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La maldición de los recursos naturales*
“¿Por qué estos territorios, siendo los más ricos, están condenados a ser los más pobres?”
Efraín Jaramillo Jaramillo / Lunes 4 de octubre de 2010
 

Ahora que la cotización del oro alcanzó un máximo histórico (1.315 dólares por onza) y de nuevo las empresas extractoras se precipitan con avidez sobre ríos y montañas tras este mineral, considerado la única y más segura moneda global, vuelven a ser asediados los territorios de campesinos, indígenas y negros, avivando nuevamente el debate sobre la paradójica desventaja de tener territorios abundantes en minerales, hidrocarburos, maderas, suelos, biodiversidad y otros recursos naturales, de importancia estratégica para el insaciable crecimiento económico de los países desarrollados. Pero también trayendo otra vez al presente el tema sobre el subdesarrollo de las naciones, cuyas economías se basan en la extracción de recursos naturales, y para el caso del Pacífico colombiano y el Amazonas peruano (sólo para mencionar dos de los muchos ejemplos en Latinoamérica y el mundo), la violencia a los pueblos indígenas y afrocolombianos, relacionada con la explotación de los recursos naturales de sus territorios.

Esta problemática no es nueva. Ya en los años 60 del siglo pasado, cuando estaban en boga las teorías de la dependencia, el economista hindú Jagdish Bhagwati mostraba como las actividades extractivistas funcionaban a modo de ‘enclaves’ que succionan recursos de una región, generando en ella la dependencia económica y el subdesarrollo, al establecer una cadena de transferencias de recursos, cuyos beneficiarios finales son las economías externas de los países industrializados, ya que allí estos recursos son parte substancial de su economía.

Los recursos más visibles son los hidrocarburos y minerales, pero aquí están comprendidos también otros productos de los bosques tropicales y los que provienen del uso del suelo, como la caña de azúcar, la palma aceitera, la soja, etc. (y lo que posteriormente, con la revolución de la biología y la genética adquirió gran importancia: la biodiversidad y los conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas). Mientras que para las regiones exportadoras, estos recursos primarios son productos acabados, para las economías centrales que los importan son insumos de producción.

En síntesis, la extracción de productos primarios no sólo es inducida y depende de la demanda de la economía mayor importadora, sino que no aporta al desarrollo propio y autónomo de la economía de la región exportadora de recursos primarios. Estas economías de ‘enclave’ hacen parte y son regidas por las necesidades de crecimiento de las economías externas, que son sus ‘centros motrices’.

Así ha sido siempre. Desde la Conquista hasta hoy. Hasta hace poco, nuestros países, antes que ser repúblicas, eran mercados: del oro, del azúcar, de las pieles, del banano, de la carne, del estaño, del cobre, del carbón, del hierro, del café, últimamente de la coca. Aún siendo repúblicas, la característica no era tener una Constitución política. El término de ‘repúblicas bananeras’ para referirse a nuestros países, expresa (no exento de sarcasmo) esta condición.

En ninguna región pobre del mundo se han presentado despegues económicos con base en la explotación de sus recursos naturales. Peor aún las poblaciones se han empobrecido más (¿se acuerdan de los indígenas de Arauca?) “El petróleo empobrece”. Las esmeraldas, el oro, el carbón también. Aquellas regiones con abundantes recursos naturales, con muy pocas excepciones, son hoy subdesarrolladas. Para Moisés Naím “esto ocurre no a pesar de sus riquezas naturales, sino debido a ellas”. En muchas regiones del país, caracterizadas por su baja gobernabilidad, sin instituciones estables y ausencia de democracia y transparencia en las gestiones de gobierno, los beneficios que genera la explotación de recursos naturales, se concentran en pocas manos, en una élite que excluye a los demás pobladores del desarrollo social, ejerciendo un dominio asfixiante sobre indígenas, negros y campesinos y promoviendo de forma legal o ilegal su desplazamiento. Este es el caldo de cultivo para todo tipo de violencias, que suelen aflorar allí, donde se produce riqueza sin generar capital social y desarrollo económico.

En cuanto al tipo de economía, el Pacífico colombiano no parece haber cambiado en los últimos 50 años, en lo que respecta a la relación entre productos primarios y productos manufacturados de la región. Intentos por desarrollar una agroindustria con base en sus potencialidades naturales, siempre han sido socavados por bonanzas de materias primas: el oro y otros minerales, maderas finas, aceite de palma, en un futuro cercano coltán y sabrá el cielo cuantas más habrán en el futuro. Estas demandas obedecen al desarrollo industrial que experimentan países que como China, Corea del Sur y otros países del Sureste asiático, se han convertido en exportadores de productos manufacturados, desarrollando una descomunal capacidad de consumo de productos sin valor agregado, induciendo la reprimarización de las economías de aquellos países pobres con abundantes recursos naturales, inhibiendo su diversificación y subordinando su desarrollo económico a los requerimientos del capital de las nuevas ‘metrópolis’.

