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Relato
La tristeza de la tía Toña
Ilka Oliva-Corado / Domingo 27 de marzo de 2016
 

Cuando recién cumplí los 15 años mi mamá finalmente me dejó ir a conocer Comapa, el pueblo donde nací en el oriente guatemalteco. Para ese entonces ya no había peligro con los cuatreros porque había carretera de terracería que iba directo de El Amatón a Comapa. En su infancia eran caminos reales y tenían que atravesar hondonadas y cerros para poder salir a la carretera en otro municipio de Jutiapa.

Cuando recién inauguraron la carretera de terracería solo había un bus que salía en la madrugada y este mismo regresaba por la tarde de la capital, aprovechaban los cuatreros para asaltarlo en medio de los cerros y violaban a las mujeres. Esa fue la razón por la que ninguna de las hijas de nía Juana y tío Lilo dejaron ir a sus hijas al pueblo, hasta que finalmente se reguló el transporte y salían autobuses directo a capital durante el día.

Durante esos quince años yo me enamoré perdidamente de mi terruño natal gracias a las historias que contaban mis abuelos maternos, mi mamá y mis tías. Me enamoré del acento y de las palabras propias de la región que en labios del matriarcado Corado Martínez eran una belleza. Tan así que adrede desistí de ser capitalina y rechacé todo lo que tenía que ver con la urbe guatemalteca y me abracé a la forma de hablar del pueblo y del arrabal. Y es algo que mantengo hasta el día de hoy, adrede.

Con todo lo hermosa que decían que era Comapa no entendía porqué mi mamá y mis tías habían migrado hacia la capital, hasta que un día le pregunté a mi mamá y me dijo que por la miseria económica y porque querían que sus hijos asistieran a la escuela. Nosotros habíamos crecido en la miseria, según yo que en Ciudad Peronia se vivía la miseria catastrófica de la desnutrición infantil que se llevaba crías cada año. Según yo que no se podía ser más pobre de lo que éramos los que vivíamos en el arrabal.

Pero mi mamá se encargó de meternos en la cabeza que nosotros no éramos pobres, que no teníamos para comer pero no éramos pobres, que había gente que de verdad vivía en la miseria y que era más pobre que nosotros. Esos días en los que comíamos tortillas con sal nos miraba a los ojos y nos decía que no éramos pobres, que recordáramos que a esas horas había mucha gente que no tenía nada qué llevarse a la boca o que dormía a la intemperie (como fueron los primeros años de infancia de mi padre, durmiendo en las calles).

Cuando entraba el vendaval de noviembre por los agujeros de las puertas y las ventanas que teníamos tapados con pedazos de cartón y nos hacía temblar de frío a deshoras, nos decía que ese no era frío, que frío era dormir en las galeras sin pared y a la intemperie como duermen los campesinos que trabajan en las fincas. Que frío era dormir en casas de bajareque y así nos trataba de quitar de la cabeza nuestro pensamiento trágico cuando el estómago pedía comida y cuando la única chamarra que teníamos no alcanzaba para cubrirnos del sereno de la noche que goteaba desde la lámina.

Un día cualquiera me dijo que podía ir a conocer Comapa y fue para la feria patronal, en las vísperas de la navidad. Agarramos la parvada de primos de los que yo era la mayor del bulto y nos fuimos como tipo excursión, aquel bus parecía gallinero con la bulla del cipotal. Cada vez que se acercaba más el pueblo se me erizaba la piel, por fin estaba conociendo el lugar donde nací y totalmente maravillada contenía la respiración, era hermoso mucho más hermoso de lo que había imaginado.

Pero a la medida que avanzaba también de golpe me abofeteó la miseria y lo que era una expedición se tornó en un dolor agudo, en un grito contenido en mis emociones revueltas por llegar finalmente a mi tierra y conocerla y también por el despertar de que en realidad nunca fuimos pobres como siempre ha dicho mi mamá, porque en Comapa se vivía la miseria atroz y el olvido. Lloré entonces de alegría y de dolor.

Llegamos al pueblo y mis abuelos maternos nos recibieron en la estación de buses, mi abuela había echado pishtones y había cocinado caldo de gallina de patio. Nosotros llevamos una botella de agua ardiente y brindamos por el terruño. (A los quince el licor en mi vida era parte vital de mis glóbulos rojos y blancos). Los días pasaron y nosotros fuimos a conocer los alrededores, los lugares por donde anduvieron mi madre y mis tías cuando eran niñas. Y me enamoré perdidamente del río Paz y de la quebrada. De la flor de chipilín, del jocote tronador, de la flor de chacté y de San Andrés. Sentí la cercanía de estar en el lugar al que siempre he pertenecido, sentí algo propio, me sentí parte de.

Todo concordaba, el acento, las palabras, mi físico, mi cabello, mi color de piel, mi gusto por la comida, todo era propio, sentí por primera vez en mi vida la profundidad del arraigo. Y lloraba de pronto sin razón alguna, por la emoción, por el descubrimiento, por el despertar de la miseria y del olvido. Y lloraba cuando atardecía con los rojizos chiltotos y cuando cantaba el pijuy y cuando veía a mi abuela tortear frente al polletón y cuando me subía a los árboles frutales y respiraba el aroma del terruño. Y lloraba cuando veía a mi abuelo en la tapisca, con su corvo y su camisa raída mojada por el sudor del medio día. Y así entre alegría y desencanto se consolidó mi amor por mi natal Comapa.

