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Para acabar una mafia se necesita una mafia más grande
Juan Diego Restrepo / Domingo 26 de agosto de 2012
 

No hay infiltración del Estado ni captura de sus instituciones, como lo plantean algunos analistas en este país cuando se refieren a casos como el de Santoyo. Lo que se constituyó fue una estrategia integral para derrotar a la izquierda armada, que requirió alianzas con la ilegalidad.
Miércoles 22 Agosto 2012

En la presentación del libro Los orígenes de la mafia (Entrelíneas, 2008), el experto italiano Diego Gambetta llamó la atención sobre lo que significaban esas organizaciones ilegales conocidas como mafias y la posibilidad de enfrentarlas, llegando a una conclusión interesante: “para deshacernos de la Mafia lo que necesitamos es, sencillamente, otra Mafia más grande y mejor”.

El escandalo que ha suscitado la admisión de culpabilidad del exgeneral Mauricio Santoyo Velasco ante un fiscal federal de Estados Unidos sobre sus relaciones con la llamada ‘Oficina de Envigado y de manera derivada con las Autodefensas Unidas de Colombia, me llevó a recordar ese fragmento de Gambetta y a pensar que lo ocurrido en nuestro país en las dos últimas décadas no puede seguir pensándose bajo el concepto de “toma mafiosa del Estado”.

La guerrilla de las Farc y el Eln, en su afán no sólo de crecer en hombres sino en dominio territorial se vieron enfrentados al dilema de cómo financiar ese proyecto, que los llevaría, según ellos, a “tomarse el poder”. De ahí que tuvieran que intensificar el secuestro de bananeros, comerciantes, ganaderos y hasta gente del común a la cual le cobraban unos pocos pesos. El afán era conseguir plata a como diera lugar.

Obviamente tales acciones, que llegaron incluso a cometerse en grandes ciudades y como han dicho algunos, a encerrar a la gente en las urbes, por temor a caer en eso que llamaron “pescas milagrosas”, es decir, secuestros masivos, unos de cautiverio corto, otros de largos y crueles cautiverios, que incrementaron este flagelo a cifras realmente escandalosas.

Paralelo a ello, las acciones armadas contra poblaciones, así como contra la infraestructura vial y energética, fueron constantes y sostenidas, lo que generó un ambiente de zozobra en el país que derivó en solicitar mano dura contra las guerrillas y contra todos aquellos que, supuestamente, eran colaboradores y simpatizantes.

Y claro, para combatir esa hidra de mil cabezas, se concibieron varias estrategias desde el Estado, entre ellas las famosas cooperativas de vigilancia y seguridad privada, de carácter rural y urbano, con posibilidad de acceder, inicialmente, a armamento de largo alcance y luego sólo a armas cortas. Cuando se declaró que ya no eran legales, muchos de sus directivos e integrantes automáticamente se convirtieron en jefes y mandos medios de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Entre unas y otras había solo un paso.

Y comenzó entonces la mayor expresión de confrontación entre la derecha armada, apoyada por sectores de la economía y la política que se sintieron reivindicados, y la izquierda armada y no armada. Para lograr eso se requería del apoyo de sectores del Estado capaces de aventurarse en la ilegalidad como soporte para resolver el conflicto con las guerrillas. Y justo es reconocerlo, eso no lo inició el hoy expresidente Álvaro Uribe Vélez. Esos mecanismos venían de tiempo atrás y fueron probados, por ejemplo, en la guerra contra el narcotraficante Pablo Escobar Gaviria. Había pues una experiencia acumulada.

En ese tipo de coyunturas bélicas, sean contra narcotraficantes o contra insurgentes, se requieren mecanismos de protección para aquellos que participan desde la legalidad, articulados a la ilegalidad, en esas acciones con el fin de derrotar al “enemigo”. Por ello, la impunidad se impone. Eso es, a mi juicio, tan claro, que así lo reconoció Carlos Rodríguez, abogado de Santoyo Velasco: “Por lo regular, a las organizaciones que en general le pueden dar información a la Policía son las organizaciones del crimen, así ellos cogen su información para poder implementar la paz y para poder muchas cosas. En el curso de eso, el general (r) tuvo contacto con esas personas, hay ciertas acusaciones que vienen posteriormente a eso, de ciertas aleaciones que dan actos no legales o de interpretaciones no legales".

Las palabras de Rodríguez reflejan con exactitud lo que se pensó y decidió en el Colombia frente a las actuaciones de Santoyo Velasco desde 1996, cuando asumió como director del Gaula en Medellín hasta que salió de la ciudad en el 2002 hacia la Casa de Nariño. Sus operaciones fueron interpretadas como “legal” y no fue castigado penalmente por ello, habiendo de por medio homicidios y desapariciones forzadas.

Se equivoca el expresidente Álvaro Uribe Vélez cuando dice, repetidamente, que “de haber tenido información sobre nexos de Santoyo con bandidos, no habría ascendido a general”. Sospechas de él se tenían desde el 2001, cuando un uniformado del Gaula de Medellín, de manera anónima, le escribió al entonces fiscal general de la Nación, Alfonso Gómez Méndez, lo que venía ocurriendo en esa unidad policial y de los nexos con grupos paramilitares. Lo que pasa es que, como había un “enemigo” que combatir, lo mejor era “dejar hacer” y garantizar la impunidad.

El asunto de fondo no es que el Gobierno ni el Estado hayan estado infiltrados, eso no es cierto; lo que ha venido ocurriendo desde hace dos décadas es que, embarcados en una guerra absurda y sin ánimo conciliador, sobre todo en los últimos años, se constituyó, como lo advierte Gambetta, “una mafia más grande” para derrotar a su “enemigo” y para ser exitosos se requerían alianzas con la ilegalidad y apelar a prácticas contrarias a la ley. Piénsese en el DAS, por ejemplo.

El problema es que los acuerdos con “bandidos” son frágiles y se rompen fácilmente si hay mejores garantías en otros lados. Y justamente así es como aparece Estados Unidos hoy en la vida de los colombianos, mostrándonos que cuando se es “infiel” con grupos que ese país califica de “terroristas” se deben pagar las consecuencias, total, ellos han puesto plata para esa guerra nuestra y velan por sus intereses. Quienes creyeron que volverse “mafiosos” para combatir a la guerrilla y, en general, a la izquierda, no tenían efectos secundarios se equivocaron. Hubo excesiva confianza. Y hoy comienzan a pagar cara su osadía.