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Las indagaciones por el asesinato de Aicardo Ortiz Tobón continúan. Un hombre de avanzada edad que arañaba la tierra como podía para mantener a su familia, líder de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (Premio Nacional de Paz 2011)
El falso positivo al papá de exsoldado
John Fredy Ortiz estuvo en el batallón Calibío, unidad investigada por ejecuciones extrajudiciales. Hoy no tiene protección como testigo
Diana Carolina Durán Núñez / Miércoles 5 de septiembre de 2012
 

John Fredy Ortiz Jiménez prestó servicio militar entre 2004 y 2006, en el batallón Calibío (en Puerto Berrío, Antioquia), una unidad militar que desde hace tiempo está en el radar de la justicia por cuenta de presuntas ejecuciones extrajudiciales. Durante esos 24 meses conoció aberrantes historias de falsos positivos y salió de allí convencido de que no había mejor remedio para espantar sus fantasmas que pasar la página. El 8 de julio de 2008, sin embargo, supo por boca de su hermana que su padre había sido una víctima más de esa violencia infame.

La más cruel paradoja de la guerra le cayó encima. Su padre, Aicardo Ortiz Tobón, un hombre de avanzada edad que arañaba la tierra como podía para mantener a su familia, líder de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (Premio Nacional de Paz 2011), fue identificado como Murciélago, un integrante de las Farc, por los mismos uniformados con los que su hijo había trabajado. Desde entonces, sorteando amenazas e intimidaciones, Ortiz Jiménez se ha dedicado a contarle a la justicia lo que sabe.

Su caso fue conocido además por Naciones Unidas. Ortiz explicó que cuando nació su hija lo retiraron del Programa de Protección de Testigos, pues la entidad se negó a proteger a su núcleo familiar. En marzo pasado la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU le pidió a la Fiscalía que implementara medidas de seguridad para Ortiz, pero poco después recibió una respuesta negativa. Desde entonces capotea sus temores solo.

El Espectador presenta una adaptación del impactante testimonio que entregó hace unos meses en el juicio que se le sigue a uno de los posibles implicados en el crimen de su padre.

“¡Uy, cómo corren los chismes! No, a ese viejo lo sacamos y le dimos piso y lo legalizamos”.

A mí me dio rabia. Con el perdón de todos, le dije: “Hijueputa, ¡¿no ve que ése era mi papá?!”. Él me cortó la llamada enseguida. Volví y le timbré.

“No hable conmigo. Llámese al sargento Soler o al capitán Alarcón”.

Charla con el coronel

“¿Hablo con El Grillo?”.

“Sí, señor, ¿en qué le puedo servir?”.

“Habla con el teniente coronel Wilson Ramírez Cedeño. ¿Usted es el hijo de ese perro?”.

“Yo soy el hijo, sí señor. Y mi papá no era ningún perro, usted también tiene padre”.

“Chino, hagámonos por las buenas pa’ que no nos vaya mal. Hagámonos con mañita”.

“Cuáles buenas y cuáles mal. Dígame dónde me lo van a poner (a entregar)”.

“Hable con el sargento Soler”.

“Usted está peleando por lo que no es suyo, ése que se quede allá”, me dijo Soler. “No, es que yo ya voy por él; si hay vuelo hoy lo saco del batallón”, le contesté. Al otro día conseguí plata para viajar a Barrancabermeja y cuando llegué ya estaban mi tía y mi hermana. Llamé a Soler: “Está haciendo mal tiempo, si se cuadra el tiempo voy a sacar a ese perro. Cuando sienta que llega el helicóptero, corra que ahí lo encuentra”, me dijo.

Como a la hora llegó el helicóptero como con una mochila y la botó ahí en la cancha del batallón Bagra, al frente de la refinería petrolera. No lo volví a ver más hasta que lo enterramos. Hasta ahorita, el 25 de este mes que pasó, que ya le saqué los restos. Me volvieron a llamar cuando lo estábamos enterrando el 10 de julio (de 2008). Me dio mucha rabia, dañé la sim card. Ya me seguían era buscando en la casa mía de Puerto Berrío, le preguntaban a mi familia que dónde estaba El Grillo, como ellos me decían, y comenzaron a joder a mi señora madre.

Mi papá me decía: “Mijo, ¿usted para qué presta servicio militar?, ¿para sentarse en él? ¿O es que va a buscar la muerte y me va a dejar solo?”. No, su señoría, él no tenía vínculos con nada ilegal, lo único que cobraba era su trabajito. Le trabajaba a cualquier vecino y le decía: “Si no tiene con qué pagarme, me paga con un animal”. Una res, un ternero. Los militares lo trataban de perro porque así les decían a las “bajas”.

