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Jaime Garzón, la sonrisa sin dientes
Jaime Garzón, el genial impertinente, es el primer libro de Germán Izquierdo Manrique
Guillermo Angulo / Domingo 1ro de julio de 2012
 

El valor más grande de Jaime Garzón —enamorado de mujeres muy bellas— no era enfrentarse a Romaña, que lo quería mandar matar, ni tratar de entrevistar a Carlos Castaño para impedir que lo matara, ni osar ridiculizar al presidente, a los altos mandos militares y a los más importantes personajes del país. Su valor más grande era quitarse las prótesis y, con su sonrisa mueca, que exhibía sin pudor dos solitarios caninos, hacer olvidar su momentánea feúra con su provocadora y veloz inteligencia. La sonrisa más mordaz de Colombia no tenía dientes.

La emisora Radionet, el invento de Yamid Amat, era demasiado buena para ser comercialmente viable: empezó con 150 reporteros y redactores y murió con la languidez solitaria de cuatro redactores.

En Radionet lo conocí. Yo formaba parte de la llamada «cabina» (la de los comentaristas), conformada por Yamid Amat y su gran instinto periodístico; Néstor Morales y su tradicional simpatía; Diana Uribe, quien sabía exactamente la diferencia entre chiítas y sunitas y por qué a los kurdos no los querían ni iraquíes ni turcos ni rusos; Aída Luz Herrera, «La Gorda», con alto kilometraje en periodismo; Jorge Consuegra, una especie de Quijote de la difusión de la Cultura; y Gustavo Gómez y Jaime Garzón, los encargados de hacernos reír a nosotros en la cabina y, desde luego, al público. Yo llegaba puntualmente, en el preciso momento en que el himno nacional dejaba de sonar (segundo en el mundo, aunque por ripioso e insoportable debería ser el primero), y quince minutos más tarde entraba corriendo Diana Uribe. La parte humorística le tocaba a Jaime Garzón.

Yo pensaba que él preparaba minuciosamente sus libretos (como lo hacían en Zoociedad, Quac: el noticero y otros programas, con la ayuda de Eduardo Arias, Antonio Morales o Diego León Hoyos, y la increíble María Leona Santo Domingo), pero en la radio no. Recuerdo que una vez Yamid, sin advertírselo, cogió la página de cines, empezó a leer los títulos de las películas en cartelera, y Garzón le encontraba a cada una un sentido político-humorístico.

Como no tenía ni una pizca de prejuicio, en el primer descanso me llevaba café con leche y pandeyuca, comprado desde la noche anterior, así como a veces servía de mesero en el restaurante «El Patio», de Fernando Bernal, uno de sus mejores amigos. A la entrada de Radionet Garzón tenía estacionado su nuevo BMW: un convertible de indiscreto color rojo del cual estaba orgulloso.

En la madrugada del 13 de agosto de 1999 me adelanté, contra mi costumbre, sincronizada patrióticamente con el himno nacional: ese día llegué a Radionet 15 minutos antes. En el camino vi sobre la avenida 42B, pasando el semáforo de la calle 22F, una camioneta tipo Jeep chocada contra un poste, frente a una panadería, y pensé: un borrachito madrugador. Al llegar a la emisora aún no habían llegado Néstor ni Yamid, quienes solían abrir el programa de 6 a 9. Faltando dos minutos para las seis llegaron llorando. Yamid gritaba: ¡Mataron a Jaime! ¡Mataron a Jaime! Nadie entendía de qué Jaime se trataba, porque era imposible que alguien fuera capaz de matar a Jaime Garzón.

Ante la imposibilidad de que Yamid y Néstor lo hicieran, ya que no paraban de llorar, al dar las seis Aída Luz y yo decidimos empezar el programa. Después de las primeras palabras introductorias de Aída Luz, dando la triste noticia, yo, que ya sabía que quien lo había mandado matar era Castaño, con más sentimiento que responsabilidad dije al aire: «Señor Carlos Castaño: usted es un hijo de puta». Días después me encontré en la librería Lerner con mi amigo el poeta Mario Rivero, quien me saludó diciéndome: «Maestrico: ¿Usted todavía está vivo?» Ante mi cara de extrañeza él me tuvo que recordar la razón de su sorpresa, y yo le dije: «Poeta, tuve la suerte de que Castaño no oye Radionet».

En la emisora algunos teníamos la impresión de que Carlos Castaño era apenas el brazo armado, el ejecutor, pero no el autor intelectual del asesinato. Los menos, sospechábamos de los militares como sus verdaderos autores; otros tuvieron la precaución de callarse; y uno nos aconsejó prudencia, no decir nada por temor a una bomba. Era Chemas Escandón, periodista deportivo, traumatizado por la muerte de su padre, asesor del dictador Anastasio «Tachito» Somoza, muerto con su jefe en el bazucazo que destrozó su Mercedes y mató en 1970 al dictador nicaragüense y a su acompañante en Asunción —precisamente en la avenida Francisco Franco—. Y si el capo paramilitar negó haber mandado matar a Garzón, seguramente se debió a que ante las manifestaciones de luto y protesta en la Plaza de Bolívar de Bogotá se dio cuenta de su monstruoso error.

Pero nosotros no éramos los únicos en sospechar que los militares habían usado a su amigo Castaño para vengarse de las burlas que el humorista les hacía con su «Quemando Central», o por su intervención humanitaria ante grupos guerrilleros para conseguir la liberación de secuestrados —que ellos consideraban auxilio a la guerrilla—. Sobre esto Rafael Pardo Rueda escribió, en una columna publicada en El Espectador, el 15 de agosto de 1999: «Sin exagerar, más de cien familias le deben [a Garzón] la libertad de algún familiar».

Días antes de su muerte Garzón me contó que iba en su camioneta por una larga carretera de aspecto principal de Los Llanos. Un autobús corría paralelo a él y de pronto dio vuelta intempestivamente hacia la derecha para tomar una vía secundaria. Garzón chocó contra el bus y se fracturó no recuerdo si una o ambas piernas. El chofer del autobús explicó que él había creído que Garzón también iba a voltear a la derecha, porque más adelante esa carretera estaba interrumpida por un puente caído y el creía que todos los que transitaban por la zona lo sabían. Garzón fue llevado a un puesto de socorro, en un poblado cercano, donde lo entablillaron perfunctoriamente, y mientras ejecutaban esta dolorosa operación —no tenían anestesia— se acordó de que en el carro llevaba una bolsa con 80 millones de pesos, pago parcial de un rescate. Como pudo, regresó trabajosamente al vehículo y no encontró el dinero. Había unos soldados, quienes dijeron que un campesino —no había ninguno a la vista— les había dicho que habían llegado unos guerrilleros, «con armas y uniformes de fatiga privativos de las fuerzas armadas», que se habían llevado un maletín cuyo contenido desconocía. Esta era la investigación que estaba adelantando Garzón cuando lo mataron.