Las regiones afectadas por la maldición de los recursos naturales están condenadas a depender cada vez más de la producción de sus principales materias primas. Esto fortalece a aquellos grupos económicos que se benefician de la explotación de estos recursos, lo que conduce a su empoderamiento político y a un control cada vez más excluyente de los gobiernos locales. Debido a que no dependen exclusivamente de transferencias e impuestos (que también controlan) para retener su poder político, se dan el lujo de desconocer las demandas de sus ciudadanos, que a su vez son cooptados mediante un sistema clientelista que reparte dádivas y auxilios, que desestimulan el control ciudadano sobre la gestión pública. Se crea así un círculo vicioso de mutuas dependencias, cuyo resultado final es la corrupción en todas las áreas de la vida social y política, que alcanza también a las organizaciones sociales.

Para el caso de los países latinoamericanos, el porvenir no es halagador, pues según Riordan Roett, director de la universidad John Hopkins y analista en temas políticos y económicos latinoamericanos, “mientras los precios de las materias primas se mantengan altos (y todo augura que continuarán así, a no ser que hayan dificultades en Asia), la dependencia de la exportación de productos primarios parece ser, para bien o para mal, el futuro de la región”. Brasil continuará dependiendo de la exportación de hierro, soja y petróleo; Chile del cobre, Ecuador y Venezuela del petróleo, Bolivia del petróleo y el gas, etc. Colombia y Perú aspiran a engancharse lo más pronto posible a ese crecimiento de la demanda por materias primas, para convertir a los hidrocarburos y a la minería en actividades estratégicas, (las “locomotoras”) para el crecimiento de sus economías.
En lo que respecta a Colombia, el Banco de la República señala que para el año de 2010 (a septiembre) la inversión extranjera directa, había ascendido a 6.714,2 millones de dólares, de los cuales el 83% (5.598,7 millones) fueron a la minería y a la exploración de hidrocarburos. En 2009, los sectores de la minería y los hidrocarburos habían sido fortalecidos con 6.818,8 millones de dólares. Esta abundante presencia de capitales en el sector de la minería y en la actividad petrolera es una evidencia de los avances de la ‘seguridad democrática’, eje central del gobierno de Álvaro Uribe Vélez para crear la necesaria ‘confianza inversionista’ que ofrezca garantías a la inversión extranjera, atraída también por beneficios tributarios. Con la misma lógica, el gobierno de Juan Manuel Santos promete continuar con la promoción de la minería como el motor del desarrollo económico para la “prosperidad democrática”, con la cual se cosechan los logros de la seguridad democrática.

Hay una gran contradicción en la presentación de la minería como la locomotora del desarrollo económico para la prosperidad democrática. Una contradicción que el gobierno ha sido diligente en tapar con un llamativo plan de resarcimiento de derechos a las víctimas de la violencia, con una ley agraria que además de devolver tierras, cambia el uso de suelos a favor de la agricultura, lo que permitiría acabar con grandes e improductivos latifundios ganaderos y recomponer la economía campesina al reintegrar no solo a los campesinos desplazados por la violencia, sino a los desplazados por la pobreza y desatención que ha tenido el campo. A esta política agraria que ha despertado otra vez optimismo en los colombianos, se contrapone una política minera diseñada para beneficiar de manera exclusiva a los intereses de las grandes compañías extranjeras. Una política minera que está causando estragos en comunidades negras, indígenas y campesinas, por los impactos ambientales, económicos y sociales que genera y que auguran ser similares a los causados por la violencia paramilitar para apropiarse de las tierras. La diferencia es que esta vez serían ‘desplazados ambientales’, porque sus tierras, dadas en concesión para la explotación minería se convertirán en paisajes lunares, con aguas contaminadas, suelos devastados y vida silvestre arrasada (¿les dice algo el Bajo Cauca, Suarez, Timba, Zaragoza en Colombia y Madre de Dios en la Amazonia peruana?). Es una contradicción que a las organizaciones sociales de indígenas, negros y campesinos, aliados con sectores ambientalistas les incumbe resolver. Pero ya sabemos hasta donde los gobiernos pueden llegar para quebrar la oposición de los indígenas a la explotación petrolera en sus territorios ¿Alguien se acuerda de los u’wa en Colombia y los aguaruna en Bagua?

A pesar de que los territorios de estos pueblos tienen abundantes recursos, no por eso tienen que sucumbir a la ‘maldición de los recursos naturales’ y permanecer condenados a ser pobres. Pues es posible desarrollar economías eficientes (incluyendo la explotación de recursos naturales) que sean propias y compartidas por todos los pobladores (economías interculturales las llamaríamos): Economías que impliquen un equilibrio entre la satisfacción de las necesidades de los pobladores del campo y la viabilidad ecológica, cultural y económica de los medios empleados para sufragarlas.

A las organizaciones que encuentren el camino y se ingenien los mecanismos para hacer realidad estas economías, habría que darles, como lo propone Moisés Naím, “el premio Nobel. No el de Economía. El de la Paz”.

* Título prestado de un artículo de Moisés Naím: “El excremento del Diablo”, publicado en El País, Madrid, 11 de octubre de 2009