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El síndrome de doña Florinda
En Colombia, votar por “gente de bien” es un acto consciente de arribismo social, una manera de negar de dónde venimos y de reafirmar a dónde queremos llegar, cueste lo que cueste.
Alex Guardiola Romero / Lunes 18 de enero de 2016
 

En Colombia, la gente vota por quien se parece a lo que él mismo quiere llegar a ser, por el candidato o la candidata que representa sus aspiraciones sociales, por la figura que sintetiza su sueño no de sociedad o de país sino de figuración social; votar se convirtió en un acto de arribismo. Ese, que en nuestro país también podría ser llamado el “Síndrome de Doña Florinda”, expuesto hace pocos años por el argentino Rafael Ton, en el que la persona pese a vivir en una humilde vecindad se siente de mejor clase que los demás y denigra de las medidas que benefician a la “chusma” a pesar de que sigue cobrando los auxilios sociales, es la conclusión obvia tras la elección de los mandatarios recién posesionados.

En Bogotá ganó Enrique Peñalosa no porque fuera el mejor candidato, sino porque los votantes sueñan con hablar como él, con haber nacido en Washington y que él les construya carreteras en las que puedan correr sus carros que aún pagan en cuotas mensuales en desmedro de la alimentación de su familia, porque en Colombia es menester tener primero carro que casa, comida o salud. El ciudadano que estudió en colegio público construido por los gobiernos de izquierda, que entró a la universidad pública sostenida por las luchas de la izquierda, y que ahora trabaja en una empresa con un sueldo que invierte en su totalidad en pagar la cuota del carro y de la tarjeta de crédito, piensa que ya no se necesita de esos guerrilleros disfrazados de políticos que promueven la inclusión y la educación en la capital de Colombia, sino a gente de su mismo nivel social (¿?) que deje de estar pensando en esos del estrato uno que afean las calles con sus ventas ambulantes y ropas de dudosa procedencia, que no los dejan entrar o salir de Starbucks tranquilamente. Esos pobres.

En Barranquilla pasó algo similar. La gente volvió a votar por Alejandro Char porque siente que si lo hace ya es parte de la élite social de la ciudad, o que mediante su voto obtiene acciones en la Olímpica, porque en el fondo todos sueñan con tener un día la riqueza de él y creen que eligiéndolo alcalde la suerte está a la vuelta de la esquina, sin importar que uno de cada tres barranquilleros no tenga cómo comer las tres veces diarias, o que la ciudad sea de las más pobres de Colombia, con una pobreza monetaria de 25,5% -de las más altas del país- y una desigualdad vergonzante, donde los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. En Barranquilla todos quieren ser como los Char, por eso los eligen, y por eso no importa que la ciudad sea la segunda de Colombia –por debajo de Cartagena- con los peores índices de necesidades básicas insatisfechas.

En Colombia, votar por “gente de bien” es un acto consciente de arribismo social, una manera de negar de dónde venimos y de reafirmar a dónde queremos llegar. O una moda, si se quiere. La otra tendencia, la de satanizar todo lo que tenga que ver con política y rechazar per se –aunque se lo merezcan- a los políticos, es también una moda, una postura superficial que pretende incluir a quienes se sienten tan por encima de los demás que no necesitan de la política, olvidando que todo es política.

Y es que los políticos colombianos se han especializado en crear espejismos, en resaltar estereotipos como método para conseguir votos. Así, no resulta extraño que la razón del voto hacia alguien sea su belleza o imagen, no sus propuestas y antecedentes. Se elige al bonito, al rico, al bien vestido, no tanto porque nos convenza sino porque lo envidiamos; en últimas, votar por ese “producto” nos asemeja a él. De repente, el candidato que promete borrar los grafitti de las paredes o quitar las casuchas de determinado sector como antídoto a la inseguridad nos simpatiza mucho más, quizás porque ello nos hace olvidar cómo era la casa de nuestra niñez. Votar es, también, un acto de olvido, una evasión necesaria para seguir viviendo en la fantasía.

Pero toda fantasía se acaba. Es un círculo vicioso que comienza con una ruptura social que lleva al poder a gobiernos progresistas, que luego de algunos años saca de la pobreza a muchos, y que termina cuando esa clase emergente deja de apoyar a los gobiernos progresistas porque ahora ya se siente de mejor casta social. Pero la historia es cíclica y el gobierno plutócrata que ellos eligen termina por devolverlos a la miseria. Es como si no entendiéramos que aquel círculo social es cerrado y nunca se abre para el recién llegado.

Por eso, porque el síndrome de Doña Florinda parece ser endémico en Colombia, no sorprende que seamos de los pocos países donde hay pobres de extrema derecha. Como si el hambre tuviera ideología.