Pero, ¿quién mató a Garzón?: la respuesta nos la dio proféticamente él mismo: «En este país nadie sabe quién mató a nadie. […] No se sabe quién mató a Galán, tampoco a Álvaro Gómez. A nadie». Pero es más importante que la sospecha de que fueron los militares venga del primer Ministro civil de Defensa que tuvo el país: Rafael Pardo Rueda, quien se preguntó en una columna publicada por El Espectador:

¿Por qué el ejército reacciona tan tarde? ¿Por qué los mandos del ejército no sabían que Garzón era hostilizado por altos militares? ¿Por qué Castaño desmiente su autoría y sí se le cree? Son preguntas que no pueden quedar en el aire ante la muerte de nuestro querido Jaime Garzón.

Nueve años después el mismo Pardo agregó:

Puede ser que Castaño haya participado en el asesinato de Jaime Garzón, pero lo más posible es que no sea el único.

Tal vez sea más directa y diciente esta declaración del hoy vicepresidente, Francisco Santos, quien cuando era periodista escribió lo siguiente, que de pronto hoy preferiría que no se citara: «En este caso no hay duda: a Jaime Garzón lo mató la extrema derecha militar».

Para recordar —y ayudarnos a recordar— los 10 años del asesinato de Garzón, Germán Izquierdo Manrique, un joven periodista de 30 años, acaba de publicar en Planeta su primer libro: Jaime Garzón, el genial impertinente. El título, que trae a la memoria a Cervantes, denuncia una de las características del autor: es un lector sin fatiga, además de melómano de tiempo completo, que incluso intentó estudiar canto cuando vivía en Alemania, mientras su madre ejercía funciones diplomáticas.

Germán es un joven periodista de Ciudad Viva, egresado de la Javeriana, y su libro en rigor no es una biografía sino un inteligente perfil largo, hecho a partir de los testimonios de 42 personas que se cruzaron en la vida de Garzón. Izquierdo no hace juicios de valor, no trata de psicoanalizar a su personaje, casi ni lo pinta con mano propia. Astutamente utiliza a sus entrevistados para que vayan haciendo un rico rompecabezas del personaje, armando ese complicado mosaico, como cuando Myriam Bautista (la «Compañerita») anota que «Garzón no era obsecuente con el poder»; o cuando, para decir lo generoso y desapegado a las cosas (¿manirroto?) que era nuestro personaje, su amiga, Claudia de Francisco, cita lo que decía Garzón, quien regalaba todo: «uno no debe tener nada viejo, salvo la mamá». Francisco Ortiz, quien con Paula Arenas formó el talentoso dueto detrás de Zoociedad, dice: «Él no era un imitador; él se robaba el alma de sus imitados». Lo que es cierto. El personaje imitado a veces era mejor que el original; y Garzón aprendía a hablar, a moverse, a comportarse y a pensar como él. Un cercano amigo, Antonio Morales, describe a Garzón como un «mañoso, que se las sabe todas; popular, lleno de humor». Y otro, Diego León Hoyos, lo define como «un anarquista, pero infantil; y eso es puro júbilo, es subversión de todo». Hasta Myles Frechette, el simpático «Virrey» que era uno de sus caricaturizables preferidos («Y el gringo ahí») lo admiraba: «Él les ayudaba a los colombianos a seguir con sus vidas y a reírse».

Germán tiene ojo para poner dentro de su contexto histórico y no perderse en el meandro de los múltiples programas humorísticos en los que Garzón participó, y citar los más pertinentes, sacando a relucir aquellos trozos que mantienen su actualidad, como cuando Godofredo Cínico Caspa (mi personaje favorito) elogiaba al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, defendiéndolo (hay una película mexicana que se llama No me defiendas, compadre):

Es que a Álvaro le cabe el país en la cabeza. Él vislumbra todo este gran país como una zona de orden público total, es decir, como un solo Convivir, caray. Donde la gente de bien —por fin— podamos disfrutar de la renta en paz, como debe ser. ¡Y será él quien por fin traiga a los redentores soldados norteamericanos, quienes humanizarán el conflicto y harán de Uribe Vélez el dictador que este país necesita! ¡Buenas noches!

También Nestor Elí, el portero de la Casa Colombia, tenía inclinaciones proféticas, como cuando le hizo por teléfono esta actual referencia suya a Fabio Valencia Cossio:

¿Doctor Valencia Cossio? ¡Huy! Para pedirle un puesto para mi hermano Leopoldo. Sí, de esos que usted reparte. Como usted es tan buen hermano...

Su humor le alcanzaba incluso para presentir su propia muerte: «A mí no me da miedo que me maten; a mí me da miedo que me dejen como a Navarro Wolf».

La Macarena y sus barrios limítrofes, La Perseverancia y San Diego, le rindieron un emocionante homenaje a su vecino, Garzón: la gente del pueblo, los escasos intelectuales, sus amigos, sus admiradores y muchos estudiantes llenaron con rosas una pared blanca sobre la carrera Quinta en actitud de llanto (hacia abajo) y con multitud de letreros, más que luctuosos de simpática solidaridad. En su honor, la Plaza de Bolívar se llenó (como nunca) de cariño, rabia y frustración. Dentro de las miles de pancartas que se movían al ritmo del viento había una que sobresalía: «Es la primera vez que nos haces llorar».


Todas las citas de esta reseña son tomadas del libro
Jaime Garzón, el genial impertinente
Por Germán Izquierdo Manrique Editorial Planeta Colombiana S. A. – 2009
(Segunda impresión)


Jaime Garzón: La biografía

Por: Kien&ke

Vestido de saco y corbata, pantaloneta de paño, medias escocesas de borlas colgantes y calzado en mocasines, un joven de pelo negro abundante y gafas de lentes gruesos recorre en bicicleta los caminos de la Universidad Nacional. Su nombre es Jaime Hernando Garzón Forero. Nació en Bogotá, tiene 23 años, mide un metro setenta de estatura, es trigueño y estudia Derecho. Pedalea rápido, bombea el espeso humo de su pipa y avanza tocando una y otra vez la campanita del manubrio para que le abran paso, para hacerse notar, hasta que finalmente se detiene en uno de los corredores de la Facultad de Derecho. Tiene clase de Filosofía con el profesor Orlando Solano Bárcenas. Estaciona la bicicleta, entra al salón y busca puesto en una de las últimas filas de la clase magistral. Corre el año de 1983 y allí, entre medio centenar de trotskistas, anarquistas, elenos, integrantes del M-19, espías de derecha, mamertos a secas y personaje inclasificables, está el relajo de dientes y la bocota de Jaime Garzón, que hoy llegó cansado de los discursos de filosofía escolástica. Antes de que empiece la clase, se le ocurre levantar la mano y preguntarle al profesor: “Doctor, ¿cuál es el principio de la filosofía actual?”. Muy serio, Solano empieza a discurrir, pero Garzón no aguanta, lo interrumpe y refutándole todo lo que ha dicho con el dedo índice y sin que le tiemble la voz, empieza a cantar para toda la clase el coro de una sabia canción popular: “Amigo cuánto tienes, cuánto vales, principio de la actual filosofía”.

