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Opinión
Tumaco: coca y terror de Estado
Periódico El Turbión / Jueves 19 de octubre de 2017
 

La masacre de Tumaco del pasado jueves 5 de octubre demuestra no solo que la Fuerza Pública sigue dispuesta a dar trato de guerra a la protesta social sino la incapacidad del Estado para resolver por un método diferente a la violencia el grave problema de la población que sobrevive gracias a los cultivos de uso ilícito y, así, cumplir con lo acordado en La Habana.

Los hechos ocurrieron cuando la Policía abrió fuego contra los campesinos, afrodescendientes e indígenas que protestaban en contra de la erradicación forzada de cultivos de coca en el consejo comunitario afro de Alto Mira y Frontera del corregimiento de Llorente del puerto nariñense, dejando al menos 6 muertos y 20 heridos de bala hasta donde ha podido comprobar la Defensoría del Pueblo.

Sin embargo, los testimonios allegados a distintas organizaciones defensoras de derechos humanos hablan de un número mayor de asesinatos que no han podido ser comprobados, toda vez que los uniformados abrieron fuego y lanzaron granadas de aturdimiento contra la misión independiente de verificación que intentó llegar al lugar de los hechos el pasado domingo 8 de octubre, a la vez que se acusa a la Fuerza Pública de alterar la escena del crimen.

Coca para poder vivir

Las tierras en Tumaco están vestidas del color verde claro de la hoja de coca y no son pocos los campesinos, afrodescendientes e indígenas que se ven forzados a vivir de esta economía ilícita que, en la práctica, poco tiene que ver con las jugosas ganancias de los exportadores de cocaína.

Esto guarda una estrecha relación con el volátil precio que pagan los
narcotraficantes y con la zozobra con la que tienen que vivir los cultivadores.
Es todo un desmadre lo que la gente tiene que soportar no solo por la expansión paramilitar luego del desarme de la hoy llamada Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) sino por el poder que este hecho dio a los comerciantes de la droga. En febrero de 2017, pobladores de Tumaco narraban a este medio que, al retirarse la antigua guerrilla a sus campamentos y a la zona veredal de La Playa, el precio bajó porque los narcos ya no eran obligados por aquella a mantener unos precios regulados y porque el kilogramo de pasta base había pasado a valer $1’600.000. Hoy, según fuentes consultadas de la zona, la erradicación puso el precio de la arroba de hoja coca al alza y el kilogramo de pasta base está a $1’800.000 mientras corre peligrosamente hacia su máximo histórico de $2’000.000.

Estas cifras son de mucha relevancia cuando de cada tonelada de hoja fresca se procesa en el Pacífico colombiano aproximadamente 1,6 kg de pasta base, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), con lo que por cada kilogramo de hoja se paga al cocalero una cifra cercana a los $2.800.

Así las cosas, no es por avaricia que las comunidades afrodescendientes, indígenas y campesinas cultivan coca y protestan contra la erradicación forzada, mientras el Estado no presenta planes viables para sustituirla por otro tipo de productos. Aparte de los cultivadores de la planta ancestral, miles de cosechadores o ‘raspachines’ de diferentes etnias y condiciones conforman un gigantesco grupo de transhumantes que depende para vivir de arrancar sus hojas en la única actividad que resulta rentable y dinamiza la economía en el municipio que, según la Policía Nacional, tiene la mayor concentración de estos cultivos en Colombia.

La situación de dependencia forzada a la la economía ilícita de la coca que se vive en Tumaco es compartida no solo por otros municipios de Nariño sino por varios departamentos en Colombia. De ahí la importancia de que se cumpla con lo acordado en La Habana en torno a la sustitución de cultivos.

La erradicación forzada, acompañada de uniformados armados hasta los dientes, sin titulación de tierras para los campesinos, indígenas y afrodescendientes que viven de los cultivos ilícitos, y sin condiciones para un desarrollo agrario integral y sostenible solo puede ocasionar temor y hambre.
Si un cultivador de coca pierde toda su cosecha y no tiene otra fuente de ingreso, de seguro pasará penurias y se verá forzado a sembrar más coca para suplir sus necesidades y las de su familia al no contar con ningún otro producto que le resulte rentable. Eso lo sabe bien la gente del campo, así como entiende que el Estado colombiano no le ha ofrecido nunca garantías para vivir de otra cosa: hasta la fecha todos los programas de sustitución concertada han fracasado por corrupción, mal manejo de semillas, ausencia de centros de acopio y falta de acompañamiento técnico al campesino y de apoyo para la comercialización de productos alternativos como el cacao, tan mencionado en lo conversado en La Habana.

