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Opinión
Para que la paz no marche más entre la guerra
Johann Sebastian Reyes Bejarano / Viernes 17 de febrero de 2017
 

Era la década de los 40 del siglo pasado cuando un carismático abogado, egresado de la Universidad Nacional, encabezaba una marcha gigante que irrumpía en Bogotá con miles de personas llegadas de todo el país. Los miles que marchaban en silencio exigían una sola cosa a través de la voz de aquel único orador: que cesaran los asesinatos en contra de las familias campesinas que habitaban los territorios de influencia liberal, que cesaran la persecución y los asesinatos para evitar que estallara en Colombia una guerra civil cuando aquellos perseguidos ya no soportaran más los atropellos y se decidieran a vivir, o le dieran paso a la venganza.

La matanza continuó hasta llevarse incluso la vida de aquel orador conocido hoy en día en las billeteras de cualquier colombiano como Jorge Eliecer Gaitán. Entonces, aquello que él vaticinó y que quería impedir, comenzó después de su asesinato en Bogotá: una guerra civil y una matanza de proporciones demenciales estallaron bañando en sangre la historia de Colombia. Todos se armaron en el campo, muchos salieron a matar a filo del machete en nombre de uno y otro partido, mientras los dirigentes máximos lucían impecables en los palacios azuzando la matanza a través de periódicos y radios.

Desde entonces, antes y hasta ahora, Colombia ha sido un proyecto de Nación, un territorio que apuesta a consolidarse como Estado en medio de una diversidad de ejércitos que luchan por dominios territoriales… Si así de lejanos nos vemos ¿Qué pasó entonces en aquel triste periodo de la violencia en el que murieron de formas terribles más de 200 mil personas y quedaron millones desplazados? Pasó que no todos perdieron, pues al vaciarse de gente los campos por la violencia hubo otros que se adueñaron de aquellas tierras que antes de la llegada de los campesinos eran agrestes e incultivables. El periodo de la violencia fue también un gran periodo para el crecimiento del latifundio, terratenientes compraron a cualquier precio las tierras o simplemente se adueñaron de las mismas a la brava cuando quedaron vaciadas.

El relato de país dice que el periodo de la Violencia terminó con el golpe de Estado liderado por Rojas Pinilla a mitad de siglo, quien se presentó como el nuevo pacificador a través un proceso negociado de desarme con las guerrillas de entonces. Al final quienes perdieron la vida se fueron al recuerdo o a engrosar las cifras que resumen la tragedia de una guerra; mientras que los sobrevivientes se movilizaron hacia las ciudades, o hacia otros territorios de agreste selva a continuar tumbando monte y creando nuevas fincas y veredas, o se mantuvieron armados desconfiando de aquel proceso que el gobierno de Rojas Pinilla prometió porque es bien sabido que después de hacer las armas a un lado, fueron asesinados muchos de los guerrilleros liberales que se decidieron por la paz como fue el caso emblemático de Guadalupe Salcedo.

Entre los sobrevivientes armados, un jovencito de familia liberal llamado Pedro Antonio Marín, que había pasado buena parte de su vida huyendo para que no lo mataran por su origen, decidió armarse e insertarse con un grupo de hombres armados en las montañas. Seguros de que era la única forma de mantenerse vivos y mantener con vida a las familias que marchaban a su lado. Eran los tiempos de la autodefensa campesina pues algunos se dieron cuenta que, más allá del partido, lo más peligroso era ser campesino en un contexto en el que el latifundio crecía a la par de la violencia.

Marcharon entonces, en larguísimas filas y columnas, las muchas familias buscando asentarse en territorios pacíficos custodiados por la autodefensa campesina compuesta por sus hijos, tíos y padres sirviendo de cortina armada ante la violencia que nunca se fue del campo. Pero un nuevo monstruo apareció en la radio y los periódicos, anunciado por las dirigencias liberal-conservadora, ahora unidas en el gobierno del Frente Nacional: “el comunismo”

Ante la “amenaza comunista internacional” el gobierno no permitiría estos asentamientos de familias bajo la influencia de ideas socialistas, a las que llamó “repúblicas independientes” o “republiquetas” para acentuar un poco más el tono de desprecio. Inició así una tenaz operación militar contra asentamientos como el de Marquetalía, donde se encontraba el ahora más maduro Pedro Antonio, quien desde hace un tiempo se hacía llamar así mismo Manuel Marulanda Vélez, en homenaje a alguien que admiraba y no pudo sobrevivir a la violencia de la policía años atrás.