Fueron varias las ocasiones en que no le satisfacían las explicaciones de los maestros. Levantaba mucho la mano pero no era buen estudiante. A menudo hacía preguntas fuera de contexto y los ensayos académicos que presentaba no se ceñían a los contenidos propios de las clases. Algunos profesores no lo soportaban; otros, como Eduardo Umaña Luna, fundador de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, le tenían mucho aprecio. Este último lo llamaba el notario de la clase por su espíritu participativo. Pablo Mauricio López, uno de sus más cercanos amigos de carrera, recuerda que se interesaba mucho por las materias de humanidades y poco por las de Derecho. Sus calificaciones así lo demuestran. Una de las más altas de su primer año la obtuvo en Sociología I (4.5); en cambio, se rajó en Introducción a la Política e Historia (2.1) y en Derecho Civil I (2.3).

Cuentan algunos de sus compañeros de aula que la asignatura de Introducción al Derecho, dictada por Carlos Neissa, le era particularmente agobiante, pues el maestro recitaba de memoria libros completos mientras garabateaba en el tablero esquemas de mil ramificaciones. Un día, después de escucharlo por varias horas, Garzón se salió calladamente del salón, y luego de cerrar la puerta tras de sí, soltó un grito de Tarzán que retumbó por todo el edificio: “¡¡¡aaaAAAaaahhh!!!”. Más oxigenado, entró al salón y regresó como si nada a su puesto, ante la mirada atónita de Neissa y los demás estudiantes. También cuentan que en otras ocasiones, antes de que comenzara alguna clase, sermoenaba alargando las vocales como un sacerdote: “Hoy tenemos parciaaaaall y todos nos vamos a rajaaaaar”. A lo que los compañeros contestaban: “Aaameeeeen”.

Afuera, en los prados de la universidad y en la cafetería, andaba siempre hablando y discutiendo sobre política, filosofía, y literatura. Y no era raro que, en la mitad de una discusión, se aburriera y se retirara de un momento a otro para hablar con otro grupo de gente. Garzón “no era lineal; era octogonal y poliédrico”, cuenta uno de sus compañeros. Tenía fama por sus chistes, sobre todo por los pesados. Alguna vez se le acercó a la novia de un amigo, a quien se refería como la boyaca con pinta de caleña, y sobre su cabello le dijo: “Oiga, ¿y usted cómo hace para teñirse de negro solamente las raíces?”. En otra ocasión, cuando vio acercarse a un estudiante que se movilizaba en moto y usaba gafas oscuras y cachucha, gritó: “¡Llegó el sicario!”. El tipo lo sentó en el piso de un puñetazo. Pero Garzón no se calló, nunca lo hizo.

Un día llegó a la facultad con una hoja de papel en blanco. “¿Quiere ser columnista de mi periódico?”, le preguntó al vecino de turno. La hoja circuló entre la clase y cada quien escribió lo que le vino en gana. Así llenaba Garzón las páginas de El Bugalú, cuyo lema rimaba con el título: “Un periódico sin criterio como tú”. En él hacía chistes sobre los profesores, divulgaba chismes de sus compañeros y dibujaba caricaturas. En una ocasión relacionó un accidente aéreo, que en efecto sucedió, con uno de los exámenes del más temido de los profesores de la carrera de Derecho, Hugo Márquez. Garzón escribió: “¡Siniestro Aéreo! 45 víctimas, sólo cinco sobrevivientes en la clase de Parte Civil y Persona del doctor Hugo Márquez”. Junto a la nota dibujó un avioncito roto del que caían estudiantes al vacío.

En 1984, un año después de que Garzón ingresó a la universidad, un hecho transformó la institución. El 17 de mayo, un grupo de 300 estudiantes se enfrentó con la Policía Por el aire volaron, como nunca antes se había visto, piedras, pedazos de ladrillos y palos; hubo balacera, explotaron granadas y bombas caseras. Murieron 17 estudiantes. Al día siguiente, El Espectador tituló en primera página: “Cierre indefinido de la U. N”, y la noticia continuaba en las páginas centrales con subtítulos como: “68 capturados”, “Situación intolerable”. Ese mismo día, el Consejo Superior decretó un receso académico indefinido en la Universidad y las residencias Uriel Gutiérrez, donde vivían muchos estudiantes de bajos recursos procedentes de distintas ciudades y pueblos del país, fueron clausuradas para siempre. Fue en este lugar, en el que un desayuno costaba tres pesos y el almuerzo y la comida seis pesos cada uno, donde tuvo lugar otro episodio que los antiguos compañeros de Jaime Garzón recuerdan como una anécdota memorable: en plena residencia, un campesino tolimense fue sorprendido robando en las habitaciones y fue sometido a juicio por los estudiantes. El único defensor del asustado ratero no fue otro que Garzón, quien argumentó que, dado el estado de pobreza famélica del hombre, no era justo castigarlo. Propuso que una comisión de estudiantes le mostrara la ciudad, especialmente el norte. El campesino se salvó de ser entregado a la Policía; aquel fue el primero, y tal vez el último caso que Garzón ganó como abogado, pues nunca se graduó.

El orden público no era menos explosivo en el resto del país. Por ese entonces los periódicos publicaban cada vez más noticias sobre narcotráfico: el allanamiento a Tranquilandia, aquel enorme terreno de producción de drogas del Cartel de Medellín situado en el departamento del Caquetá; la huída de 43 capos del narcotráfico a Brasil, la detención, que era cosa de todos los días, de algún presunto mafioso. El narcotráfico estaba hasta en el cine con la legendaria Scarface, donde Al Pacino protagoniza a un traficante de coca. En 1984 fue asesinado Rodrigo Lara Bonilla, entonces Ministro de Justicia que denunció como narcotraficante a Pablo Escobar cuando éste era suplente de la Cámara de Representantes. Escobar fue destituido y se vengó de Lara ordenando su muerte. Ese fue el comienzo de una cadena de magnicidios –entre ellos el de Luis Carlos Galán– que se extendió durante toda la década. Entretanto, el Gobierno de Belisario Betancur se sentaba a buscar la paz con las FARC en los acuerdos de La Uribe (Meta), y con el M-19 en los de Corinto (Cauca). El deporte rey era el ciclismo y el triunfalismo, por supuesto, ya existía: “Herrera ganará el Tour de Francia”, titulaba El Espectador; la nota afirmaba que si no lo lograba en 1984, seguro sería en 1985. No fue nunca. En esa realidad colombiana de impunidad, de violencia, de mafia metida en las pantallas de cine y enredada en los hilos del poder, de promesas y sueños incumplidos, se empezaba a cocinar el caldo de cultivo que más tarde sería el fundamento del humor político de Garzón.

En mayo de 1985, después de largas jornadas de marchas, paros cívicos y reuniones, la Nacional volvió a abrir sus puertas. Entonces Garzón reanudó los recorridos habituales desde su humilde casa del barrio La Perseverancia, situada en la empinada calle 29 con carrera 5, hasta la universidad. Vivía con su madre, Daisy Forero, y con sus dos hermanos mayores: Jorge Alberto y Alfredo. Marisol, la menor de todos, por aquel entonces era monja y estaba en el convento. Su familia era fervorosamente católica. Durante tres años, Alfredo fue sacerdote de la comunidad; Marisol vistió hábitos durante doce años; Jorge, el mayor, sirvió como secretario del despacho parroquial de la iglesia de San Diego, en la que Jaime, a su vez, fue acólito en varias ocasiones.

