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Teoría y crítica
El estado burgués en la lucha de clases
Carlos Sánchez Ramos / Miércoles 4 de marzo de 2009
 

Los clásicos del marxismo dejaron una amplia y minuciosa descripción de la manera como el Estado desempeña su papel de actor principal en la lucha contra el proletariado. La historia ha refrendado esa descripción, pero no ha dejado de lado nuevas expresiones inspiradas en la sevicia de la dominación, cada vez menos escrupulosas frente a las normas morales y legales que el mismo sistema capitalista inventa, ante todo para exigir a sus adversarios que las observen puntualmente. Además ha explicado el esmero con que se buscan ocasiones y pretextos para lanzar las tropas contra las manifestaciones de descontento o de protesta de los obreros y los campesinos.

El proceder de burgueses y terratenientes viene desde los albores del sistema. Parece oportuno citar que el 14 de junio de 1791, los revolucionarios franceses declararon que todas las coaliciones obreras que se organizaran serían reputadas como un atentado contra la Declaración de los Derechos del Hombre, sancionable con una multa de 500 libras y con la privación de la ciudadanía activa durante un año.

En el sector rural

Dado que el objetivo fundamental de la política oligárquica es eternizar el dominio del capital y la esclavitud del trabajo, toda acción tendiente a mejorar las condiciones de vida de los asalariados es calificada como una utopía y “una utopía que se convierte en crimen tan pronto como intenta transformarse en realidad”. Es éste un carácter permanente del sistema oligárquico. En la historia contemporánea de Colombia fue proverbial la unidad de los poderes civiles, militares y eclesiásticos para defender la situación vigente en el sector rural, tan pronto como se propusieron algunos cambios en el régimen de propiedad de la tierra, bien modestos por cierto. Tierras que pertenecieron a los arhuacos o a los sibundoyes y que pasaron a manos de comunidades religiosas, no pudieron ser recuperadas por sus dueños originales. Algunos procuradores agrarios se comportaban de manera singular. Si algún grupo campesino invadía unos predios, los procuradores decretaban un statu quo consistente en hacer que la Fuerza Pública expulsara a los invasores y los terrenos volvieran a manos del terrateniente. Sin embargo, si el invasor era un latifundista, el statu quo consistía en que éste conservara el terreno hasta que el campesino demostrara ante la Justicia ser propietario legítimo.

Cuando se intentó abrir un programa favorable para los pequeños arrendatarios y aparceros, los escuadrones de la Policía los obligaban a abandonar las parcelas y a alejarse del lugar a fin de que les fuera imposible demostrar que tenían derecho a la adjudicación de tierras.

No es necesario rememorar casos del siglo pasado. El paramilitarismo, creado supuestamente para proteger a los latifundistas del asedio guerrillero, en realidad constituye un cuerpo de guerra para apoyar al Estado en la lucha contra los trabajadores. El conflicto social armado busca definir la continuidad o el fin del monopolio latifundista sobre la tierra. Los paramilitares, sin embargo, mediante masacres nunca vistas antes, se han apropiado de alrededor de seis millones de hectáreas. Los campesinos que no perecieron bajo el fuego criminal deambulan en las ciudades como desplazados carentes de empleo y de ingresos. El Estado no realiza esfuerzo alguno para la reparación de las víctimas; por el contrario, cobija a los criminales con un régimen de impunidad escandaloso. Mientras tanto, los campesinos pobres y los afrodescendientes apenas inician la tarea de la organización, a imitación de las comunidades indígenas, ya capaces de grandes y disciplinadas movilizaciones.

En el sector urbano

En el sector urbano, el Estado combina todas las formas de lucha contra el proletariado. Con las mayorías de que disponen en el Congreso, los gremios económicos y el Gobierno, coaligados, decretan, por una parte, regulaciones del derecho laboral en detrimento de los ingresos de los trabajadores, mientras, por otra, conceden reducción de los niveles de tributación para los empresarios. La violencia no es ajena en la confrontación de las clases en las ciudades. La Central Unitaria de Trabajadores informa que el número de homicidios a sindicalistas en los últimos años asciende ya a 2.600 víctimas. La situación colombiana ha creado preocupación en el continente.

Ignoramos si los llamados “falsos positivos” son una especie de aporte de la oligarquía y el gobierno colombianos para reforzar la represión. Los “falsos positivos” consisten en dar muerte a ciudadanos pacíficos, para presentar sus cadáveres como pertenecientes a guerrilleros caídos en combate con las Fuerzas Armadas. Se trata de un recurso que pretende hacer creer que el Gobierno avanza triunfante en el conflicto. Siendo ministro de Defensa, el señor Camilo Ospina expidió una directiva, la número 029 de 2005, donde se contempló el pago de recompensas en dinero por la muerte de subversivos causada en combate. El radioperiódico de la W informó el 10 de octubre de 2008 haber obtenido el texto de la directiva, clasificada como documento secreto, y haber hallado que allí se fijaron criterios para otorgar las recompensas. Según las estadísticas de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía, a partir de la expedición de la directiva las denuncias aumentaron de 73 en el año de 2005 a 245 en 2007. Imposible negar que esa directiva haya estimulado el delito.