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Análisis
En Colombia el diálogo sigue siendo la ruta
Los procesos de paz se hacen entre rivales (enemigos). Por ello, todos los manuales de buenas prácticas de resolución de conflictos y las experiencias más serias, como la de Irlanda, indican que la construcción de confianza en la concreción de lo pactado es fundamental.
Javier Calderón Castillo / Viernes 27 de mayo de 2016
 

Después de dos años de espera, con mucha expectativa y esperanza, el pasado 30 de marzo el pueblo colombiano y la comunidad internacional conocimos la gran noticia sobre la formalización pública de los diálogos de paz entre el Gobierno de Colombia y la guerrilla del ELN. Desde la ciudad de Caracas, ambas partes explicaron al mundo la agenda pactada de seis puntos y las pautas metodológicas para su desarrollo, anuncio que daba la impresión de concluir una larga e intensa fase de desacuerdos en torno a los puntos de agenda, los países de la sede del diálogo y los temas de participación social. En apariencia todo estaba listo para el inicio de los ciclos de discusión en el mes de mayo, teniendo como sede Ecuador.

La alegría y expectación duraron poco: casi dos meses después y a punto de terminarse el mes de mayo, la lamentable noticia es que los diálogos aún no comenzarán. El presidente J.M. Santos decidió condicionar el comienzo del debate sustantivo de la agenda a que el ELN abandone la práctica del secuestro. Una exigencia post scríptum que se asemeja a aquella en la que el presidente colombiano reversó la firma del acuerdo de Justicia Especial para la Paz, pactada con las FARC-EP en la Habana: todos recuerdan que después de la foto de Santos y Timochenko el 23 de septiembre de 2015, el Gobierno decidió retractarse de la firma de dicho acuerdo, poniendo en riesgo la credibilidad del proceso y la paz misma.

Los procesos de paz se hacen entre rivales (enemigos). Por ello, todos los manuales de buenas prácticas de resolución de conflictos y las experiencias más serias, como la de Irlanda, indican que la construcción de confianza en la concreción de lo pactado es fundamental. ¿Qué puede pensar la contraparte cuando, antes de firmar un acuerdo de paz, las reglas del juego son cambiadas y los papeles firmados son despreciados? Por lo menos, en este caso, de seguro se habrá socavado la poca confianza lograda entre las partes en la fase inicial.

Esto lo saben J.M. Santos y su equipo negociador encabezado por Frank Pearl, quien es un político profesional que, además, conoce al ELN de otros intentos de negociación. Las razones para la nueva constricción presidencial son múltiples, la más innegable es su declive en la gobernabilidad (tiene tan sólo el 21% de imagen positiva), evidenciando su falta de capacidad de respuesta a las presiones de los sectores pro guerra dentro y fuera del Gobierno, encarnados desde posiciones políticas diversas por el vicepresidente Vargas Lleras y por el uribismo, quienes están imponiendo una agenda caótica en búsqueda de hacerse al gobierno con la guerra de por medio.

Este aplazamiento unilateral de los diálogos de paz con el ELN demuestra también que existen diferencias en las clases dominantes para dar pasos certeros en el camino a la paz, a la apertura democrática y menos a permitir en el país la disputa política por el poder desde los sectores plebeyos y subalternos. Todo muy consecuente con el retroceso democrático que vive Latinoamérica a partir del golpe cívico-militar en Honduras en el año 2009, reafirmado en el golpe en Paraguay y luego el que estamos presenciando en Brasil. Ese clima golpista, pro norteamericano y de extrema derecha lo sienten los sectores más cavernarios de Colombia como un bálsamo que reafirma su pensamiento retrógrado, latifundista y anclado en la guerra fría.

J.M. Santos se ha jugado su capital político por la paz. Sin embargo, el aplazamiento está realizado con un cálculo político de correlación de fuerzas. El Gobierno pretende generar un impacto negativo para la izquierda colombiana, que viene tratando de unificarse alrededor de las posibilidades democráticas pensadas para el posacuerdo de los procesos de paz con las FARC-EP y el ELN. Recordemos que el gobierno impidió a toda costa una mesa unificada integrada por ambas insurgencias y viene jugando con los tiempos para que los debates de ambas mesas, complementarias en lo temático, no generen una movilización social de mayor escala (y alcance) que la lograda por la Cumbre Agraria, Étnica, Campesina y Popular.

Ojalá los movimientos políticos y sociales de la izquierda colombiana tengan la madurez para entender el juego pretendido por el Gobierno, proyectando un apoyo irrestricto al proceso de paz con las dos mesas de diálogo, en especial porque una y otra articulan debates profundos de la realidad. Cualquier división en el apoyo de la izquierda al proceso de paz (a ambas mesas) sería catastrófica.

El país está de acuerdo con que el secuestro debe ser superado como práctica, es uno de los tantos temas incluidos en las demandas de los sectores sociales y políticos del país. Al igual que las demandas sociales de proscribir la desaparición forzada, los montajes judiciales contra líderes sociales, acabar con el paramilitarismo, la condescendencia estatal con la corrupción, también es urgente la proscripción de las conexiones del narcotráfico y la política que le impiden a candidaturas populares y honestas llegar a los gobiernos locales.

Después de 65 años de guerra, la lista de demandas de las víctimas, de las organizaciones sociales y de toda la sociedad en general es altísima, por eso urge que se inicien los diálogos con el ELN y se concrete un gran acuerdo con las FARC-EP. Esa será una forma de derrotar a los señores de la guerra, encabezados por Uribe y sus cómplices. Un acuerdo de paz pondrá a Colombia en un escenario de disputa política que seguro dará oxigeno a los movimientos emancipadores del continente. Aunque la firma de los acuerdos de paz no genere cambios mágicos, sin duda modificará el actual escenario político donde la derecha no tiene competencia, porque esta ha sabido aprovecharse del ruido de las bombas y los fusiles. Gobierno y ELN: para Colombia el diálogo sigue siendo la ruta.