En el registro de matrícula de la Universidad, en los espacios destinados para el nombre, el parentesco, la edad y la ocupación de las personas con las que convivía, Garzón escribió: “Daisy, madre, 56 años, Médico (pensionado)”. Aunque en algún momento su madre trabajó como enfermera, no era médico. Ya lo vamos a ver: cambiarse el nombre al hacer una solicitud por escrito, llenar con datos falsos un formulario, y mentir como miente un niño a los adultos, eran comportamientos comunes en Jaime Garzón. Según cuentan sus familiares, doña Daisy tenía gran sentido del humor y siempre estaba bien informada. En la casa de los Garzón eran comunes los debates sobre política. Ella, por ejemplo, subrayaba lo que consideraba más importante en el periódico y se lo pasaba a sus hijos para que lo leyeran. Su columna preferida del diario El Espectador era El Coctelera, que durante 35 años escribió Alfonso Castillo Gómez, un reconocido humorista político. Algunas de las líneas de Castillo tienen títulos tan sugerentes como el Diccionario zurdo y La Locolombia de Leovigildo, un personaje encarnado en un joven romántico y arribista que quería ser abogado e influir en la política, pero que no era más sino el contador de una escuela de comercio. Castillo Gómez ridiculizaba las costumbres bogotanas y se burlaba de la política colombiana, aunque nunca con nombres propios. Esas columnas eran parte habitual de las lecturas del joven Jaime Garzón, a quien su madre le enseñó a leer y escribir cuando apenas tenía tres años. Más tarde sería lector voraz de Estanislao Zuleta y Sigmund Freud.

Félix María Garzón, su padre, era profesor de tabulación y tenía el don natural del humor. Le apodaban ‘Resorte’; era bien conocido entre sus allegados por la habilidad para imitar voces y gestos de varios cantantes famosos. Murió a los 38 años. El vacío de la figura paterna acompañó durante toda su vida a Jaime Garzón; siendo adulto solía decir que no quería llegar a los cuarenta años, pues le parecía inmoral e irrespetuoso vivir más tiempo que su padre. Tenía siete años cuando lo vio agonizar, ese recuerdo lo llevó a tomar la decisión de no tener hijos, temía que su propia historia se fuera a repetir.

Garzón fue un niño hiperactivo que metía las narices en todas partes, desafiaba a las alturas y se jugaba el pellejo a cada instante: una vez saltó a la calle desde la ventana del bus escolar en movimiento. También heredó los talentos de su padre. En el colegio imitaba la voz del rector para burlarse de los profesores y en los almuerzos familiares hacía lo mismo con políticos, profesores, e incluso con sus propios parientes. Su hiperactividad siempre fue un problema en las instituciones educativas por las que pasó. Del Seminario Menor lo echaron poco después de que el sacerdote Héctor Gutiérrez Pabón, quien era para él una especie de protector, dejara su cargo. Entonces ingresó al colegio Las Hermanas de la Paz, pero tampoco allí se aguantaron al niño Garzón que cada vez que le venía en gana imitaba perfectamente el pito del automóvil del rector para que abrieran el portón y pudiera volarse. Seis meses antes de recibir su grado de bachiller, las pacíficas hermanas le dijeron adiós. Fue el 4 de diciembre de 1977 cuando finalmente Jaime Hernando Garzón Forero se graduó como Maestro Bachiller de la Escuela Normal de la Universidad Libre.

Antes de llegar a la Universidad Nacional, Garzón había querido convertirse en profesor de física y tuvo un paso fugaz por la Universidad Pedagógica, pero sólo un semestre después esa idea se diluyó en su cabeza. A los 18 años, la edad del idealismo, cuando afloran las idea románticas de querer cambiar el mundo, se decidió por las causas revolucionarias.

Su ingreso al ELN, como casi todo lo suyo, fue bien singular. Para entrar en la organización debía estar, sosteniendo un aguacate en las manos, a las doce y media de la noche en la esquina de la calle 17 con carrera 10 y quedarse allí parado, dándole vueltas al aguacate en el aire, hasta que se hiciera presente un contacto de la guerrilla. La primera noche no vino nadie; la segunda, tampoco. Siguió así varias noches. Nada. Nadie salía a su encuentro. Pasadas dos semanas, tuvo la mala suerte de que se acabara la cosecha de aguacates; le fue imposible volver a conseguir uno. Decidió entonces ir al almacén Tía y comprar uno de juguete, en plástico, para seguir esperando en el frío nocturno del centro de Bogotá hasta que, por fin, apareció un emisario del ELN. Trabajó en una red llamada la PJ, con lo que la organización rendía un irónico tributo a los nombres más comunes y corrientes de la sociedad: Pedro y Juan. Durante el corto periodo que Garzón estuvo en la guerrilla, ejecutó labores menores como pegar panfletos en postes y calles y servir de mensajero. Fuera de la ciudad, estuvo incorporado al frente José Solano Sepúlveda, cuya zona de influencia era la región de los Montes de María, entre los departamentos de Sucre y Bolívar. En un artículo publicado por la revista Semana en agosto de 1999, el periodista Álvaro García dice que el inexperto subversivo nunca aprendió a manejar las armas. “Se desempeñó como estratega militar, un desastre. Entonces Garzón se convirtió en un inocente y despistado trovador guerrillero”, dice la nota. Su alias era ‘Heidi’, sí, como la niña de ojos saltones y mejillas rosadas que cantaba “abuelito dime tú” y corría por las colinas de los Alpes. Él era ‘Heidi’, la niña, pero la del monte.

A finales de los años ochenta, el ELN vivió un cambio conocido como ‘El replanteamiento’. Cuando Fabio Vásquez Castaño, jefe máximo del grupo guerrillero, abandonó el país, surgió una crisis interna. Nicolás Rodríguez Bautista, Gabino, lo reemplazó y se abrió así un espacio para la discusión acerca de algunas de sus prácticas bárbaras, particularmente los fusilamientos. “Se fusiló a mucha gente, especialmente a estudiantes y profesionales que se habían ido a la guerrilla muy ilusionados”, cuenta el periodista Hernando Corral, quien hizo parte de la misma red urbana del ELN en la que estuvo Garzón. El ojo inquisidor estaba puesto en los citadinos pues llegaron a representar una amenaza para los guerrilleros de mayor rango que no eran tan cultos ni tan formados intelectualmente como los primeros. Esta circunstancia creó un fuerte rechazo por parte de los guerrilleros hacia aquellos que veían como pequeños burgueses sin alma revolucionaria y de difícil adaptación a la vida en el monte. Eso costó muchos muertos. Con ‘El replanteamiento’ se disminuyó el excesivo militarismo y el estalinismo en el ELN y, algo fundamental, muchos de sus miembros salieron de la clandestinidad y rehicieron sus vidas sin temer represalias. Unos volvieron a terminar su carrera, los profesores regresaron a las aulas, volvieron a las fábricas los trabajadores. Cuatro meses le bastaron a Jaime Garzón para darse cuenta de que el de las armas no era su camino.