Una mañana cualquiera nos llevó mi abuelo a la aldea donde vivían mis tíos abuelos, hermanos de mi abuela, conocerlos en persona fue como leer de nuevo un libro que ya había leído. Fue como sacar de una historia de ficción a los personajes y volverlos una película y darles vida y forma. Fue como verme frente a un espejo, y me sacudió el parecido y la fuerza de los genes. Estaba frente a algo propio, estaba frente a mi raíz.

La tía Toña era idéntica a mi abuela, solo que era blanca y de ojos avellana. Su cabello completamente blanco, pasaba de los 60 años. Era tan hermosa, esa belleza natural que deslumbra porque viene del alma. Vivía en la casa donde habían crecido, en el terreno que fue de Mamita (mi bisabuela) y su casa era de bajareque, apenas cubierta con un repello de adobe muy simple y delgado que permitía que se colara el frío. Su cama era de madera rústica, sin colchón, y su almohada eran dos prendas de raída a la que le estaba bordando una sobre funda. Su piso de tierra, la puerta de varas de milpa seca. No tenía pila, lavaba en la quebrada. El baño era el monte abierto.

Los hermanos tenían sus familias, solo tío Paco y tía Toña se quedaron solteros y no tuvieron hijos. Tío Paco vivía en casa de tío Víctor y le ayudaba con las vacas. Tío Ángel vivía más abajo, al final de la aldea, sus hijos para ese entonces habían migrado hacia la capital y trabajan en fábricas.

Noté algo sumamente extraño entre tío Paco y tía Toña, y es que tío Paco le ordenaba, no la dejaba hablar, la regañaba, y tía Toña era completamente otra cuando él estaba cerca. Tío Paco era enjuto, bajito. Tía Toña la mujerona alta, también delgada pero con cierta elegancia que deslumbraba en la región.

Cuenta la historia familiar que tía Toña tuvo infinidad de pretendientes y que fueron tantos lo que quisieron casarse con ella pero que sus padres no la dejaron. Entre sus pretendientes mi abuelo pero que al no poder casarse con ella se casó con mi abuela. Mi abuela siempre cuidó de las dos, cortaba una carga de leña para mi abuela y otra para mi tía Toña. Cortaba un manojo de chipilín para mi abuela y otra para tía Toña. Siempre fue así desde que tengo memoria, cuidaba mucho a las dos.

Desde esa primera visita yo regresé al pueblo año con año hasta que emigré. Y así fui familiarizándome con mis tíos abuelos y con mi terruño. Uno de los sueños de mi vida era el de ahorrar y comprarle un terreno a mi abuela para irme a vivir allá, yo quería vivir en la misma casa donde creció mi mamá y mis tías. Quería sentarme sobre la piedrona y ver el atardecer. No había lugar en el mundo en donde yo quisiera vivir más que en Comapa. Es pasado ahora, la piedrona ya no está.

Cada vez que llegaba me percataba del control de tío Paco sobre tía Toña, tanto que lo enfrentaba con mi abuelo y discutían. Tía toña le cocinaba y le levaba la ropa a tío Paco. A veces se iba a dormir con ella. Comencé a poner más atención en la forma en que cambiaba tía Toña cuando estaba cerca tío Paco. Entraba en ansiedad, un tipo de desesperación que yo no comprendía en ese entonces. Bajaba la mirada, se ensimismaba y ya no conversaba.

Pasaron los años y tía Toña murió, tío Paco se quedó con sus vacas y con su terreno. A los años murió tío Paco y tío Víctor se quedó con sus vacas, las vacas de tía Toña y con el terreno de tía Toña. Con tío Paco nunca me llevé, apenas lo saludaba, era el tipo de hombre de los que desnudan con sus miradas lascivas, me sentía acosada cuando estaba con él.

Un día en el destierro, conversando por teléfono con mi tía Marina, la hermana de mi mamá que migró a México hace muchos años, me enteré que su propio hermano la había abusado sexualmente y la embarazó, lo que hizo que pensara inmediatamente en la tía Toña. Pasaron los días y yo no dejaba de pensar en tía Toña, y recordaba los momentos en que la veía en caos cuando estaba cerca tío Paco. No había otra razón, tío Paco abusaba de tía Toña.

Agarré el teléfono y llamé a mi mamá, le dije que necesitaba saber si tío Paco había abusado a tía Toña, mi mamá me contestó inmediatamente que sí, que la abusó toda su vida. Que tío Paco se encargó de regar en el pueblo que era su mujer y que si alguien se atrevía a intentar casarse con ella lo mataba. Por esa razón ningún hombre quiso casarse con ella. Porque el primero que intentaba tío Paco le sacaba la pistola. Cuando mi mamá me lo dijo, aunque yo lo imaginaba, comencé a temblar, me llené de cólera, lloré toda la noche imaginando toda una vida de abuso del propio hermano, y la familia enterada y no hacer nada. El pueblo enterado y no hacer nada. Quise que tía Toña estuviera viva, quise regresar el tiempo, quise haberme enterado antes. Quise hablar con ella, quise que se desahogara con alguien. Quise haberme dado cuenta en aquel entonces. Quise tantas cosas y los dos ya estaban muertos.

Después de décadas y en el destierro, lejos de tía Toña en cuerpo y en tiempo, supe la razón de su tristeza perenne. Misma tristeza que siento yo.