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El regreso del autoritarismo en política: ¿de Erdogan a Ordóñez?
André-Noël Roth / Lunes 1ro de agosto de 2016
 

Los eventos recientes en Europa, en EE.UU. y en América Latina parecen marcar el fin de un ciclo político en donde los valores democráticos parecían imponerse como referentes teóricos fundamentales de la organización política (aunque, claro está, siempre lejos de ser una realidad en la práctica). Abierto con el derrumbe de la Unión Soviética y la expansión y legitimación consecuentes de regímenes políticos fundamentados en la democracia representativa, el ciclo democrático liberal de inspiración laica parece cerrarse. Soportado por la expansión global del capitalismo en su variante neoliberal, los límites actuales de éste cuestionan así no sólo los regímenes políticos que le dieron soporte, sino la idea misma de democracia.

La expansión económica neoliberal, que pretende reducir todos los aspectos de la vida a un simple cálculo utilitarista (incluida la política), ha integrado y sometido brutalmente a su lógica territorios, poblaciones y culturas. En un primer momento, ilusionadas por la posibilidad de un occidental way of life presentado como un cuento de hadas consumista, las poblaciones celebraron los valores liberales que permitieron el despliegue del utilitarismo a través del mercado y la competición generalizada, sin darse cuenta de las consecuencias en términos de desestructuración societal, de precarización generalizada y de crecimiento de las desigualdades, tanto en las sociedades “desarrolladas” como “en vía de desarrollo”.

La rapidez y la violencia de estos eventos han provocado la necesidad para muchos individuos excluidos del cuento de hadas (es decir la mayoría de las poblaciones) de engancharse a nuevos valores que les permiten dar sentido e identidad a sus existencias. Según las circunstancias, el nacionalismo (o regionalismo) y/o la religión (re-liga), o una mezcla de los dos, se presentan entonces como los valores que permiten preservar o construir su identidad específica amenazada por la lógica capitalista destructora de los lazos sociales. El problema con estos “nuevos” valores es que son totalitarios: la nación y la religión son valores no negociables. Usted es o no es católico, musulmán, etc. Es o no es francés, turco, colombiano, etc. Si existen divergencias en las definiciones de estos valores, entonces va a surgir aún una disputa sobre cuál es la definición legítima, todas excluyentes las unas de las otras, generando así una radicalización y un dogmatismo aún mayores. El retorno de la religión como valor fundamental para justificar la acción política y pública imposibilita cualquier progreso democrático, ya que la religión implica la verdad incontrovertible, mientras que la democracia necesita, y se satisface con, la veracidad. La religión como política significa por lo tanto la negación de la posibilidad deliberativa.

En este contexto, en la medida que la disputa entre valores, que son irreconciliables e innegociables por definición, retoma vigencia en la definición de las políticas, los debates políticos ya no se pueden fundamentar sobre una competencia o comparación razonable entre diferentes programas políticos que tendrían cabida en el marco institucional de las democracias liberales o de cualquier otra forma democrática. El debate político razonable basado en la deliberación pública cede y se vuelve inútil ante las actitudes dogmáticas y pasionales. Si bien estos elementos valorativos y emocionales hacen parte de toda acción humana (el co-razón), incluido en las decisiones políticas –no se puede separar tan tajantemente la razón del corazón, la objetividad de la subjetividad–, es, sin embargo, peligroso y hasta mortal para la idea democrática que estos últimos elementos dominen y orienten los procesos de decisión y las acciones políticas.

La situación en Europa, en donde de un lado las políticas neoliberales han ampliado las desigualdades y la exclusión social y, del otro, el radicalismo religioso ha reavivado divisiones culturales, ha desembocado en un nuevo nacionalismo que se vincula con una defensa de la cristiandad en casi todos los países europeos. La mayoría de los ingleses acaban de expresar su ruptura con sus élites políticas tradicionales a través del Brexit, culpando a la Unión Europea de las consecuencias sociales y económicas de las políticas promovidas por sus propios políticos; la crisis de los refugiados ha facilitado la erección de nuevos muros en toda Europa oriental.

En todos los países europeos los partidos nacionalistas protofascistas, y frecuentemente ligados a movimientos conservadores cristianos –católicos o protestantes–, están en progresión; Francia se encuentra en una posición particularmente preocupante con el desprestigio total de sus élites políticas tradicionales y la tentación de dar su oportunidad a la extrema derecha. Su importante población de confesión o cultura musulmana, el alto nivel del desempleo y la precarización, y el papel de Francia en la lucha contra el grupo rebelde “Estado Islámico”, hacen de este país un blanco ideal para desarrollar una “estrategia de la tensión” por parte de los grupos islamistas que usan la religión como bandera política. La victoria del islam político sería lograr que el partido extremaderechista Frente Nacional alcance a ganar las elecciones presidenciales del próximo año. Cada atentado del islam político, o reivindicado como tal, perpetrado en Francia, es una especie de acto de propaganda por el hecho a favor del partido de Marine Le Pen. El terremoto político que provocaría su elección a la presidencia de la República francesa en Europa sería enorme y de consecuencias imprevisibles para la Unión Europea y todo el continente. Del lado de Rusia, el autoritarismo de Putin no permite dar muchas esperanzas tampoco.

