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Culpables inocentes, amnistía e indulto
Carlos Alberto Ruiz / Martes 18 de agosto de 2015
 

Como ya está expuesto, la amnistía y el indulto componen un binomio fundamental, un doble instrumento de la misma fuente y tensión filosófica, que es crucial como paso hacia atrás, para no caer en el abismo del sometimiento. Su discusión es de las más importantes en la formulación de una coherente superación político-jurídica del conflicto armado desde una perspectiva de reversibilidad que le atañe al Estado. Su tratamiento entonces en el proceso de paz se hace ineludible, viendo en qué tiempo y con qué alcances se adoptan.

Aunque a la vista de otros parezca prematuro o deba hablarse sólo al final de la oferta de subordinación, sobre qué delitos cubren (razón objetiva y general) y quiénes serían sus beneficiarios (factor personal o subjetivo), una correcta posición ética, jurídica y política es reivindicar que su tiempo llegó; que es ya mismo y no más tarde; que es ahora cuando debe discutirse con transparencia hacia el país sobre las características y dimensiones que deberán tener la amnistía y el indulto en este pretendido cierre de la confrontación.

Dicho debate es multifacético por las cuestiones que deben estudiarse y encajarse jurídicamente a partir de realidades en el vaivén de una polarización de las opiniones políticas, que en el caso colombiano en gran medida se han incubado o inducido estratégicamente desde un poderoso sector de derecha y sus medios de comunicación de masas.

Interesadamente en sus núcleos, y no siempre en los más reaccionarios, se crea y defiende de manera subrepticia una radical contradicción: exonerar de responsabilidades por los hechos del terrorismo de Estado o la guerra sucia que impulsó el Establecimiento, o sea seguir burlando el mandato de su propia institucionalidad deshaciendo ataduras en la tramoya de la legalidad santanderista que arrastra el país por casi dos siglos, y por otro lado alegar la necesidad y supremacía de esa juridicidad en ese sentido sacralizada, en busca de toda la dureza penal posible contra el enemigo subversivo, aplicándole reglas de castigo por haberse atrevido a desconocer la legitimidad de dicho orden.

Es en ese campo de verdaderos cálculos de conveniencia o de perfidia, donde se explica actualmente la lógica de la negativa de concebir y aplicar una amplia ley de amnistía e indulto. Se aduce que si eso se llegara a hacer, se dejaría en la impunidad a los rebeldes, por delitos que no son políticos ni conexos. Siendo en realidad muy fácil salvar ese obstáculo plantando unas claras excepciones, en las que estaría además de acuerdo plenamente la insurgencia, pues a ella se le deberá consultar, como serían los actos atroces que se oponen a la propia entidad moral de la rebelión, derecho éste del que cada alzado en armas es sujeto constituyente y regulado, así como su organización. La violencia sexual, la tortura o el enriquecimiento personal, por ejemplo, que no hayan sido sancionados por las propias normas insurgentes, seguro que deberán ser acciones que la guerrilla misma rechazará que puedan ser beneficiadas en cualquier norma de amnistía o de indulto.

Pero la razón que no se aduce públicamente o con nitidez por el Establecimiento, relativa al rechazo de la amnistía y del indulto, tiene que ver en realidad con una operación histórica y política no contada: que si se gestan, como debe ser, supone por el Estado reconocer derechos que son solamente predicables respecto de un actor en el arco ideológico, viables sólo para opositores, o sea recursos de los que no van a poder gozar naturalmente los responsables de crímenes de Estado ni sus aliados. No hay simetría posible. Es un sustancial reflejo jurídico de una distinta esencia moral.

La amnistía y el indulto serían sólo aplicables para dos grupos de personas y dos clases de lucha: para quienes cometieron actos inmersos en el derecho de la rebelión, orgánicamente tales en tanto derivados del levantamiento armado o accionar político-militar de las guerrillas (FARC-EP y ELN) en esta guerra irregular que libraron o todavía libran, y para quienes no siendo guerrilleros puedan identificarse o ser catalogados como sujetos afectados en una “casuística” cuya base es el señalamiento, procesamiento y juicio que el Estado ha configurado para reprimirles de hecho y “de derecho”.

