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2011: Invierno. ¿Cuál es la maldición -la Niña, el modelo depredador o un Estado ineficiente-?
La segunda ola invernal confirma que el Estado no se preparó para enfrentar los efectos previsibles del cambio climático. Una tragedia fabricada por el hombre y agravada por la ineptitud de las autoridades nacionales y locales en Manizales, en Cúcuta, en Bogotá y a lo largo del país. Echarle la culpa a la inclemencia de las lluvias es tan poco racional como creer en maldiciones.
Rafael Colmenares / Sábado 31 de diciembre de 2011
 

El verdadero karma

“Otra vez la maldita Niña se ha convertido en el karma de mi gobierno”, fue la insólita queja del presidente Santos cuando hace algunos días contemplaba las aguas desbordadas del río Bogotá, en la zona del Puente del Común.

La primera parte de la expresión — con maldición incorporada — corresponde al dominio de la escatología, pero la segunda resulta más acertada: karma es, según Wikipedia, y de acuerdo con varias religiones dhármicas, “una energía trascendente (invisible e inmensurable) que se deriva de los actos de las personas. De acuerdo con las leyes del karma, cada una de las sucesivas reencarnaciones quedaría condicionada por los actos realizados en vidas anteriores”.

En este caso son efectivamente los actos humanos, mejor, los actos de ciertos humanos quienes, habiendo abusado de los sistemas productivos y urbanísticos, han provocado una tremenda vulnerabilidad: del riesgo derivado de un fenómeno natural previsible hemos pasado a un desastre real. Tales actos se remontan a bien atrás, pero en el pasado reciente han aumentado de manera sustancial, y sus consecuencias atormentan al actual inquilino de la Casa de Nariño.

No es el peor invierno

Pero ¡oh tragedia!, la Niña se atraviesa al paso de las locomotoras de la prosperidad, que no harán sino agravar la vulnerabilidad del territorio colombiano, que ya no resiste un atropello más y se convierte en torrente, en alud, en avalancha, ante un invierno un poco más fuerte de lo común.

El fenómeno de “La Niña” obedece a un enfriamiento de las aguas del Pacífico y desde 1903 se viene presentando con cierta periodicidad. No es pues algo reciente, y de hecho ha incidido sobre territorio colombiano en por lo menos quince ocasiones.

La afectación más grave entre 1903 y 2011 fue la ocurrida entre 1988 y 1989. ¿Por qué entonces se presentan ahora los enormes estragos que lamentamos?

Talando sin piedad

La respuesta puede encontrarse, por ejemplo, en el estudio Millenium Ecosystem Assessment (MA, 2004), citado por el profesor Juan D. Restrepo en los términos siguientes: “Uno de los mecanismos que tiene mayor impacto en las propiedades hidrológicas de una cuenca fluvial es el de los cambios en el uso y cobertura de los suelos, especialmente cuando se altera y convierte un tipo específico de ecosistema, como los bosques y pastos en una superficie para la agricultura o construcción de zonas urbanas”.

Aplicando lo anterior a Colombia, encontramos que desde la época colonial nuestro territorio ha sido transformado en un 40 por ciento, y que dicha alteración ha sido del 90 por ciento en la Costa Atlántica y del 75 por ciento en la zona andina, que son precisamente las áreas mas afectadas por las inundaciones.

Las transformaciones de una cuenca hidrográfica —recordemos que las cuencas del Magdalena y del Cauca atraviesan la zona andina y confluyen en la llanura costera— “afectan las tasas de infiltración, y por lo tanto la cantidad e intensidad de la escorrentía, expresada en reducciones de agua o en aumentos del caudal durante eventos o flujos extremos”, para decirlo en palabras del profesor Restrepo.

A propósito de la alteración de las cuencas que vertebran nuestro territorio, según el informe del Programa de Monitoreo de Deforestación presentado el pasado 30 de noviembre por el Director del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia (IDEAM), durante el período 2005 – 2010 se ha registrado en Colombia un promedio anual de pérdida de bosque nativo de 238.000 hectáreas. Esta pérdida representaría el 4,7 por ciento de la deforestación mundial que, según la FAO, asciende a 5 millones de hectáreas por año.