En esa transición de apertura se conocieron Hernando Corral y Jaime Garzón. Se hicieron grandes amigos. Y junto con varios otros exmilitantes del ELN y simpatizantes de la izquierda, surgió El Rotundo Vagabundo, un grupo que se reunía en amenas tertulias en las que se discutía sobre la coyuntura del país, especialmente la política. Los rotundos de planta eran: Franco Ambrosi y su esposa María Teresa Penazzo, Alonso Ojeda, Irma Acevedo, Myriam Bautista, Hernando Corral, Beethoven Herrera, Humberto Vergara Portela y Jaime Garzón, de 19 años, una década menor que la mayoría de los demás intelectuales. Gracias al Rotundo Vagabundo, Garzón conoció personajes influyentes de la vida nacional. Parte de las diversiones del grupo era improvisar solemnes homenajes. Marco Palacios, Eduardo Pizarro, Francisco Leal y Rafael Pardo fueron algunos de los agasajados. Los Rotundos compraban zanahoria y apio, lo mezclaban con pasta y listo, ahí estaba la cena. La comida no era la mejor, pero los invitados siempre pasaban un buen rato, especialmente viendo a Garzón imitar a Misael Pastrana, a Alfonso López Michelsen y a Julio César Turbay, entre otros. A pesar de la diferencia de edad, él se destacaba entre todos por su buen humor y sus constantes finos apuntes. Según Myriam Bautista, “ese Garzón que luego vimos en Zoociedad era el mismo Garzón de nuestras tertulias”. Y agrega: “Siempre quiso estar cerca del poder, pero no era obsecuente con el poder”.

El Rotundo Vagabundo fue para Garzón mucho más que en un espacio de tertulia; en ellos encontró una familia. Franco Ambrosi, Hernando Corral y Beethoven Herrera eran para él figuras paternales. Garzón quiso parecerse a Franco Ambrosi. Franco fumaba pipa, Garzón empezó a fumar pipa; Franco usaba chaleco y gorra, Garzón comenzó a vestirse de chaleco y gorra. Quería impresionarlo. Uno de los recuerdos más vívidos que Franco tiene de Garzón se refiere al día en que éste solicitó su amnistía en el Ministerio del Interior, hacia 1990, en el ambiente que se vivía cuando el Gobierno de Virgilio Barco firmó la paz con el M-19. Garzón se presentó como guerrillero desmovilizado ante el Ministerio. “¿De qué grupo es usted?”, le preguntaron. Él respondió: “Del MRV”. Y sin mayor interrogatorio, le concedieron su amnistía. “¿Y qué vaina es el MRV?”, le preguntó después Franco, sorprendido. “Pues Movimiento Rotundo Vagabundo”, le explicó Garzón con una sonrisa en la cara. ¡Plop!

Beethoven Herrera, quien fue profesor de Gazón en la Universidad Libre, recuerda: “Me impresionaba su inteligencia natural. No había leído mucho, pero tenía una chispa impresionante para hacer preguntas difíciles. Además, nunca caía en lugares comunes. Siempre fue un heterodoxo, un no alienado, un inconforme”. Garzón buscaba sus consejos, él lo sermoneaba seriamente, le pedía no meterse en algo que le pudiera traer problemas, y lo regañaba cuando lo hacía. Pero todo era inútil. Fue tal vez Beethoven Herrera una de las primeras personas en vislumbrar el fenómeno que se encarnaría en la persona de Garzón. Lo conoció cuando aún era un adolescente y creyó por algún tiempo que su irreverencia, su inusual inquietud mental, la capacidad expresiva de su cuerpo, su rebeldía, sus burlas pesadas, y el placer que experimentaba al confrontar la autoridad eran todas cuestiones de la edad. “Ya se pondrá serió”, pensaba. Pero no ocurrió así. Pasaron los años y Garzón fue cada vez más incisivo. Fuertes eran las discusiones entre ambos, el maestro y el alumno, el padre y el hijo. Garzón hacía lo que se le daba la gana: ya no se conformaba con las bromas de puertas para adentro, empezaba ahora a burlar las altas esferas del poder público. Aquella línea que separa la ficción de la realidad estaba para él completamente desdibujada.

Era frecuente que en las reuniones del Rotundo Vagabundo Garzón hiciera elaboradas imitaciones de políticos para hacerles bromas a los personajes más influyentes del país. Una vez, alentado por el grupo y haciéndose pasar por César Gaviria, llamó a Gabriel García Márquez y le pidió colaboración diciéndole que las conversaciones que en ese momento se estaban llevando a cabo en Caracas con las FARC y el ELN habían entrado en una grave crisis. El nobel aceptó interceder y Garzón (o Gaviria) prometió enviarle el avión presidencial al día siguiente para llevarlo a Caracas. Una hora después de la llamada, Enrique Santos, que en esa oportunidad departía como invitado del grupo, tuvo que comunicarse con García Márquez para contarle que todo había sido una broma. El escritor se molestó muchísimo, no tanto como su esposa Mercedes. Años después, un día en que García Márquez estaba almorzando en el restaurante El Patio, en la Macarena, Garzón se le acercó, vestido de mesero, para pedirle disculpas. Ante la cara de revólver de Mercedes, empezó a recitar de memoria páginas enteras del primer capítulo de Cien años de soledad y finalmente sus disculpas fueron aceptadas.

En otra ocasión llamaron a Francisco Santos. Esta vez Garzón hizo el papel de un Belisario Betancur ansioso por formar parte de la Asamblea Constituyente: “¿Qué opinas de que me lance? ¿Qué consejos me das?” Le preguntaba. A lo que Santos contestaba: “Me parece perfecto, presidente. Sería magnífico tenerlo a usted dentro del grupo de constituyentes”. Al rato, Hernando Corral tomó el teléfono y le informó a Santos que quien le había hablado era Garzón. “Yo ya me había dado cuenta”, respondió Santos desconcertado, aún titubeando.

María Teresa Penazzo, esposa de Franco Ambrosi, también fue muy cercana a Garzón. Cuenta que lo conoció tras un incidente en el que Garzón casi se hace matar por andar en lo de siempre: bromeando. Un día Beethoven iba conduciendo su jeep Toyota por la calle 32 con avenida Caracas, cuando sigilosamente alguien se le colgó del carro y alcanzó a sobarle la cabeza metiendo la mano por la ventana del copiloto. Por puro reflejo, Herrera aceleró sin advertir que aquel tipo era Garzón. Lo atropelló, le estropeó las costillas y lo dejó inconsciente. Alcanzó a llevarlo al Hospital de la Hortúa, donde milagrosamente salió de peligro. Las conversaciones que él sostenía con María Teresa nada tenían que ver con política. Garzón la visitaba en su casa de Guaymaral, ella le enseñaba algo de italiano o hablaban de la vida mientras ella bañaba a su bebé. “Yo sentía que él quería vivir lo que mis hijos vivían”, dice.

El Rotundo Vagabundo constituyó una válvula de escape para Garzón. Conforme pasó el tiempo, las reuniones fueron cada vez más esporádicas. Garzón se convirtió en una figura pública y había adquirido nuevos compromisos. Pero nunca dejó de lado a Los Rotundos, porque allí, entre sus amigos, no tenía que ser el bufón ni el animador de reuniones ajenas. En una ocasión, años más tarde, le dijo a Myriam: “Me llevan a esas cosas como el payaso, y yo a veces estoy mamado y no tengo chispa y no me quiero reír”.

