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La metamorfosis de Uribe
Este Uribe incendiario está muy lejos del que conocí. El de hoy no solo es un extremista, sino un expresidente atormentado que no ha podido acostumbrarse a la viudez del poder
María Jimena Duzán / Domingo 20 de mayo de 2012
 

El primer Álvaro Uribe que conocí era liberal de izquierda. Para entonces era ya senador y formaba parte del Poder Popular, ese movimiento liberal que creó Ernesto Samper para contrarrestar las tesis neoliberales de los Chicago Boys que a finales de los ochenta ya empezaban a caracterizar al liberalismo de derecha.

Aunque de ese Uribe no hay rastro -en su biografía oficial que aparece en Wikipedia se ha borrado su paso por el Poder Popular de Ernesto Samper-, yo sí lo recuerdo. Y sin temor a equivocarme, puedo dar fe de que estaba aún vigente en el año 92, año en que los dos coincidimos en Harvard. Ese Uribe era un político más interesado en la paz que en la guerra. Conoció al profesor Robert Fisher, experto en procesos de negociación de paz, y se compenetró tanto con sus tesis que terminó invitándolo a Medellín cuando fue electo gobernador de Antioquia en 1995. Siguiendo los pasos de Fisher, Uribe instaló una comisión de paz en Antioquia -de la cual tampoco hay rastro en su biografía oficial de Wikipedia- y no se imaginan la sorpresa que tuvimos Jaime Garzón y yo cuando el propio Uribe nos llamó a decirnos que si nos interesaba ser miembros de esa comisión de paz. Los dos aceptamos gustosos y durante el año 96 fuimos dos o tres veces a reunirnos con los otros miembros de esa comisión a Medellín hasta que finalmente, por motivos que nunca entendimos, Uribe acabó con la comisión de paz y terminó convirtiéndose en el gran defensor de las Convivir, en momentos en que empezaban a ser cuestionadas porque estaban siendo utilizadas de mampara por los paramilitares para cometer sus masacres.

Volví a ver a Álvaro Uribe en 2004, cuando ya llevaba dos años en el poder como presidente del país. Le pedí cita porque quería hacer un libro sobre su forma de gobierno y él aceptó la idea. Por cuenta de ese libro, estuve tres meses persiguiéndolo por todo el país. El Uribe que encontré en esa ocasión era ya un hombre de derecha: su manejo autoritario del poder lo había convertido en un político providencial, de esos que se sienten predestinados a salvar el mundo de todos los males que nos asechan. Sabía que su éxito radicaba en que había logrado sintonizarse con todas las clases de este país y que ricos, clase media y pobres habían caído bajo su embrujo. Todo parecía sonreírle: las cifras de homicidios caían y la prometida desmovilización de los paras auguraba el fin del paramilitarismo, promesa que a la postre nunca se dio. Logró convencer a la mayoría del país de que nuestro único problema eran las Farc y que el único que las podía acabar era él. Cada vez que había un secuestro de un ganadero, él se ponía al frente de su rescate; fungía de general de su Ejército, de inspector de Policía y de cuanta función fuera necesaria para demostrar que él era indispensable para garantizar los logros de su seguridad democrática.

Este Uribe, acostumbrado a que sus deseos fueran órdenes, debió sufrir un golpe duro el día en que se dio cuenta de que no podía reelegirse por segunda vez. Y debió sentirse aún peor en el instante en que se percató de que el candidato Juan Manuel Santos, que él había elegido para sucederlo, no iba a ser su monigote.

Desde ese día, Álvaro Uribe asumió el papel de expresidente incendiario, instigando una oposición que busca desestabilizar institucionalmente al gobierno de Santos: las investigaciones que la Justicia adelanta contra sus pupilos que cometieron delitos, como sucedió con el escándalo de las grabaciones ilegales hechas desde el DAS, las ha convertido en una persecución política contra él. Anda por todo el país bufando, exacerbando los ánimos, a sabiendas de que si logra polarizarnos e instrumentalizar el miedo, el solo temor de que podamos caer en la anarquía va a producir que el país entero se vuelque de nuevo sobre él y lo vuelva a entronizar en el poder, con el argumento de que es el único que nos puede salvar de la hecatombe. No me cabe duda de que eso era lo que buscaba cuando quiso aprovecharse de la zozobra que dejó en el país el aleve atentado del que fue víctima Fernando Londoño. Una actitud mezquina que puede resultarle tan contraproducente como le resultó su fallida intromisión en la campaña venezolana.

Este Uribe incendiario está muy lejos del que yo conocí. Tampoco es el hombre de derecha que descubrí en 2004. El de hoy no solo es un extremista, sino un expresidente atormentado que no ha podido acostumbrarse a la viudez del poder y que para hacer oposición ha traspasado fronteras que nunca un expresidente había cruzado.