Las cifras anteriores podrían ser aun más preocupantes, pues el profesor Jesús Orlando Rangel, reconocida autoridad en la materia y docente de la Universidad Nacional, señala que los datos del IDEAM no corresponden a las mediciones efectuadas mediante fotografías satelitales, que revelan 470.000 hectáreas taladas al año. De ser así, la contribución colombiana a la deforestación mundial se elevaría al doble, es decir, al 9,4 por ciento.

En estas condiciones, la mezcla de lluvias y deforestación resulta explosiva, como lo señalaron el meteorólogo Max Henríquez y el propio profesor Rangel.

De acuerdo con el Instituto Mundial de los Recursos (WRI) la tasa de deforestación anual en la Cuenca del Magdalena entre 1990 y 2000 fue del 2,6 por ciento, la más alta de cualquier cuenca suramericana de orden mayor y una de las más altas a nivel mundial para cuencas tropicales.

La pérdida de la cobertura original del bosque es del 87 por ciento. El IDEAM (2001) señala que cerca del 55 por ciento del área de la cuenca está destinada a la actividad agropecuaria, mientras que la cobertura de bosques alcanza solo el 26,4 por ciento.

Obra del hombre

De otra parte, y según el mismo estudio, el aumento de la población, principalmente la concentración en grandes centros urbanos, así como la introducción de nuevas tecnologías y medios de producción, han dado pie a grandes cambios ambientales en la cuenca del Magdalena. Estadísticas mundiales y nacionales indican que la densidad de población se encuentra entre 83 y 114 habitantes por km2, la más alta en el marco de los mayores sistemas fluviales de Suramérica.

La combinación entre deforestación y crecimiento demográfico, sistemas productivos destructores y tecnologías no apropiadas —a todo lo cual se añade un escaso o inexistente ordenamiento territorial— no podía producir resultados diferentes de los que estamos viviendo.

Los estragos

Los damnificados llegan a 3,04 millones de personas, según el Director del Socorro Nacional de la Cruz Roja, y los muertos a 418. Las viviendas destruidas o afectadas pasan del millón y llama la atención la cantidad de deslizamientos —240 solo en los últimos dos meses— lo cual es prueba elocuente del efecto de la deforestación sobre la estabilidad de las pendientes andinas.

Otro efecto dramático y paradójico de las intensas lluvias sobre un territorio que se ha tornado vulnerable por mal manejo es la destrucción de las plantas de potabilización (Manizales) o su inutilización (Cúcuta).

El mal ejemplo de Manizales

En Manizales, ciudad que crece y se expande en una zona de pendiente muy pronunciada de la Cordillera Central, una avalancha averió la planta Niza en octubre del año pasado, dejándola fuera de servicio. Un año después, otro deslizamiento de 300.000 metros cúbicos de tierra destruyó la planta Luis Prieto, la principal del acueducto de la capital de Caldas. Se vino abajo una ladera entera, dedicada a la actividad ganadera y deforestada de tiempo atrás.

El desabastecimiento de agua fue muy agudo, pues la planta Niza no pudo repararse sino cuando llegó la demorada financiación de Colombia Humanitaria. Ahora otro deslizamiento dejó nuevamente fuera de servicio la planta Luis Prieto y la ciudad solo cuenta con suministro parcial desde la planta Niza, ya en funcionamiento.

Mientras ocurría lo anterior, la empresa Aguas de Manizales —de propiedad pública en un 99 por ciento— paradójicamente invertía seis millones de dólares para operar el acueducto de la ciudad peruana de Tumbes. Un caso patético de la “eficacia” de la Ley 142 de 1994 sobre servicios públicos, que ordena ser rentables a las empresas de acueducto —ya sean públicas, privadas o mixtas— pudiendo acumular capital e incluso hacer inversiones en el extranjero. ¡No había dinero para reparar la planta Niza, en la ciudad, pero si para invertir en el exterior!

Más allá del escándalo anterior, que muestra las consecuencias de una torpe mercantilización del suministro de agua, cabe preguntarse por las condiciones en las cuales una ciudad puede desarrollarse en las abruptas pendientes andinas. ¿No requiere tal desarrollo un plan de conservación de la vegetación originaria, en zonas estratégicas, que disminuya los riesgos de deslizamiento? ¿No es urgente un plan de reforestación en vez de las concebidas obras de contención que enriquecen a los contratistas y agravan el problema?