Volvamos a la Universidad Nacional. Sus compañeros coinciden al afirmar que Garzón no abrazaba ninguna ideología. Al principio, dice uno, “tiraba línea de izquierda”. Pero, por otro lado, con su mochila, un libro en la mano, la pipa en la boca y las gafas de marco grueso y redondeado, lo que hacía era caricaturizar el estereotipo del mamerto. ¿Quién era en realidad ese estudiante que podía construir un discurso al mejor estilo de Turbay Ayala y después hablar como insurgente? ¿Quién era ese que un día se vestía con falda escocesa y otro como un proletario de jeans y franela? ¿Qué pasaba por su cabeza? ¿Era de izquierda, de derecha? ¿Se identificaba con el poder o con la clase trabajadora?

Cuentan que en los salones de la universidad buscaba los últimos puestos y que más de una vez se sentó con los pantalones abajo para recibir la clase como si estuviera sentado en un inodoro. La disposición de torreón de las aulas hacía que los profesores no lo notaran. Vivía hablando de sexo. Echaba al aire frases como: “Yo le doy eso pero le meto esto”, “se me hace agua el pipí”, “nosotros los de pipí chiquito nos esforzamos más” y “el último que entra es el que queda”. No tenía recato. El periodista Antonio Morales, con quien luego Garzón trabajaría durante tres años en el programa de televisión Quac, el noticero, asegura que “le gustaban las mujeres en un sentido gregario de la manada”. El mismo Garzón se consideraba un “machista leninista”. Morales cree las mujeres que más le gustaban eran “las proletas”: “Tenía una amante que era cabo de la policía y otra, creo, atendía en una panadería”. Era impulsivo. Años más tarde, mientras conducía por el barrio El Chicó de Bogotá, vio pasar una mujer muy linda manejando. Decidió seguirla hasta cerrarla, se bajó de su carro y, acostándose en el asfalto contra las llantas delanteras del carro de la mujer, le dijo: “Si no me da su teléfono, no me quito de aquí”. Sus relaciones duraban poco, como poco le duraba también el enamoramiento.

La única mujer con la que tuvo una relación duradera fue Gloria Hernández. La conoció en una fiesta en 1983 en la que no pararon de reír. En el libro Cinco en Humor, la periodista María Teresa Ronderos cuenta que unos días después de que se conocieron hicieron un pacto que se fue renovando durante toda la relación. Ella era un año mayor que Garzón, divorciada, tenía tres hijos: Nelson, Alejandra y Susana. Cuando empezaron a vivir juntos, Nelson, el mayor, apenas tenía siete años. Garzón alcanzó a ser para ellos una figura paterna, un papá que les decía que “tenían que ser unos bacanes”. A pesar de sus amores fugaces. La mujer de la vida de Garzón fue Gloria. Su relación se mantuvo en las épocas de vacas flacas y en los posteriores momentos de fama y dinero. La llamaba ‘La Tuti’, ‘La Tuti Fruti’, porque, según él, era la única que reunía todos los sabores de la mujer. Solía decirles a sus amigos que Gloria era su columna, que a él le gustaba dar vueltas, perderse por un rato, salir con otras mujeres, pero siempre tenía que volver a Gloria, su compañera inseparable.

Corría el año de 1987 cuando Garzón decidió tocar las puertas de la campaña del entonces candidato conservador a la Alcaldía de Bogotá, Andrés Pastrana Arango. Llegó directo a la oficina de la gerente, Claudia de Francisco. “Hay un estudiante de derecho de la Universidad Nacional que quiere hablar con usted…”, recuerda Claudia que le dijo su secretaria. Ella le mandó decir que en ese momento estaba muy ocupada, que volviera al otro día. Efectivamente, allí estuvo de nuevo Garzón, quien, luego de esperar por varias horas para ser atendido, le envió una ingeniosa carta escrita a mano, con los bordes quemados con cigarrillo para darle aspecto de pergamino. Palabras más, palabras menos, la carta empezaba diciendo: “Su excelencia: os pido una audiencia a la mayor brevedad…”. Claudia lo hizo entrar. Le pareció feísimo ese tipo que se le sentó enfrente y le dijo: “Yo ya conozco lo que piensa la izquierda. Ahora quiero saber qué piensa la derecha”. Garzón se ofreció como voluntario para trabajar en la campaña de Pastrana. Ella le advirtió de que no tenían dinero para pagarle. A él no le importó y empezó a trabajar en el equipo de avanzadas, cuya labor era revisar que todo el perifoneo, los pasacalles, el sonido, la tarima estuvieran en orden y siempre listos para la llegada del candidato. Garzón era de los más entusiastas. No se bajaba la camiseta estampada con la cara de Pastrana; esa cuyo lema rezaba diciendo y haciendo. Llevaba sólo un mes trabajando cuando fue nombrado jefe de las avanzadas. Durante este tiempo, su capacidad de imitador se hizo evidente. En la noche, cansados después de largas jornadas de trabajo, los directivos de la campaña mandaban llamar a Garzón para que los hiciera reír un rato. Entonces él hacía una especie de show privado que incluía imitaciones de Julio César Turbay, Belisario Betancur y Álvaro Gómez. “En esa época comenzamos a descubrir su humor, su inteligencia y su irreverencia. Él no sólo imitaba las voces sino que construía un discurso coherente con el de cada persona”, recuerda Claudia. Eran las mismas imitaciones que luego perfeccionaría y que lo hicieron famoso en programas de televisión.

Con el tiempo, Garzón entabló amistad con Claudia. “No puedo parar de analizar qué se puede hacer con este país”, le comentaba constantemente. Su cabeza no paraba de pensar. Comentan algunos amigos que se le dificultaba incluso dormir. Los llamaba sólo para conversar a horas tan absurdas como las dos de la mañana.

Garzón concibió una ingeniosa forma de publicitar la campaña de Pastrana entre los estudiantes de la Universidad Nacional. Sacaba del bolsillo unas tarjetas blancas, inmaculadas, sin nada escrito, una suerte de fichas bibliográficas, y las repartía diciendo: “Mire, vote por Pastrana. Este es el programa de gobierno”. Luego tomaba otra tarjeta y con un esfero le dibujaba un marco junto a los bordes: “Y este es el marco teórico”. De algo tuvieron que servir aquellas irreverentes estrategias de publicidad política.

A las 7:15 de la noche del lunes 18 de enero de 1988, diez hombres armados con ametralladoras y subametralladoras llegaron a la sede de la campaña de Pastrana. Al entrar, uno de los delincuentes gritó: “¡Quietos todos! ¡Al suelo! ¡Somos del M-19!” En sólo dos minutos desarmaron a los escoltas, sometieron a los empleados, cortaron los teléfonos y subieron al segundo piso para llevarse al candidato conservador. Al verlos, Pastrana soltó una frase que se volvió famosa: “¿Qué tipo de broma es esta?”. Lo agarraron por las solapas y lo encañonaron en la nuca con una pistola automática. Jaime Garzón, que estaba presente en el lugar, se tiró al piso y abrazándose a la pierna de uno de los secuestradores, exclamó: “Llévenme a mí también. Yo soy el jefe de giras y adonde vaya el candidato yo lo acompaño”. El hombre lo insultó y se lo quitó de encima con una patada. Los secuestradores eran en realidad enviados del Cartel de Medellín y se llevaron solo a Pastrana, en un automóvil Mazda forrado con los afiches publicitarios de su propia campaña.