Sectores de la academia colombiana y de otros países, así como políticos progresistas y los mismos campesinos que ocupaban estas zonas como Marquetalia, advirtieron que no se trataba de “repúblicas independientes” como lo decía el gobierno, y que no respondían a ninguna potencia extranjera que trataba de invadir a Colombia; todos indicaron que lo único que bastaba era que se garantizara a las familias campesinas el derecho a permanecer dignamente en estos territorios para evitar el resurgir de la violencia a gran escala. De nuevo, el gobierno decidió no escuchar y desplegó un tenaz ataque sobre ellos. Al final del viaje, un grupo de campesinos con perros, mulas y corotos, custodiados por otro grupo de campesinos armados sobrevivientes de la guerra pasada, lograron romper el anillo que el Ejército había creado para cazarlos. Entonces marcharon nuevamente sobre las cordilleras insertándose cada vez más en las montañas, a la par de los campesinos colonos que arribaban a tierras vírgenes para cultivar allí hasta que eran sacados por la violencia, el abandono estatal o el latifundio, y así migrar de nuevo y continuar el ciclo.

Narradores de distintos orígenes políticos coinciden en que después del ataque a Marquetalia nació una guerrilla móvil que de marcha en marcha se convirtió en un ejército que alcanzó una cifra cercana a los 20 mil soldados mayoritariamente de origen campesino llamado FARC-EP. La guerra se extendió por 50 años dejando una cifra de más de 200 mil muertos, unos 30 mil desaparecidos y seis millones de desplazados. Y de nuevo, no todos perdieron. El latifundio no ha parado de crecer y las tierras donde hubo masacres paramilitares y desplazamiento forzado, ahora le pertenecen a pocos bien librados que volvieron a pagar cualquier peso por la tierra, o simplemente se adueñaron de la misma.

Hoy el ejército de Pedro, que murió de muerte natural en las montañas después de haber desafiado al gobierno por más de 50 años, lleva a cabo su última gran marcha, y tras insistir en una solución negociada al conflicto durante años, ahora se concentran en distintos territorios del país para empezar la dejación de las armas y dar el paso definitivo a la vida civil después de que el gobierno accediera a negociar para dar fin a la matanza. Durante esta última marcha los guerrilleros, que esperan dejar de serlo para convertirse en actores políticos civiles en sus territorios, se han encontrado con dos circunstancias: la primera, el apoyo esperanzador a la voluntad que tienen hoy las FARC por parte las comunidades campesinas que han sufrido de forma más cruenta la violencia; y segundo, la improvisación del gobierno en la preparación de estas zonas que han de cumplir el papel de ser, nada más y nada menos, que el primer paso hacia la dejación de las armas de la guerrilla más grande. Un hecho preocupante por un lado porque muestra el nivel del compromiso del gobierno, y esperanzador por otro lado pues ha dejado ver que las FARC se han decidido a que definitivamente esta sea su última marcha como ejército.
Finalmente, de nuevo se encienden las alarmas debido a que están siendo asesinados sistemáticamente líderes campesinos en distintos territorios del país, mientras los espacios abandonados por las FARC empiezan a ser ocupados por grupos paramilitares que amenazan y asesinan a estos liderazgos que han garantizado la cohesión y existencia de las comunidades durante años. Entonces cabe preguntarse cuál ha sido el origen de aquellos perseguidos en el campo como el mismo Pedro Antonio que terminó siendo Manuel, si su condena es ser liberales, conservadores, comunistas, o simplemente padecen por su origen campesino sin importar su color político pues son vistos por ciertos sectores económicos como opuestos al progreso, como una carga que encarna el nuevo monstruo: “el atraso económico”

Tal vez sea tiempo de una marcha que desborde todas, una marcha ciudadana definitiva para acompañar a las comunidades campesinas que resisten en los territorios, para exigir que el campesino sea un sujeto de derechos reconocido constitucionalmente, para rodear la oportunidad de construir paz y apostarle a la creación de un Estado Nacional que deje en el pasado los ejércitos privados y se concentre en garantizar el buen vivir de la ciudadanía que lo sostiene, un cambio de enfoque y de liderazgo político, un relevo generacional y de ideas que se plantee un desarrollo alternativo donde quepan las distintas ciudadanías que habitan Colombia y la potencian.

Para que esta nueva alarma no se convierta en el anuncio previo de otro estallido violento, y la paz no siga marchando como siempre en medio de la guerra, es tiempo de otra gran marcha colectiva que supere los discursos tradicionales de las élites políticas. La paz, al igual que Colombia, están por construirse.