones comerciales de Colombia no son muy estrechas con China, el país se vio igualmente favorecido del auge de los commodities jalonado por la industrialización china [4].

Manteniéndose a la zaga de la geopolítica norteamericana la oligarquía colombiana dilapidó gran parte de los enormes recursos provenientes del auge primario exportador (la renta de los hidrocarburos y la minería) en el financiamiento de una intensa guerra contra el campo revolucionario.

El balance que deja para la clase dominante los últimos quince años de guerra es de fracaso, pues tanto sus fines explícitos (fin del cultivo de coca) como implícitos (eliminación del campo revolucionario) no fueron alcanzados. La nueva frustración del militarismo echa abajo el respaldo de importantes sectores sociales de la clase media, y populares incluso, respecto a la continuidad del proyecto bélico. Actualmente, las clases medias otrora defensoras entusiastas de la guerra tienden a mostrarse escépticas respecto a sus frutos. Este desplazamiento de posición obedece no solamente al agotamiento objetivo del militarismo estatal, sino también al resentimiento que genera la avalancha de impuestos en curso, dirigidos en gran parte al financiamiento del gasto de guerra. En tales condiciones, crece la oposición a proseguir sufragando la guerra y gana apoyo la búsqueda de un acuerdo de paz con la insurgencia. Esta es una de las cuestiones sociológicas que con más claridad se percibió en las marchas que recorrieron distintas ciudades del país el pasado 9 de abril [5].

La convergencia de sectores de la clase media junto al campo popular en el reclamo de reformas políticas que conduzcan a la paz puede llevar a sacudir la monotonía de la dominación de clase, evidenciando la creciente deslegitimación de la supremacía oligárquica en la conducción del estado. Y no es para menos, pues las promesas de modernización, progreso y justicia repetidas por esta clase en el transcurso de siglos de dominación no se ven por ningún lado. En un país en el que las grandes ganancias generadas por el capitalismo dependiente durante los últimos 25 años de neoliberalismo fueron a parar a las cuentas de las transnacionales, lo que se expresa en la cotidianidad es la agudización de penuria social resultado de la conservación de una estructura social fundada en la sobreexplotación de la clase que vive del trabajo.

Pero si las cosas se le tornan complicadas a la oligarquía respecto a los de abajo, con los de arriba y afuera no es que las cosas le marchen mejor, pues los intereses de la burguesía global no se encuentran hoy necesariamente anclados al sostenimiento del poder oligárquico en el control del aparato de estado. Lo que han venido demostrando las experiencias progresistas de países como Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia o Ecuador es que los intereses del capital pueden ser tanto o mejor resguardados por gobiernos dirigidos por actores afines o cercanos al campo popular. La apuesta política del capital hoy en América Latina parece ser la de abandonar a las oligarquías del siglo XX generando un nuevo campo hegemónico de fuerza en el que caben las clases medias e incluso sectores del campo popular ilusionados con el ideal socialdemócrata de llevar adelante un capitalismo con rostro humano. En estos términos, la situación tiende a tornarse muy crítica para la clase dominante.

La oligarquía colombiana que ha hecho hasta lo imposible para honrar al capital, de lo cual dan cuenta políticas como la genuflexa “confianza inversionista”, los tratados de libre comercio, el plan Colombia y la sangrienta “seguridad democrática”, no tiene ya más capacidad de seguir cumpliendo dicho papel sin poner en vilo su posición histórica en la dirección del régimen de dominación social. El agenciamiento por parte de la oligarquía, de los intereses de la gran burguesía global, tiende a exacerbar las contradicciones sociales a un nivel que puede propiciar la aparatosa caída del orden social existente.

La clase dominante se encuentra entonces ante una encrucijada en la conducción del estado, si propicia reformas democratizadoras como exige el campo popular, su posición de dominio se vería comprometida no solamente por el hecho de abrir el ejercicio del poder político a otros sectores sociales, sino porque la burguesía global y sobre todo la clase terrateniente serían contrarias ante cualquier asomo de verdadero reformismo, por otra parte, si continúa cumpliendo a cabalidad el papel de mandadera de la burguesía global y sus transnacionales, como lo vislumbra el Plan de Desarrollo (2015-2018), ahondaría la inconformidad popular hasta el punto de la ingobernabilidad y el levantamiento social.

En estas condiciones, la oligarquía se encuentra abocada a una revolución pasiva [6] y al juego del gatopardismo, por ello en términos de la teatralidad pública es dable ver al presidente Santos simulando concordar con todo el mundo, apoya al campesinado pero también al agronegocio, defiende a las víctimas pero más a los victimarios, encuentra razón en las tesis de la insurgencia pero sigue fiel a los Estados Unidos, saluda la integración latinoamericana pero defiende la Alianza del Pacifico, y así sucesivamente. La engañosa sucesión de las imágenes y los discursos oficiales oculta la mayor parte del tiempo que los compromisos fundamentales del gobierno están en primer lugar con las transnacionales, es decir, con la sobreexplotación de los trabajadores, el saqueo de los recursos naturales y la especulación financiera.

