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Opinión
Violencia, marca de identidad
Carolina Vásquez Araya / Martes 9 de mayo de 2017
 

Periodista y editora chilena. Se destaca por sus logros profesionales en el desarrollo de proyectos de gran éxito que avalan sus cualidades de liderazgo, creatividad y relaciones públicas.

Ha aportado sus conocimientos en proyectos de organizaciones con intereses orientados al desarrollo social, cultural y económico con especial énfasis en los sectores cultural y educativo, emprendimiento, derechos humanos, justicia, ambiente, mujeres y niñez.

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Eso en que hemos convertido las relaciones y la naturaleza, habla por sí solo.

No es necesario escarbar demasiado para ver las manifestaciones de esa fascinante estructura de instintos e impulsos, deseos y rechazos propios de nuestra naturaleza imperfecta. Estamos constituidos de odios y amores, dependencias y apetitos, girando en torno a un egoísmo difícilmente controlable. ¿Qué nos impide actuar como seres primitivos, sino el miedo a las consecuencias? El amplio panorama de la historia pasada y presente es un gran tratado sobre la violencia y el ansia de poder, pero especialmente sobre los mecanismos de represión -más o menos efectivos- sobre una humanidad abandonada a sus deseos.

Las religiones han cumplido su papel: el miedo al castigo y a la perdición del alma han actuado como un disuasivo poderoso sobre grandes masas, pero el mensaje de amor nunca ha sido suficientemente efectivo como para modificar el impulso atávico de destruir a quienes piensen o actúen diferente, porque esa defección representa una amenaza para la hegemonía de un grupo social sobre otro. De ahí las guerras santas con su orgía de sangre y su mensaje de odio. Es entonces cuando surge la duda de si el primer acto humano está condicionado por ese terrible sentimiento.

En qué momento de la historia se produjo la marginación de la mujer resulta difícil de determinar, en parte porque el relato del pasado está ya teñido con una visión patriarcal. Pero el hecho es que esa marginación se fue perpetuando y fortaleciendo al punto de convertirse en un valor social indiscutible, incluso para la población víctima de tales prácticas. Contra la mujer resulta fácil ejercer violencia. Es físicamente más débil y psicológicamente ya viene programada desde la niñez para someterse a la voluntad masculina. Los impulsos de liberación son ridiculizados por la colectividad con el propósito de detener ese afán independentista, lo cual impacta profundamente en la psiquis y en la autoestima de ese importante segmento de la población.

Únicamente por eso y por esa inclinación natural a destruir al otro que en apariencia caracteriza a nuestra especie, es posible entender la pasividad ciudadana ante el asesinato de niñas y mujeres, las violaciones sexuales, la práctica “hogareña” del incesto, la falta de atención a sus necesidades básicas de protección, educación y salud. Allí es en donde mejor se identifica el odio ancestral que plasma su impronta en nuestros actos cotidianos. En ese desprecio por la vida misma es en donde podemos vernos en un espejo de alta definición, sometidos a la fuerza de prejuicios y atavismos heredados.

Cuando miramos alrededor y vemos tanta destrucción y tanto silencio de los justos se agolpan las preguntas sobre cuándo se produjo la pérdida de los principios y valores de la sociedad, pero también si esos principios alguna vez existieron o simplemente fueron desafíos que pusieron ese hecho en evidencia. Hoy, entre tanta agresividad, crimen impune e indiferencia, es imperativo retomar el tema y cuestionarse con seriedad y compromiso cuál es el papel de la comunidad en este escenario de dolor y muerte. Estamos rodeados de maldad y hemos sido incapaces de reaccionar para detenerla. Si la comunidad es tan devota y amante de la paz como aparenta en las redes sociales y en sus círculos personales ¿Cómo es posible permanecer impávida ante el horror que la rodea? ¿O es que su discurso de amor al prójimo sólo funciona como un maquillaje para disimular su insensibilidad y falta de empatía? Sólo por medio de un despertar de la conciencia será posible revertir esa tendencia autodestructiva y reparar profundas carencias.

Rompetexto: la indiferencia ante el sufrimiento ajeno parece ser la marca de identidad de nuestra especie.

elquintopatio@gmail.com