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Los diez años que cambiaron a Bolivia
Agustín Lewit / Domingo 7 de febrero de 2016
 

Nota: Como homenaje y reconocimiento al incansable trabajo del compañero Agustín Lewit, politólogo y periodista argentino, fallecido el pasado 25 de enero, la Agencia Prensa Rural desea reproducir el que fue su último artículo periodístico. La labor profesional de Agustín, que siempre estuvo del lado de las luchas populares de Nuestra América, revela que su trabajo y sus sueños estuvieron puestos el servicio de los desposeidos del continente y en pro de la unidad latinoamericana; por eso deseamos honrar su memoria y expresar nuestras mas sentidas condolencias por la muerte prematura del.compañero, que estará siempre presente en el ejercicio de la prensa alternativa, comprometida con la unidad latinoamericana, la vida y la paz.

Cuando Evo Morales ganó las presidenciales en octubre de 2005, pocos por no decir nadie hubiesen apostado a que una década después seguiría al frente del poder, con la posibilidad incluso de extender su mandato por diecinueve años consecutivos, si es que gana el referéndum del próximo febrero y los comicios de 2019 respectivamente, algo –al menos por ahora– perfectamente posible.

En rigor, sobran los hechos para sorprenderse: en momentos donde el rumbo progresista inaugurado con Chávez en 1998 atraviesa su momento más crítico –con las reciente derrotas electorales en Argentina y Venezuela, sumado el asfixiante acecho de la derecha brasileña a Dilma– el evismo, en términos generales, navega en las aguas calmas de la gobernabilidad. Lejos de la casualidad, la sólida hegemonía que blinda hoy al gobierno de Evo Morales, tras intensos diez años de gobierno, se nutre de tres razones fundamentales: inéditas mejoras sociales de los sectores populares y medios, una exitosa política económica reconocida por propios y extraños, y una buena cuota de astucia para lidiar tanto con la vieja clase política boliviana como con las diversas organizaciones sociales.

Sobre lo primero, las cifras son contundentes: reducción durante la última década de veinte puntos porcentuales de la pobreza extrema, notoria mejoría de los índices de igualdad –en ocho años, el Gini pasó de 0,60 a 0,47– y un desempleo que en 2015 apenas superó el 3 por ciento, todo acompañado de una batería de programas sociales que alcanzan a la mitad de la población y que ha permitido una inclusión por la vía del consumo sin precedentes. Se suma a lo dicho la erradicación del analfabetismo, reconocida por la Unesco en 2014, y algunos avances en materia de salud. La clave de esa matriz reparacionista es similar a la de otros procesos vecinos: la estatización de los recursos naturales –hidrocarburíferos, en este caso– y una redistribución de sus dividendos, en un contexto internacional favorable (hasta ahora).

No obstante los aspectos comunes, el proceso boliviano también desarrolló singularidades. La más notoria, quizás, sea la fuerte estabilidad económica, central en un país en el que aún retumba el trauma que sembró la hiperinflación de 1985. Con una conjugación exitosa entre pragmatismo y rigurosidad, entre heterodoxia y equilibrio fiscal, Bolivia cierra una década con un crecimiento promedio del PIB del 5,1 por ciento –que llevó a triplicarlo en diez años–, una tasa de inflación del 2,78, el mayor nivel porcentual de reservas de la región y una notable reducción de la deuda pública. La obsesión del presidente por apuntalar el crecimiento obligó a una versatilidad no librada de críticas internas: así como Evo es un personaje clave del ALBA, también firma sin sonrojarse acuerdos económicos con Merkel.

Esa capacidad de adaptación se reflejó progresivamente también en la propia praxis política del líder del MAS. Evo ya no es aquél líder indígena y dirigente sindical que llegó al poder traccionado por una revuelta plebeya. Lejos de eso, el ex dirigente cocalero es hoy la máxima figura política de su país con un liderazgo indiscutido. Esa transformación, que implicó superar la fragilidad inicial alimentada de prejuicios y subestimaciones, se logró a fuerza de mostrar una tenacidad inquebrantable algunas veces, pero también gracias a saber negociar en otras tantas, lo que en política supone a menudo saber ceder. La reposición de la justa y sensible demanda marítima a Chile, designando como vocero al ex presidente y referente opositor Carlos Mesa, o ciertas concesiones realizadas a la poderosa Media Luna, donde en la última elección presidencial –a excepción de Beni– logró imponerse cuando hace algunos años no podía siquiera pisar, hablan de cierta maduración política del presidente en el manejo de la realpolitik.

Pero no sólo Evo cambió en estos diez años: en ese entramado complejo que es Bolivia casi no quedan elementos que no hayan sido transformados. El Estado, la Constitución –la primera refrendada popularmente–, incluso el propio nombre del país, que por fin da cuenta de la diversidad, están atravesados por la novedad. Por una novedad potente, transformadora, redentora de un doloroso y prematuro neoliberalismo, pero que sigue teniendo, claro está, numerosas cuentas pendientes. Evo, el ex pastor de llamas, el sindicalista cocalero, el primer presidente indígena, es consciente de ello y de ahí su obsesión por continuar al frente de un proyecto que ya ha transformado al país y a su gente como nunca antes en su historia.