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Preguntas sobre la fidelidad al Estado colombiano
Matilde Quevedo / Miércoles 14 de marzo de 2007
 

Que alguien me explique la razón fundamental por la que le debemos fidelidad al Estado (para el caso hablemos del Estado Colombiano). ¿Cuáles son los argumentos que debo recitar a mi mente para que acepte como legítimo el ejercicio del poder por parte de quienes se encuentran estratégicamente ubicados en el aparato de Estado? ¿Por qué un joven colombiano de escasos recursos económicos debe tomar obligatoriamente las armas en nombre de ese Estado para defender intereses distintos a los suyos? ¿Por qué debo respetar leyes que sólo tangencialmente – cuando necesitan mostrar que el sistema funciona - podrían beneficiarme a mí y a los míos?

Si acudimos a nuestra cotidianidad encontraremos respuestas que pueden subvertir nuestro orden de pensamiento.

En lo personal, me es inaguantable que un pendejo con cara de bravo me pare en una carretera y revise mi mochila en espera de encontrar algo que me sindique como terrorista. No me gusta pensar que me persiguen “terroristas”, que me “obliguen” a ver por la tele cómo desde aviones pagados con el dinero de los colombianos se lanzan bombas para matar “terroristas”, no me gustan los terroristas y menos que se escuden en este desgastado término para acallar los legítimos reclamos de las gentes de este país.

No me gusta ese estado latente de guerra, esa guerra continua que se extiende en el tiempo y que ni se gana ni se pierde, casi inquebrantable, inaguantable…

Cómo guardar fidelidad a este Estado si los “casos aislados” son los más comunes al interior de la institucionalidad, si quienes nos cuidan son capaces de hacerse auto-atentados, ordenar masacres de campesinos, defender la legalidad al tiempo que mantienen y se mantienen de ilegalidades. Y no es que me mueva ningún moralismo frente a lo ilegal, sólo que me indigna que se escuden en las leyes para hacer negocios, matar gente, y mantener este estado de cosas.

Ya no es posible hablar de subvertir el orden, de alterar el mecanismo que sostiene este “orden social”, de destruir el Estado, no sé si para construir uno nuevo, pero lo que tengo claro es que éste me indigna. Ya no es posible enarbolar con orgullo la palabra subvertir, que no es más que echar fuera, volcar, invertir, transtornar, derribar, destruir, cambiar los patrones de referencia, borrar lo viejo y dar paso a lo nuevo.

Y no es posible decir ¡subversión! en voz alta y con orgullo porque seguramente habrá cerca un “guachimán”, un cooperante de la Fuerza Pública (habría que discutir su carácter de pública), una cámara, un adoctrinado por el sistema que considere que esas son palabras de bandidos que quieren atentar contra la institucionalidad… y claro que hay que atentar contra ella. Cómo me pueden seguir pidiendo respeto hacia una institucionalidad que es evidentemente siniestra, delincuente y que todos los días hace miles de peripecias para mantenerse, en contra de lo que queremos las mayorías, en el poder.

Una institucionalidad, un Estado, que me pide que calle, que pase por alto las atrocidades que ocurren todos los días, que me pone en la disyuntiva de ser su amigo o su enemigo, y si ser su amigo significa aceptar la infamia que a diario veo, pues me declaro en abierta oposición y su enemiga.