En esta última categoría están las personas acusadas de ser combatientes, pero que no son tales y a las que la insurgencia no incorporará en sus listas como militantes suyos, pues sería admitir la impudicia de la “justicia” oficial del adversario, faltar a la verdad y re-victimizarles individual, familiar y colectivamente: sus núcleos de vida, estudio o trabajo se verían todavía más afectados o amenazados. Están en esa franja intelectuales como el compañero profesor Miguel Ángel Beltrán, los miembros de Marcha Patriótica como Húber Ballesteros, el caso de la compañera socióloga Liliani Obando o las trece personas vinculadas al Congreso de los Pueblos detenidas el pasado mes de junio. Hay también expedientes abiertos contra estudiantes y sindicalistas, en los que obran manipulaciones y violaciones de su derecho a la defensa.

En el proceso ya señalado de Miguel Ángel, salta a la vista que es víctima distinguida en una reedición del secuestro del que fue objeto en México en el período de Uribe Vélez, prolongado ahora en una prisión por un aberrante montaje judicial. Como él, están campesinos mandados a las cárceles por “auxiliar” a la rebelión: por haber dado un plato de comida, por habitar en zonas de control insurgente, por no dar una información a una patrulla militar o por permitir pernoctar a una guerrillera. Están quienes han quedado registrados de por vida como autores de delitos comunes, habiendo sido encausados realmente por motivos del conflicto social, político y armado. Están presos y han sido injustamente denigrados en investigaciones sin garantías o ya sentenciados.

Sean insurgentes o no, el común denominador de esos dos grupos en general es que pesa sobre ellos una consideración ideológica construida y plasmada a través de diversos mecanismos que el Estado colombiano en su conjunto ha implementado: más allá del rótulo de “infractores” de la ley penal, con armas o sin ellas, los ha calificado a unos y a otros de “enemigos” políticos, porque existe realmente una amplia conjunción teórica desde hace medio siglo, actualizada en tanto se mimetiza, y un funcionamiento adaptado, cuyos resultados son la eliminación o neutralización de estos adversarios incómodos, y de las organizaciones ligadas a unas expresiones históricas de resistencia o disidencia que han luchado por derechos sociales, económicos, culturales, políticos, territoriales, ambientales y colectivos de los pueblos. Es una de las pruebas de que hay una doctrina de seguridad macartista que está plenamente vigente.

Si la amnistía o el indulto caben para quienes han ejercido la rebelión conscientemente en acciones de fuerza, y los nombres de sus beneficiarios dependerán en parte de la definición legal de actos incluidos en su horizonte, es absurdo entonces que, por no pertenecer en verdad a la insurgencia, quienes resulten investigados o enjuiciados por algún caso en ese universo de la resistencia o por infracciones comunes ligadas, permanezcan en la mira y en los circuitos de represión o castigo legal. Resulta injusto que no puedan verse “favorecidos” por medidas, incluso bautizadas con diferentes títulos, que en la práctica surtan los mismos efectos de “cesación” o “renuncia” definitiva del proceso o de la condena, anulando las negativas consecuencias que se desprenden tras el sufrimiento ya padecido y reparando por ellas.

Al respecto debe aclararse que la insurgencia no tiene la obligación de incriminarse, sino el derecho de no hacerlo, y que es el Estado el actor que tiene la carga de la prueba de (s)indicación; es la parte que debe presentar evidencias conforme a la enunciación del cargo penal, para lo cual adicionalmente deberá fijarse un término temporal perentorio para recopilar reportes o noticia con cualquier contenido penal, a partir del cual objetivamente y erga omnes debe cesar toda acción persecutoria contra cualquiera por delitos políticos o conexos. Tras ese paso, complementará el procedimiento la certificación vinculante y orgánica que emita la guerrilla misma, comprobando, corrigiendo, reduciendo o aumentando las listas presentadas por el Estado. Es en ese cotejo y resultado de nombres, de nombres de personas y no de cosas, donde aparecerán, o no, referencias de quienes son señalados como subversivos y no hacen parte de las organizaciones político-militares insurgentes.

A eso se le llama, dentro de varias formas posibles, “falsos positivos judiciales”.