Las protestas continuarán

Ante la dependencia de la economía de la coca, las protestas de afrodescendientes, indígenas y campesinos acompañarán la erradicación forzada que impone el Estado ante el fracaso del Plan Colombia y la amenaza de descertificación antinarcóticos de Trump. Por esto, debe ser tomada muy en serio la masacre cometida en Tumaco, pues situaciones similares están a punto de repetirse en zonas como el Catatumbo y otras en las que, a pesar de que la movilización cocalera ha logrado acuerdos con el gobierno, la Policía y los erradicadores han lanzado toda una ofensiva a partir de la injerencista declaración del presidente estadounidense.

En Tumaco se demostró cómo sigue pensando la Fuerza Pública en tiempos de paz: los uniformados siguen viéndose a sí mismos como un poder omnímodo que puede pasar por encima de quien sea y a los cocaleros como parte de un enemigo interno al que se le puede disparar y eliminar. Esta masacre de civiles por parte de la Policía también demuestra cómo al Estado colombiano, al son de sumar áreas erradicadas y resultados para mostrarle a los Estados Unidos, poco le importa la vida de los históricamente privados de derechos o resolver las múltiples necesidades de la Colombia rural, desde siempre la más golpeada por la violencia y el narcotráfico.

En lo que respecta a esta idea del enemigo interno, hay que tener en ccuenta su amarga historia en Colombia: basta ver el genocidio contra la UP y otros movimientos amplios de ciudadanos como A Luchar y el Frente Popular en la década de los 80, los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por el paramilitarismo en contra de civiles y la constante criminalización de la protesta social para entender qué tanto esta doctrina, fabricada por el Pentágono durante la Guerra Fría, tiene raíces entre la Fuerza Pública y la élite política y económica del país. Por desgracia, lo que ha ocurrido en Tumaco demuestra no solo que no existe mayor disposición para que los agentes estatales la abandonen sino que hay que esperar lo peor cuando el desarme de las FARC, el cese el fuego con el ELN y la recientemente anunciada disposición al diálogo del EPL van dejando a los uniformados sin enemigos evidentes y afrontando con las armas puestas en sus manos conflictos sociales con gentes del común que exigen sus derechos desarmadas.

La guerra por otros medios

Dado lo anterior, es muy posible que tengamos que afrontar más tragedias como esta. Por lo menos, eso parece indicar la respuesta cínica de la Fuerza Pública al inculpar por la masacre a una supuesta disidencia guerrillera que habría lanzado contra los uniformados unos explosivos caseros que, de haberles impactado, hubieran dejado unos heridos o muertos que nadie ha visto. Cuando las denuncias de las víctimas y las organizaciones defensoras de derechos humanos desvirtuaron dicha versión, que fue defendida con vehemencia por el ministro de Defensa y el presidente que hoy guardan silencio, y luego repetida frenéticamente por los grandes monopolios informativos, los apologistas de la masacre pasaron a decir que fueron los cocaleros quienes habían lanzado el tatuco contra los policías y erradicadores.

Resulta descarado decir que en el corregimiento de Llorente, donde ocurrió la masacre, operan las disidencias cuando el dominio de esta zona fronteriza con Ecuador es compartido por paramilitares y narcos desde mucho antes de que la FARC dejara sus armas y se transformara en un movimiento político. Esto, sumado a la actitud de un gobierno que defiende a toda costa a los policías, ofrece recompensas para atemorizar a los cocaleros y no muestra un mínimo interés porque se investigue lo ocurrido en Tumaco y se sanciones a los responsables, demuestra que entre quienes definen el destino de Colombia no hay disposición para enderezar el rumbo de la Fuerza Pública y empezar a abandonar las prácticas de terror de Estado que han caracterizado nuestro conflicto.

Rodear a quienes luchan

La masacre de Tumaco nos muestra la necesidad de acompañar a la gente del campo que ha encontrado en la coca una forma para sobrevivir. Este medio ha escuchado decir a los cocaleros, a lo largo y ancho del país, que si otro cultivo les diera para vivir ellos dejarían de sembrar arbustos de coca y esta planta sagrada se usaría solo de acuerdo a tradiciones ancestrales y como el nutritivo alimento que es. De hecho, ellos son los más interesados en que así ocurra, pues, al final de cuentas, son las principales víctimas de una economía ilegal que los margina y de una nefasta cultura traqueta que ha permeado el campo y de la que se aprovechan desde los narcos y el paramilitarismo hasta los productores de narcoseries.

A quienes hoy continúan luchando en las carreteras del país no podemos dejarlos solos. Es clara la importancia de acciones de solidaridad como las que se realizaron el pasado lunes en varias ciudades deben multiplicarse para buscar el esclarecimiento de la masacre cuando, ante la magnitud del escándalo y la presión ciudadana, la Fiscalía tuvo que movilizar un numeroso grupo de investigadores a la zona.

Asimismo, la solidaridad debe movilizarse para evitar que otras movilizaciones sociales, como las que se desarrollan en el marco de la actual “Semana de la indignación” por parte de diversas organizaciones, sean acalladas a bala. De otra forma, la paz seguirá siendo esquiva para todos los que habitan la Colombia rural que vive en las condiciones de violencia que ha impuesto el Estado.