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Renta de guerra
Alfredo Molano Bravo / Sábado 9 de mayo de 2009
 

A riesgo de seguir en la lista negra que tiene el Gobierno lo que a ratos me honra, creo que el principal problema que afronta el país no es la pobreza ni la falta de educación ni de vías, ni todo ese paquete que nos venden e imponen a diario, sino la guerra.

Que no es absurda aunque sea dolorosa; tiene causas, tiene modos y, sobre todo, tiene beneficiarios. Se puede pensar, como muchos, que la guerrilla no es derrotable en el campo de batalla. Lo cree un gran sector de izquierda; la derecha lo niega, por supuesto, y considera la tesis una velada apología del delito. La guerra irregular tiene su historia. Al comienzo del Frente Nacional las guerrillas liberales habían entregado todas las armas; las comunistas habían guardado algunas y los chulavitas y militares habían sido perdonados por “exceso de celo” en el cumplimiento de sus obligaciones. Pero un par de años después los militares se habían dado mañas de sacar de nuevo de su cueva al tigre, envalentonados, además, por la doctrina de la Guerra Fría. Y el tigre salió. Los liberales llamados comunes del sur del Tolima, herederos de las peleas del indio Quintín Lame, y los liberales de San Vicente de Chucurí, herederos de Rafael Rangel, volvieron a las armas. Los primeros como Farc, los segundos como Eln.

Los gobiernos del Frente Nacional y los que lo prolongaron hasta la Constitución del 91 utilizaron el resurgimiento de la lucha armada para hacer y deshacer con la apelación reiterada al Estado de Sitio. Un beneficio político neto derivado de la guerra, que además les garantizaba a los militares la impunidad por medio de la justicia penal militar. Este régimen de excepción permanente se pagaba. El pueblo ponía la sangre y la plata. La sangre se secaba a punta de discursos y titulares y la plata la recibía contante y sonante la Fuerza Pública. No sólo bajo la forma de pensiones, bonificaciones, subsidios y otras muchas gabelas, sino de sueldos y otros ítems. El presupuesto militar aumentó desde entonces de manera sistemática, y el recurso de “gastos de urgencia manifiesta” se convirtió en la única demanda de los ministros de guerra en los gabinetes ministeriales. En estos términos, y mirando largo, la existencia de la guerrilla ha sido “funcional” para los militares en plata y para el establecimiento en términos de restricción a las libertades ciudadanas. Una de las evidencias de esa función es la inexistencia de un partido fuerte de oposición.

No significa lo anterior que la guerrilla exista gracias a esos intereses. La rebeldía armada tiene raíces sociales ciertas y profundas. Las demandas de la gente del común no son tramitadas por los partidos políticos y en esa orfandad se origina la rebelión. La reforma agraria no ha sido posible ni con la tierra del narcotráfico; el capital financiero es intocable. En letra grande está escrita la Constitución y en letra chiquita las garantías para los empresarios.

Todo lo anterior para decir que la paz no les es “funcional” ni a los militares —en realidad son un grupo de presión armada— ni en general a la élite del establecimiento. ¿Qué presidente se atrevería a reducir el presupuesto militar? ¿Qué gremio se opondría a un aumento del gasto de guerra? Por el contrario, para contar con su lealtad constitucional, reconocer al primer mandatario como jefe supremo de las FF.AA. y para dar garantías al inversionista, los gobiernos aumentan el presupuesto bélico. Ya vamos, sin contar con la ayuda norteamericana, en el 6% del PIB, cuando el país crecerá menos de la mitad de ese porcentaje. Uribe ahora sale, con el visto bueno del top financiero, a pedir un nuevo sacrificio para hacer un “trabajo extraordinario”, como reza la propaganda del Ejército, que no es otra cosa que una estrategia para prolongar la guerra de manera permanente. Si de verdad se quisiera terminar el conflicto, la fórmula es sencilla: que los niños bien vayan a la guerra a poner el pecho para defender sus bolsillos.