Frente a los, al menos, cinco mil falsos positivos extrajudiciales, o sea el asesinato o masacre de pobladores para ser presentados como guerrilleros a varios efectos abominables (recompensas, permisos, ascensos, etc.), el Estado ha exonerado a las altas cúpulas civiles y militares, como si no fuera un problema de instrucciones o necesidades que estimó desarrollar en paralelo el Establecimiento para vencer en su guerra sucia “estratégica”, triunfo del que hoy se ufanan personajes como el ex ministro Pinzón, actual embajador en USA.

Quizá refiriéndose al uribismo, el presidente Santos en su disertación de la semana pasada sobre justicia transicional (Cartagena, agosto 13 de 2015), expresó que “...mucho menos se puede acusar a la Justicia de servir de instrumento para una pretendida persecución política a algún sector de la oposición (...) Los jueces y el Ejecutivo NO nos aliamos para perseguir a nadie” (http://wp.presidencia.gov.co/Encuentro-Jurisdiccion-Ordinaria-Justicia-TransicionPaz-Posconflicto).

No se trata de las artimañas de patrón Uribe sobre la judicialización de los colaboradores del gran capo. Se trata de la realidad que el Gobierno debe encarar ahora mismo, del problema de la responsabilidad del conjunto del Estado por los falsos positivos judiciales, cuyo trasfondo no cuenta en sus libretos por falta de voluntad. En absoluto se asume: no hay un reconocimiento de la injusta afectación causada por aparatos revestidos de “autoridad judicial” que actúan en coordinación con las fuerzas armadas y otras esferas estatales, además de agencias paraestatales y empresariales.

Ha sido esa la línea histórica de tirar la piedra y esconder la mano, la irresponsabilidad del que manda apuntar resguardado en la “división de poderes públicos”, lo que hoy debe quebrarse, pues no es posible rehuir de la cuestión. No revolverla surcando en el negacionismo, no dando solución a este grave fenómeno teniendo la facultad de correctivos, es sembrar de minas un post-acuerdo.

No solamente debe verse cuantitativamente, o sea contando los cientos de casos de personas perjudicadas seriamente, sino verse cualitativamente, comprendiendo lo que registra esa intencionalidad de persecución, pues se trata de la semilla y de la potencia de la criminalización del pensamiento crítico y de luchas sociales, políticas, sindicales, estudiantiles, campesinas, étnicas, de diferentes sectores de la población en general, que en medio de una alegada solución política negociada del conflicto armado, y en la tendencia, están quedando expuestos y sin amparo ante campañas de judicialización.

Tal asunto de los falsos positivos judiciales no es la variable accidental de un juez o de un fiscal que presenta cargos impropios contra un determinado activista de verdadera oposición o contra cualquier ciudadano tildado de guerrillero, sino que se nos representa como la función armonizada de un sistema de poder que articuladamente entrevé teatros de confrontación política y social, y frente a necesidades de subordinación anticipa respuestas. Para ello traza y conforma leyes represivas, como la de “seguridad ciudadana”, las aplica y direcciona, concibe acciones de inteligencia para armar hipótesis de peligro, sobre las cuales órganos oficiales deciden actuar como actúan: dando órdenes de persecución a fin de paralizar las expresiones sustantivas civiles y populares que dan o pueden dar futuro sustento social a una agenda de diálogos e infundir terror en ellas para dispersarlas y acabarlas.

Con ello, podría llegarse a un escenario paradójico: de un lado la libertad merecida de guerrilleros y guerrilleras, presos políticos y prisioneros de guerra, que en tanto responsables de delitos políticos y conexos deberían ya mismo estar fuera de las cárceles; y del otro la postergación de una solución justa a lo que es un secreto a mil voces: el procesamiento o la condena de inocentes, como Miguel Ángel Beltrán. Cuyo nombre, como el de centenares de personas en Colombia, no aparecerán en listas de integrantes presentadas por la guerrilla.

Es urgente entonces ante la desidia o indolencia estatal, tomar conciencia y tomar decisiones conforme a esa realidad de injusticia, que no es nueva en casi nada, pues la historia del conflicto colombiano está cargada de miles y miles de hechos de criminalización de un enemigo interno, considerado tal no por hacer uso convencido y rebelde de las armas, sino por pensar, organizar, concienciar, movilizar, educar, investigar, disentir, por objetar en conciencia, denunciar, por no callar, por callar, por indignarse y actuar, por ser resistente...