En los países de cultura musulmana, después de la esperanza provocada por la primavera árabe, la situación es aún peor. La región está devastada por las consecuencias de las intervenciones militares occidentales aventuradas y sin visión a largo plazo. Mientras que hace apenas unos años, Turquía soñaba aún con integrar la Unión Europea, ahora los últimos acontecimientos, con el fallido golpe de Estado, ofrecen a su actual presidente Erdogan la oportunidad de desplegar su islam político mediante su contragolpe –un fujimorazo a la turca– y acelerar su sueño de restablecer el sultanato de una Gran Turquía como líder del mundo musulmán sunita –ver su actitud pasiva si no de apoyo discreto al grupo armado “Estado Islámico”– en su competencia con el mundo musulmán chiita liderado por Irán. La política islamista de Erdogan representa la victoria política del grupo “Estado islámico”. Las purgas en curso en todas las instituciones públicas del país (55000 funcionarios arrestados o despedidos en menos de una semana, Estado de sitio, la Convención europea de los Derechos Humanos suspendida) corresponden sin duda a un plan preexistente al intento golpista. Este último fue tal vez producto de la reacción desesperada de unos militares que se sabían ya amenazados. El contragolpe de Erdogan da la oportunidad al islamismo político sunita de imponerse en el país y cerrar el paréntesis laico impuesto en Turquía por Atatürk. La Inquisición en su versión musulmana está en pleno desarrollo.

En Estados Unidos, la entronización de Donald Trump marca igualmente el ocaso de la idea de la democracia como institución para la deliberación razonable. Parece que a más mentiras, contradicciones, insultos o barbaridades expresados, más votos. Allá, hace ya rato que los datos y las propuestas de políticas públicas argumentadas con datos no son importantes para debatir y dominar en política. Una mezcla de nacionalracismo, de odio al otro, de mitología americana, de patriarcalismo, de fervor religioso, la promesa de construir todo tipo de muros “protectores” contra el otro, y un talento para el espectáculo y el entertainment político-mediático, constituyen una mezcla suficiente para presentar una alternativa creíble frente a una desacreditada élite política corrompida por el dinero, y transformar los votos en cheque en blanco al fanatismo y al dogmatismo. Hillary Clinton no la tiene ganada.

En América Latina, después de un proceso esperanzador con regímenes políticos liberales y/o “progresistas”, la corrupción y el deterioro de las finanzas públicas ligada al frenazo económico internacional, muestran los fracasos en términos de profundización de la democracia política y social. En momentos de la reaparición de dificultades económicas, se asiste al regreso de las viejas recetas caudillistas. Venezuela, Ecuador, Brasil, Argentina, a pesar de haber avanzado en importantes logros sociales por cuenta de la bonanza económica invertida en políticas públicas distributivas (más que redistributivas), ya no representan ninguna referencia en materia de participación y deliberación democráticas. Los espacios democráticos se restringen en todo el continente.

Colombia pone sus esperanzas en la culminación de las negociaciones con las FARC en La Habana para ampliar y consolidar su democracia. Sin embargo, las limitaciones y debilidades institucionales del Estado en gran parte del país y las restricciones presupuestales hacen dudar de su capacidad y voluntad reales para implementar estos acuerdos. Hace falta una verdadera política de despliegue institucional en las regiones que apunte a una reconstrucción general del Estado y de lo público. Los inevitables problemas que ocurrirán en el proceso de implementación de los acuerdos de paz podrán ser aprovechados políticamente por los opositores sociales, económicos y políticos a los acuerdos firmados. En este sentido, la próxima elección presidencial será un momento clave para el país y su futuro democrático.

Desde ya se puede vislumbrar la construcción de un proyecto político católico-conservador para encarar las elecciones presidenciales de 2018. Una alianza victoriosa alrededor del Centro Democrático, con Uribe, y del Partido Conservador, con el ex procurador Alejandro Ordóñez, podría desvirtuar los contenidos de estos acuerdos de paz a mediano plazo, una vez pasado el entusiasmo inicial provocado por la firma de los acuerdos, y limitar los espacios democráticos.

Este escenario entraría en coincidencia con la tendencia internacional antes señalada del regreso generalizado del autoritarismo y de lo religioso en política. Si hace algunos años existía una legítima preocupación por la infiltración del paramilitarismo en el Congreso de la República, hoy en día debería ser preocupación para todos los demócratas la infiltración de la religión en el Congreso. Son siempre más evidentes los guiños electorales hechos a los movimientos religiosos por los políticos. Cuando la religión se hace argumento político, el fascismo está a la puerta. Las dos expresiones se refuerzan mutuamente y coinciden en su odio a la deliberación pública y, en el fondo, a la democracia. En este sentido, un tándem conformado por Uribe y Ordóñez bien podría ser el cimiento ideológico de lo que se podría considerar como un grupo político “Estado católico” para reformatear el Estado y las instituciones colombianas a partir del próximo periodo presidencial. ¿Podría Ordóñez, con su ultraconservadora Fraternidad Sacerdotal San Pío X, ser el Erdogan colombiano? Se necesita urgentemente devolver las verdades religiosas al ámbito de las creencias privadas.