El mal ejemplo de Cúcuta

El caso de Cúcuta es por lo menos tan grave como el de Manizales. Esta ciudad de más de medio millón de habitantes sufre por estos días el tercer período de corte y restricción del suministro de agua en los últimos cuatro años:

El primero ocurrió en 2007, cuando una avería del oleoducto Caño Limón – Coveñas que atraviesa el río Pamplonita en las cercanías de la ciudad, lanzó a las aguas varios miles de metros cúbicos de petróleo, obligando al cierre de las compuertas de la planta potabilizadora de El Pórtico.

Hace un año los lodos que traía el Pamplonita, resultado de la deforestación de la cuenca, hicieron necesario un nuevo cierre de la planta mencionada. La otra planta complementaria, que bombea aguas del río Zulia a la ciudad, también quedó inutilizada porque una tormenta dañó la central Termotasajero, que suministra la energía para el bombeo.

Ahora una avalancha —nuevamente la deforestación en acción— rompió el oleoducto y obligó al cierre de la planta de El Pórtico.

El desabastecimiento de agua en Cúcuta es otra combinación de daño ambiental y mal manejo del riesgo por el paso de un oleoducto, sin las suficientes previsiones, pues es la segunda vez que se rompe en cuatro años.

Por cierto, el Acueducto de Cúcuta fue entregado en concesión hace algunos años a la empresa Aguas Kapital de la depredadora familia Nule. Son frecuentes las protestas por fallas en el servicio y cobro de tarifas excesivas.

Bogotá: de irresponsable en irresponsable

Con el paso de los días aparecen nuevos hechos para confirmar que la emergencia nacional es resultado de la confluencia de muchos factores, ambientales desde luego, pero también de orden político y social.

Por ejemplo, en Bogotá los cerros orientales han sido sometidos a intensos procesos de deforestación, urbanización y gran minería trasnacional (Holcim, Cemex y Fundación San Antonio de la Curia Arquidiocesana). Los cerros ya comienzan a volcarse literalmente sobre la ciudad.

Basta con observar los recientes derrumbes en la Avenida Circunvalar al norte de la ciudad, tan divulgados por los medios, y los que ocurren más calladamente en la cuenca del Tunjuelito al sur de la urbe, afectando a miles de pobladores pobres.

Otro ejemplo: la dramática inundación de los apartamentos de la urbanización “Alameda del Río” en Bosa ha desatado una encendida polémica, pues Metrovivienda responsabiliza al Curador Urbano que dio la licencia de construcción. Éste señala a su vez al exalcalde Peñalosa por haber incluido los terrenos como urbanizables en el POT, expedido en 2002, y Peñalosa a la CAR por no haber dragado el río.

Los desbordamientos del río Bogotá se deben, sin duda, a la aceleración de la escorrentía por los procesos de urbanización, deforestación y cambios de uso del suelo en el Distrito Capital y la Sabana de Bogotá.

Ponen de presente también un manejo amañado del río en la zona de Alicachín, donde éste debe ser represado para mantener un nivel adecuado al funcionamiento de la planta de bombeo que lleva sus aguas al Muña, que alimentan la operación de la hidroeléctrica El Charquito, propiedad de Emgesa. Es decir, esta práctica a favor de la empresa puede estar incidiendo en las inundaciones aguas arriba.

Modelo depredador y Estado ineficiente

Como si algo faltara, crecen las críticas a la gestión desordenada de Colombia Humanitaria, confiada a un exbanquero como prenda de garantía de su eficiencia para reconstruir la infraestructura averiada en la primera y segunda ola invernal y prevenir nuevos desastres.

En conclusión queda claro que la maldición no es la Niña, sino el modelo de desarrollo depredador y un Estado cada vez más ineficiente. Para conjurar la Niña lo primero sería mirar de frente el problema, detener la tala de los bosques nativos e iniciar un proceso verdadero y participativo de ordenamiento territorial que recupere el equilibrio de nuestros desbarajustados ecosistemas.