No se refiere esa categoría a quienes en otros países como Venezuela o Cuba se denominan “presos políticos” y son en realidad fichajes o títeres de estrategias de desestabilización orientadas por centros de poder contra esas sociedades y procesos de construcción de alternativas soberanas fuera del control hegemónico.

Si hoy en Colombia por múltiples motivos es escasa la fuerza con la que pueda hacerse sentir un movimiento social en pro de una amnistía general, como la ha habido en otros procesos políticos, una amnistía de la que se beneficien combatientes y no combatientes, o lograrse un indulto tanto para culpables de haberse levantado en armas como “inocentes” (“perdonar” a un inocente es, al menos, “anti-técnico” desde la razón penal, y “perdonar” a quien ha ejercido el derecho superior de la rebelión es, cuando menos, equívoco [es decir deberá explicarse qué se perdona, por qué y a efectos de qué]), no queda más camino, ahora mismo, mientras social y políticamente se logra concebir e impulsar una amplia convergencia por la amnistía y el indulto, que éstos instrumentos sean enarbolados sólidamente en nexo con medidas homologables para las víctimas de los “falsos positivos”, donde tiene eco el planteamiento por la propia dialéctica a examen: en las mesas de conversaciones.

La insurgencia, ahí y ahora, no puede por elemental responsabilidad eludir esta cuestión, como sí la desecha la derecha en el Estado, mirando para otro lado.

Es preciso que la amnistía y el indulto -y formulaciones materialmente semejantes en la raíz objetiva de la acusación política y no sólo jurídica contra ese conglomerado de “enemigos” a los que uniría el altruismo del cambio social (la rebelión histórica)-, se formulen ampliamente por las guerrillas, con alcances generales, sin condiciones inicuas, no sólo para sí, no sólo para sus militantes o filas, sino, con miras más históricas en una comprensión no sólo epistemológica sino ético-política, generando condiciones para que otros que no son combatientes, y que están bajo investigación y castigo en razón del conflicto, tengan con independencia cómo decir de sí y obtengan su libertad y seguridad jurídica.

No se trataría de suplantar su voz sino de ayudar a que se escuche a esa inmensa humanidad que hoy está aprisionada y prisionera tras los barrotes o que debe mantenerse fuera del país o en la clandestinidad, por temor a ser apresada, existiendo cientos de órdenes de captura o procesos que se están preparando o duermen latentes contra académicos, contra dirigentes, estudiantes, sindicalistas y activistas sociales y políticos.

Es elemental que no puede discriminarse a ese heterogéneo grupo humano que ha resultado objeto y sujeto de persecución, ya por circunstancias aleatorias o ya por convicciones mantenidas de avanzar en la transformación social, cultural y política.

Hablamos en sentido amplio de los presos políticos, bien sea de conciencia, bien sea por razones de seguridad, ya sea por contingencias de inculpaciones por informes, pruebas y procesos amañados para inflar o tergiversar resultados judiciales, policiales, militares y de inteligencia. Un principio dicta que no puede segregarse y que asiste una igualdad ante la ley.

El Estado, que tiene las herramientas legales, tiene la obligación de enmendar y de servir garantías de corrección y de no repetición en este plano. Es el actor que ha causado estas violaciones de derechos. Y la guerrilla, que tiene la palabra, tiene en consecuencia el deber de que se busquen en la negociación los instrumentos adecuados para que cese la ignominia de los falsos positivos.

Colombia no es “Fuente Ovejuna”. Ojalá lo fuera en parte. Pero la utopía sostiene que tendría que llegar el momento en que un juez deba decir al que se ostenta dirigente con poder de perdonar:

“Haciendo averiguación del cometido delito, una hoja no se ha escrito que sea en comprobación; porque, conformes a una, con un valeroso pecho, en pidiendo quién lo ha hecho, responden: “Fuente Ovejuna” / Trescientos he atormentado con no pequeño rigor, y te prometo, señor, que más que esto no he sacado. Hasta niños de diez años al potro arrimé, y no ha sido posible haberlo inquirido ni por halagos ni engaños. Y pues tan mal se acomoda el poderlo averiguar, o los has de perdonar, o matar la villa toda”. Fuente Ovejuna (aparte final del Juez al Rey), Lope de Vega (1613).