Una semana después, la Policía liberó a Pastrana y el impacto de la noticia dejó en sus manos del candidato conservador la lucha por la Alcaldía; su favorabilidad en las encuestas subió del 24% al 38%. Los diarios lo daban como el virtual Alcalde de Bogotá, muy lejos quedaron las aspiraciones de sus competidores Carlos Ossa, Ossa es otra cosa; y Clara López, la opción Clara. Fue el primer Alcalde de Bogotá en ser elegido mediante voto popular.

Terminada la campaña, Andrés Pastrana no sabía qué hacer con Jaime Garzón. “Necesitábamos que estuviera en un sitio lejano para que nos dejara trabajar”, cuenta Claudia de Francisco. Es que Garzón era difícil. Andaba acelerado, conversando de todo lo que se le pasaba por la cabeza, yendo y viniendo de un lado otro, haciendo chistes, metiendo la pata por abrir la boca cuando no debía; y sin embargo, había sido uno de los más fogosos trabajadores durante la campaña. Pastrana se preguntó: “¿Cuál es el lugar más lejano en donde lo puedo nombrar?”. Y decidió mandarlo al lugar más distante que se le ocurrió: El Sumapaz, ese enorme terreno de 178 mil hectáreas que comparte territorios de Cundinamarca, Huila, Meta y Tolima. Allí donde los frailejones son mayoría se posesionó Jaime Garzón como Alcalde Menor en 1988, cuando tenía 28 años y aún no había terminado su carrera de abogado en la Universidad Nacional.

Con gran entusiasmo comenzó a ejercer su cargo. Como un prócer, cabalgaba por entre quebrados caminos, levantando polvo entre una vereda y otra. Durante su administración en el Sumapaz, remodeló una escuela, construyó un puesto de salud y la única carretera de la zona. Su situación académica por entonces no era la mejor. Había descuidado la carrera durante la campaña de Pastrana y ahora, como alcalde menor, mucho más. Una carta de tono rimbombante que Garzón envió al Consejo Superior el 2 de febrero de 1989 lo demuestra:

Señores
CONSEJO SUPERIOR

Facultad de Derecho

Universidad Nacional

Apreciados Señores:

Dado que la estructura orgánica y funcional de la Alcaldía Menor hasta ahora se está formando, pues su creación es reciente, ha implicado una dedicación minuciosa y una actitud de permanente interés para hacer del Derecho una práctica dirigida realmente a los necesitados tal como lo aprendí de Uds; pero esta situación por demás apasionante, ha traído como consecuencia el hecho de haber sino descuidado por los menos desatendido en parte, mis quehaceres universitarios, hecho por el cual me critico y pretendo corregir.

La estructura está andando y con tranquilidad y orgullo que quiero compartir con Uds como su alumno, hoy podemos decir que la Zona del Sumapaz está siendo realmente atendida y que las principales necesidades de la comunidad se están llenando, aún a pesar de los innumerables obstáculos burocráticos y políticos con que a diario me tropiezo. Pero ahora requiero de Uds su colaboración, para conmigo y por ende para la zona: se me conceda el permiso para presentar un examen supletorio de la materia bienes que hasta ahora puedo presentar.

Las razones por las cuales lo solicito son expuestas en parte en el principio de este escrito, pero fundamentalmente, es mi deseo por dedicar toda mi capacidad mental en estos tiempos terminar con juicio los requisitos para graduarme. Dentro de este objetivo he organizado el horario de atención a la comunidad en días precisos y he reducido los viajes a la zona para lo mismo, pues desde Bogotá hasta el lugar se necesitan entre tres y cuatro horas para llegar.

En espera de su respuesta y consciente de que su decisión es fundamental para mi vida,

Un abrazo,

Jaime Garzón Forero

Alcalde de Sumapaz

El expediente académico de Garzón está lleno de solicitudes por el estilo, de homologaciones, de mensajes y reclamos. La anterior, como la gran mayoría de las que hizo, fue rechazada. La carta tiene una anotación a lápiz de las oficinas de la Nacional que dice: “Fuera de tiempo”. En otra anterior, fechada el 5 de agosto de 1988, explica: “Muy comedidamente me permito solicitarles se sirvan hacer válida mi labor a desempeñar en esta Alcaldía en lo relacionado al área de consultorio jurídico”. La respuesta que obtuvo fue la siguiente: “Para esa clase de homologaciones es necesario más de un año de servicios y adjuntar funciones desempeñadas. NEGADA”. No contento, el 23 de junio de 1989, volvió a mandar una solicitud con el mismo objetivo: “En mi condición de empleado público (hecho notorio) no me hallo en capacidad legal para litigar, solicito de ustedes me homologuen mi actividad como Alcalde de Sumapaz para consultorio en tanto que es servicio comunitario”. Esta vez la contestación fue: “No trajo certificaciones”. La materia de Consultorio Jurídico le quedó en cero.

“Este tipo pedía de todo”, afirma Lady, empleada del archivo de Derecho de la Universidad Nacional mientras pasa las hojas del expediente de Garzón. En otra solicitud exige que le suban una calificación: “En la materia de Sociedades, perteneciente al pénsum para quinto año, el resultado de mis calificaciones fue DOS punto NOVENTA Y SEIS (2,96), teniendo en cuenta el Art. 46 del reglamento estudiantil, que a su tenor reza: ‘en todas las facultades de la Universidad Nacional, la notas o calificaciones serán numéricas de (0) a cinco (5), en unidades y décimas. Si en los cómputos o en los resultados de las notas INTERMEDIAS O DEFINITVAS resultaren centésimas, éstas SE APROXIMARÀN A LA DÉCIMA SUPERIOR, si su número es igual o mayor a cinco (5), no tendrán en cuenta si es inferior’. Y aclara: “Las mayúsculas son mías”. “De acuerdo a lo anterior solicito se sirvan valer la aproximación a (3)”. Otra vez la respuesta fue la misma: negada.

En 1989 decidió retirarse de la universidad, pero a finales de ese mismo año pidió su reintegro. El Consejo Superior le contestó: “En su sesión del día 14 de diciembre de 1989, Acta No. 32 acordó emitir concepto favorable a la solicitud de reingreso formulada por el señor JAIME HERNANDO GARZÓN FORERO. Código 612772, a fin de que continúe sus estudios”. ¡Por fin una solicitud aceptada!