El ejercicio de la revolución pasiva consiste en simular cambios no en producirlos, se simula la paz, la amplitud democrática, la restitución de tierras, el latinoamericanismo, la justicia social, más nada de ello tiene lugar. Y nada de ello ocurre porque es imposible de realizar manteniendo a la vez los compromisos existentes con el capital transnacional posesionado del precario aparato productivo existente y apropiado de la explotación del territorio.

Para la clase dominante la paz consiste en una empresa productora de legitimación del gobierno y el orden social. En dicho emprendimiento se combinan; precarios pactos de estabilidad clasista y estamentales fundados en el reparto rentista y burocrático, otro tanto de “Bogotá Humana”, es decir, asistencialismo y “dignificación” de la indigencia, la titulación de unas cuantas tierras sin interés para los terratenientes ni el agronegocio, la aplicación de justicia transicional para decretar punto final a los crímenes del estado, partidos de futbol con estrellas apagadas, y la bendición papal para completar la farsa. Y de cara al proceso electoral de octubre de 2015 los señuelos se multiplicaran puesto es urgente para la clase dominante recuperar un poco de la legitimidad perdida.

Hasta el presente el campo popular no parece dispuesto a caer en los señuelos que se le tienden y lo que muestra el panorama de las luchas populares es la tendencia a su ampliación y profundización. Y no es para menos, pues la guerra del capital contra las clases populares no da tregua.

La lucha de clases en Colombia pasa por una coyuntura en la que la clase dominante intenta prosperar en la relegitimación del estado y el orden general de la dominación. Ante tal pretensión, la intensificación del proceso destituyente/constituyente, por parte del campo popular emerge en el horizonte como la alternativa más plausible en la perspectiva de doblegar la continuidad del neoliberalismo.

El proceso destituyente/constituyente exige la ampliación del espectro de las luchas sociales con miras a forjar una correlación de fuerzas decididamente favorable. Ello impone grandes desafíos como la organización e incorporación a la movilización de la clase que vive del trabajo, la cualificación del proyecto político alternativo dando mayor centralidad a la crítica antisistémica y la revolución socialista; el robustecimiento del imaginario instituyente que ánima a los movimientos sociales y la consolidación de la unidad de los diversos procesos orgánicos situados a la izquierda. La carta que se está jugando el gobierno de Santos es la de poner freno al proceso destituyente/constituyente que recorre el país, la carta que juega el campo popular es la de avanzar en el logro de la paz con democratización, soberanía y justicia social.

[1Puesto que no hay régimen que se sostenga sólo sobre la base de la fuerza, la dominación de clase precisa ser legitimada por los dominados, a este respecto sostiene Marini: “las clases dominadas tienen que ser, también persuadidas de que su sujeción se debe a razones superiores, que trascienden intereses y motivaciones individuales para responder a factores de carácter más general. En otras palabras, la dominación de clase debe presentarse siempre como la expresión de algo necesario y, en cierta medida, natural”. Ver: América Latina: dependencia y globalización, Siglo del Hombre, Bogotá, 2008.

[2La dependencia supone una relación de subordinación entre naciones formalmente independientes, en cuyo marco las relaciones de producción de las naciones subordinadas son modificadas o recreadas para asegurar la reproducción ampliada de la dependencia. El fruto de la dependencia no puede ser por ende sino más dependencia, y su liquidación supone necesariamente la supresión de las relaciones de producción que ella involucra. Ver: Ruy Muro Marini, Dialéctica de la dependencia, Era, México 1973.

[3La crisis financiera es otra expresión más de la gran crisis que atraviesa el sistema mundo capitalista desde 1970 debido al desarrollo de sus contradicciones. Entre otros, los trabajos de Jorge Beinstein, Michel Husson, Francois Chesnais, Julio Gambina y David Harvey analizan con relativas discrepancias todo el fenómeno de la crisis capitalista.

[4Ver: Orlando Caputo y Graciela Galarce, China desplazó a Estados Unidos como primera potencia mundial, 2014.

[5En la marcha de Bogotá se pudo apreciar que, a pesar del esfuerzo institucional por cooptar la movilización, gran parte de la misma se resiste a caer bajo el embrujo progresista, desplegando los convencionales repertorios de la protesta contenciosa, es decir la denuncia, la reivindicación y el antagonismo de clase.

[6Entendida como un proceso de restauración en el que la clase dominante propicia pequeños cambios desde arriba para neutralizar a sus enemigos de abajo. “Mediante la revolución pasiva los segmentos políticamente más lúcidos de la clase dominante y dirigente intentan meterse “en el bolsillo” a sus adversarios y opositores políticos incorporando parte de sus reclamos, pero despojados de toda radicalidad y todo peligro revolucionario”. Ver: Crisis orgánica y revolución pasiva el enemigo toma la iniciativa, de Néstor Kohan, 2006.