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No se puede más que maldecir…
Ingrid Storgen / Viernes 26 de octubre de 2007
 

Hace pocos días una foto recorrió el mundo, reflejaba la imagen del espanto imposible de describir.

Era la foto de un niño, Julián Vélez, quién yacía con su camisita rota y sus tremendos ojazos sin vida mirando al cielo como preguntando algo que nadie podría responder: ¿por qué?

Una foto que salió a luz luego de varios años de silencio.

Los calzoncillitos pequeños a la altura de sus rodillas mostrando lo que se le había amputado.

¡Todo él era tan pequeño!

Ocho añitos arrancados de esta vida que en apenas minutos, las fieras de la muerte, pueden tornar tan absurdamente injusta.

Julián murió desangrado, sus testículos arrancados a filo de machetazo paramilitar, uno viendo sin querer la escena y pensando si acaso no estábamos volviéndonos locos, negándonos a aceptar que semejante atrocidad podría haberla causado un hombre.

Confieso que al verla, lo único que pude hacer es llorar ¡¡que otra cosa, por favor!!

Llorar de rabia y dolor, de impotencia y de odio enfrentándose con el otro odio, el de las bestias malparidas que tal vez también tenían hijos como Julián.

Los 8 años del niño fueron un “crimen”, por ello había que atentar contra él hasta dejarlo morir desangrado, para que sirva de ejemplo.

¿Cómo se le pudo “ocurrir nacer” hijo del dirigente de la Unión Patriótica del departamento del Meta, a 150 Km. al sur de Bogotá? Ello justificó la masacre que se perpetró contra toda su familia, así como justificó y justifica las que se siguieron cometiendo.

El padre de Julián, Carlos Julián Vélez, era uno más de los que querían cambiar la historia de degeneración que se desarrollaba en su tierra y ese amor hacia el pueblo no lo perdonan los amorales.

Carlos Julián Vélez, asesinado también ese setiembre de 1991, por una granada que impactó en su cuerpo y el tiro de gracia en la cabeza, junto a su esposa y su hermano, engrosaron la lista de tantos dirigentes de la Unión Patriótica cobardemente asesinados.

Hombre valiente, como se dice vulgarmente: con cojones, por ello había que arrancárselos al hijo, dejándolo hasta que se la vida se le escapara entre medio de sus piernitas.

Después de Julián los días siguieron su curso de terror y muerte, con el tiempo todo se olvida y él no habría de ser la excepción.

Sus ejecutores continúan sus hazañas cobardes, el mismo odio enquistado, las metástasis de ese cáncer que es el para-militarismo, se extienden por todo el territorio y quién sabe cuántos Julián más habrán corrido destinos similares.

En pleno año 2007, ya comenzado un nuevo siglo, la masacre sigue sin condena efectiva.

El para-militarismo está en el gobierno, el gobierno trabaja para su legalización y el imperio y el Mossad entrenan más paramilitares para que apliquen el machetazo ejemplificador sobre los Julián que sean hijos de luchadores.

Las iglesias, eternas instigadoras al silencio, siguen guardando silencio…

Rumiando entre dientes su hipocresía, bajo cúpulas de oro y piedras preciosas, afirmando con su eterna y sacrosanta contradicción, que “antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico al Reino de los Cielos”.

¿Qué le importa a la iglesia un Julián más o uno menos?

Quisiera acompañar esta nota con la foto del niño pero confieso que no puedo, -es tan fuerte que mis ojos se niegan a verla nuevamente aunque quedó estampada en mis retinas y en el alma-.

Así también las letras se niegan a unirse para formar más palabras.

¡Qué más decir ante el recuerdo de tan tremendo espanto, cuando no se puede más que maldecir…!