Mientras Garzón ejercía como Alcalde Menor de San Juan de Sumapaz, Hernando Corral, entonces periodista del Noticiero de las Siete, propuso una nota sobre él. “El alcalde de Sumapaz es un tipo muy simpático, imita perfectamente a varios políticos”, dijo en un consejo de redacción. A regañadientes, la entrevista fue aprobada. Garzón aparecería por primera vez en pantalla en la emisión del Noticiero de las Siete del 5 de diciembre de 1988. Las imágenes sin editar de esa grabación, muestran un bus que sube por una carretera pedregosa. Grupitos de campesinos, todos con ruana y sombrero, miran prevenidos la cámara. El viento agita las ropas colgadas de un tendedero en la entrada de una casa medio desbaratada. Un perro callejero apura su marcha. La niebla parece convertir a San Juan de Sumapaz en un cuadro de Gonzalo Ariza. Ya no se ven las montañas y apenas se distinguen las siluetas enruanadas. Hasta ahora, sólo se oye el sonido del ambiente. Luego empiezan a escucharse susurros y finalmente la inconfundible voz de Garzón que llega como la niebla, de a poco: “Y yo voy a decir que no hay carreteras –cuenta entre risas–, que aquí el único carro que llega es el del alcalde”.

Con la niebla como telón de fondo, abrigado por un gabán de un color verde habichuela, con sus gafas escurridas y una cachuchita de paño, Garzón remató su estreno en televisión con un juego de palabras típico de su humor: “Sí, he sido muy bien recibido porque yo traigo una reforma, una integración de la comunidad a Bogotá y el desarrollo de Bogotá aquí, en la medida en que sea posible. Yo he llamado a esa reforma la Pastranoika. Vamos a hacer en Sumapaz la Pastranoika o la reforma, la reestructuración total de la comunidad”. Al final de la nota, Corral le pide que imite a algunos personajes de la vida nacional y, entre otros, hace el papel de Álvaro Gómez, una de sus mejores interpretaciones. Deforma la boca y casi como un rumiante, dice: “Desde aquí me siento un hombre impotente, completamente impotente. Sin embargo, oigo una voz. Oigo una voz. Es Dios, que me dice ‘aquí estoy, aunque no en el Sumapaz, pero aquí estoy’”. Humor ácido. El pueblo de San Juan de Sumapaz se acomodaba perfectamente al dicho popular empleado para referirse a los lugares atrasados, lejanos, helados y agrestes: “Este es un pueblo olvidado de Dios”.

“La presencia mía en la zona va a ser permanente para recoger las inquietudes que ustedes tienen con respecto a la región”. Eso dijo Garzón en uno de los consejos locales que presidió. Su presencia, en efecto, era constante. Allá arriba, él era el señor alcalde, le habían asignado dos escoltas por ser esa una complicada zona de orden público, y mantenía buena relación con los campesinos, las autoridades y los guerrilleros de las FARC que tenían fuerte presencia en esta zona estratégica –un corredor natural que comunica los Llanos con la cordillera oriental y da paso a Bogotá –. El desenfadado Garzón, que había estado en la insurgencia, no le tenía miedo a nadie y había ocasiones en las que incluso subía sin escoltas. Tres veces a la semana se montaba en un jeep, llenaba dos pimpinas de gasolina y emprendía un viaje de más de tres horas hasta San Juan de Sumapaz. Jorge Iván Manzano, amigo de la universidad, lo acompañó hasta allá el 3 de marzo de 1989, el mismo día que fue asesinado José Antequera, dirigente de la Unión Patriótica, cuando conversaba en el aeropuerto El Dorado con Ernesto Samper Pizano, quien sobrevivió al atentado a pesar de que también fue baleado a mansalva. Antequera, a quien llamaban “El negro” era amigo de Garzón. Manzano recuerda que cuando le comunicó la noticia, éste detuvo el vehículo y lloró desconsolado por unos minutos antes de continuar el ascenso.

Fue alcalde a lo Garzón. Es memorable aquella ocasión en que le llegó un telegrama que decía: “Sírvase notificar las casas de lenocinio autorizadas en su zona”. Su respuesta fue: “Después de una inspección visual, informo que aquí las únicas putas son las putas FARC”. Muchos políticos de Bogotá desaprobaban su estilo. “Hay que hacer algo”, solía decir ante la pobreza extrema del páramo: los niños no tenían con qué escribir en sus escuelas. Entonces, contra la Ley, violando todos los procedimientos, tomó el teléfono y llamó a la empresa Carvajal haciéndose pasar por Andrés Pastrana para solicitarles una donación de útiles escolares. La consiguió y poco después varias cajas con centenares de lápices, colores y cuadernos llegaron para los niños y los campesinos del Sumapaz.

Faltando poco para que terminara su periodo, un día de elecciones en 1990, fue destituido. Él era el encargado de abrir las mesas de votación de su zona. Abrió la primera y cuando llegó a la segunda, separada de la primera por tres horas de camino, recibió la notificación de su despido firmada por Volmar Pérez, entonces Secretario de Gobierno del Distrito y hoy Defensor del Pueblo. Ofendido, Jaime Garzón demandó al Distrito; proceso que sólo se fallaría a su favor, con una jugosa indemnización, ocho años después.

Ahora sólo le quedaba terminar la universidad, escenario que, mal que bien, lo había acogido durante casi diez años de su vida. Sus últimas calificaciones en la Nacional tienen fecha de 1992. En 1993 aparece matriculado, pero sus notas aparecen en blanco; sólo tres materias le hacían falta para graduarse como abogado cuando Ricardo Sánchez, el decano de Derecho, lo hizo echar de la Universidad. Garzón decía que Suárez no parecía un decano sino el baterista de los Rolling Stones; no perdería ocasión en su carrera como humorista para dejarlo en ridículo: en Zoociedad, el programa de humor político que lo haría famoso, bautizó a un perro bóxer Ricardo Sánchez.

La historia de Jaime Garzón en la Nacional, sin embargo, no termina ahí. El 13 de agosto de 1999, día en que fue asesinado, Liborio Belalcázar Morán, el director de la carrera de Derecho de la universidad, le envió la siguiente carta al decano de la facultad:

Santa Fe de Bogotá D.C., Agosto 13 de 1999

Doctor

LEOPOLDO MÚNERA RUIZ

Presidente

Consejo Directivo

Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales

Universidad Nacional de Colombia

Ciudad

Apreciado Señor Decano:

Hoy el país ha despertado con otra información trágica, el asesinato de JAIME GARZÓN, periodista de muchas cualidades, entre ellas su enorme sensibilidad en la búsqueda de la reconciliación nacional.

JAIME GARZÓN fue estudiante de nuestra facultad y su intensa actividad como periodista no le dejó tiempo para culminar su Carrera de Derecho.

Por la anterior deseo presentar ante el Consejo Directivo de la Facultad, como Director de Carrera de Derecho, la postulación de JAIME GARZÓN al otorgamiento de su grado post mortem en la sesión en que la Universidad otorgará distinciones académicas a los docentes; por ello con toda consideración solicito a Usted, como presidente del Consejo Directivo, se ordene esta propuesta en el orden del día del la próxima sesión.

Cordialmente,

LIBORIO BELALCAZAR MORÁN

Director de Carrera de Derecho

A sus treinta años, Garzón ya sabía lo que era ser echado del seminario, del colegio, de la universidad y de una alcaldía. Había desertado de la guerrilla, había trabajado con la élite de la política colombiana, no podía olvidar la muerte de su padre, y entre chiste y chanza se había enamorado del poder. Una sola conclusión compartió con sus amigos desde entonces hasta el día de su muerte: “Por qué se toman la vida tan en serio, ¿no se dan cuenta de que todo es un juego?”.