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El cascabel al gato
Antonio Caballero / Lunes 30 de agosto de 2010
 

De todos los anuncios de reformas que ha hecho el nuevo gobierno -la tributaria, la de la justicia-, sin duda el más serio, si va de veras en serio, es el de la reforma de la política agraria. Pues se trata en fin de cuentas, si se echan bien las cuentas, casi de una revolución: una Reforma Agraria con mayúsculas, que afectaría por lo menos cinco millones de hectáreas de las mejores tierras del país. Las mismas en las cuales, por despojo a pequeños campesinos o por compra a terratenientes tradicionales, han hecho una contrarreforma agraria los nuevos narcoparaterratenientes, esos que cuando empezó el negocio de las drogas prohibidas se llamaban la "clase emergente". Una contrarreforma que contó con la pasividad de los gobiernos, y muchas veces de su complicidad activa.

Desde un punto de vista social y político, una Reforma Agraria es necesaria en Colombia desde hace decenios, siglos quizás: desde el inmenso expolio de tierras que constituyó la Conquista española. Desde entonces, son la propiedad de la tierra y los vaivenes de su despojo los que han alimentado todas las violencias sucesivas de nuestra historia. Dos veces en el curso del siglo XX gobiernos voluntariosamente reformistas intentaron hacer algo al respecto: el de López Pumarejo con la Ley de Tierras de 1936 y el de Alberto Lleras con la creación del Incora en 1961. Los avances logrados bajo la Ley de Tierras fueron mínimos, y pronto arrasó con ellos la violencia rural bipartidista que expulsó hacia las ciudades a cientos de miles de campesinos y sembró el caos en los catastros. La paz -aunque excluyente- del Frente Nacional le permitió al Incora unas pocas expropiaciones de fincas improductivas y algunas legalizaciones de invasiones ya bien establecidas; pero pronto la alianza -también bipartidista- de los latifundistas conservadores y liberales congeló el proceso con el Pacto de Chicoral, bajo el gobierno de Misael Pastrana.

A partir de ahí se invirtió el punto de vista. El problema no era ya que faltara tierra, sino que sobrara gente. Así que la política oficial (local y nacional) empezó a consistir en vaciar el campo de campesinos, tendencia que se fortaleció con la apertura económica neoliberal impulsada por todos los gobiernos desde el de César Gaviria, en los mismos años en que se consolidaban las grandes fortunas de la droga e iban a invertirse despilfarradoramente en un campo más suntuario que productivo, y más ganadero que agrario, y decididamente narcoparamilitar. A la vez, y como consecuencia de la doble presión de la violencia armada y del espejismo del cultivo cocalero en regiones de colonización cada día más remotas, el campesino pobre prosiguió su errancia, bien hacia las ciudades (incapaces de proporcionar empleo, salvo en la delincuencia o el rebusque), bien hacia las selvas taladas para sembrar cocales y donde las únicas fuentes de trabajo eran el paramilitarismo y la guerrilla (y crecientemente, a expensas de los recursos del Plan Colombia y luego de la Seguridad Democrática uribista, las fuerzas militares).

La propuesta del gobierno de Juan Manuel Santos implica una nueva inversión completa del rumbo histórico. Pues el ministro de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, no está hablando de ampliar las zonas de la frontera agrícola, sino de devolverles las tierras robadas a sus legítimos dueños, y de reintegrar a los desplazados al campo de donde fueron expulsados. Es decir, de hacer de la reforma agraria una especie de contra-contrarreforma en las tierras buenas. Las cuales da la casualidad de que tienen dueño.

Y hay ahí dos problemas. Uno es el de los títulos de propiedad o de posesión, legítimos o espurios: una maraña inextricable dejada por todas las violencias de la historia y complicada por la existencia de innumerables testaferros. Desenredar ese ovillo, o, como dice el ministro Restrepo, "destrabar los mecanismos legales", puede tomar un siglo de juicios de pertenencia y tal vez una o dos reformas de la Constitución. Hoy por hoy es legal y constitucionalmente imposible hacer una Reforma Agraria: habría que hacerla como se han hecho todas, desde Taiwán hasta el Perú: por la fuerza.

Ahí está el otro problema, que son los dueños. Da igual si son legítimos o son de facto. En todo caso, no son ya los latifundistas ausentistas que sin embargo tuvieron hace 40 años la capacidad de detener al Incora y hace 70 la de parar la Ley de Tierras: hoy son mucho peores, y aún más fuertes. Son los narcoparamilitaroterratenientes. El solo nombre estremece. ¿Se van a dejar quitar mansamente esas fincas que tanta sangre les costó ganar? ¿O empezará otra guerra, esta vez con otras alianzas y el gobierno y las Convivir en bandos enfrentados?

Puedo imaginar la escena. Tras agitadas discusiones en torno a la larga mesa del Consejo de Ministros -y uno menciona datos inverosímiles del Incoder, y otro evoca la resistencia campesina de Quintín Lame, y otro más nombra la hacienda que fue de su bisabuelo y que...-, el presidente Santos concluye la sesión dirigiéndose a su Ministro de Agricultura:

—Vaya usted, doctor Restrepo, y, como cosa suya, le pone el cascabel al gato.