Yo no pude estudiar porque mi padre era un hombre muy pobre. Me crié en la vereda La Congoja, jurisdicción de Yondó (Antioquia). Allí llegué con mis padres y mis dos hermanitas y estuve hasta los 16 años. Mi papá cosechaba por ahí, tumbaba monte y sembraba maíz. Después me dijo: “Mijo, yo me vuelvo a San Francisco, me toca echar porque sus hermanitas están creciendo”. “Padre, váyase”, le dije yo. Nos veíamos cada tres meses.

“Véngase conmigo a trabajar la madera”, le dije cuando se quedó sin trabajo. “No, mijo, a mí me dan calambres y mis manos no se prestan para eso porque usted sabe el problema que yo tengo”, me dijo. Antes de conocerse con mi madre él estuvo cortando pasto y se lesionó, tenía los dedos de ambas manos como doblados. A los días le estaba arreglando el corral a un señor hasta que le salieron unos trabajos. Me dijo que iba a hacer unas casas en San Francisco y otras en Puerto Matilde. El pueblo les iba a regalar la mitad del ladrillo.

Un día me contó un amigo: “John Fredy, su papá está enfermo, se aporreó y le duele la entrepierna”. Mi patrón me dijo: “¿Usted cómo se va a ir?, no tengo plata pa darle, mijo”, y yo le dije: “Yo me voy por la trocha, me echo ocho horas”. Y arranqué. Cuando llegué él estaba en una banca, descamisado, en bermudas. “Padre, ¿ya almorzó?”, le pregunté. Me dijo que no había comido. Lo encontré muy mal, tenía un trapo amarrado en la parte del ombligo porque decía que le dolía demasiado. Al día siguiente le dije: “Yo tengo $600.000. Con esto vamos a pagar un médico en Yondó”.

Lo llevé a un centro médico y le explicaron que tenía que operarse porque la hernia le estorbaba al caminar: la tenía entre la pierna y la ingle. Lo operaron en Barrancabermeja. Luego de la cirugía se fue para Yondó, volvió a La Congoja y de ahí se puso a trabajar otra vez. Era muy bebedor, sí. Pero nunca lo vi en problemas.

En el batallón había informantes como El Mocho, Bombillo y El Chamo. El Mocho se voló y se entregó en una operación en el sur de Bolívar; era farucho. Una mina en la que cayó le mochó el pie, pero el man se quedó trabajando con el batallón Reyes, que le regaló la prótesis a él. Y así operaba. Bombillo también se voló de la guerrilla y quedó trabajando con el batallón Calibío. Nunca supe de él, excepto que mantenía escondido allá. A El Chamo nunca le conocí el nombre. Restrepo, Alarcón y Soler lo llamaban así. Él informaba sobre el robo de la gasolina de ahí de las válvulas de Ecopetrol, porque en ese tiempo se robaban muchas.

Un informante es a quien le dan plata. Usted llega, ve al señor ahí y el informante le averigua la vida, si tiene o no familia, hace el papeleo, lo demanda como si el señor fuera guerrillero, él lleva la demanda al batallón y se la muestra a alguien de inteligencia. “Consígase el arma, briegue cómo lo va a sacar o cómo hay que hacerlo, empapélelo”, decían. Y el día de la declaración se le daba el resto de plata. Cuando la “baja” se daba de baja le daban $500.000; si tenía un arma corta, $1’000.000; si era arma larga, $1’500.000. Así hacían los trabajos los señores. Esto era un “falso positivo”, ¿ya?

Ellos usaban la palabra “legalizar” para los falsos positivos. Sacaban la persona, la mataban, le ponían un camuflado, un kit de elementos. Los del batallón Calibío, los que hicieron estos hechos, me conocen y me andaban buscando para matarme. El dicho de ellos es que el muerto no habla, y si uno sabe cosas lo matan. Bombillo está muerto; El Mocho anda huyendo.

Yo puse la queja de todo lo que había ocurrido ante las autoridades competentes y me metieron al Programa de Protección de Testigos, hace tres años. Fue por la muerte de mi padre, porque ellos empezaron a seguirme, y como yo les sabía tantas cosas dijeron que yo no podía hablar. Se dice que por eso fue la muerte del soldado Restrepo, alias Pichi, porque en esos días dieron de baja a unos manes y él tenía ganas de hablar, y como sabía tantas cosas del batallón Calibío, “un muerto no habla”, dijeron.

La justicia en el caso Ortiz

Por la muerte de Aicardo Ortiz, dos uniformados hicieron un preacuerdo con la Fiscalía: el teniente Édgar Flórez Maestre y el soldado Edward Castaño Bolaños. Ambos le contaron a las autoridades cómo ocurrió el homicidio y fueron condenados a 28 años de prisión, aunque posteriormente Flórez quiso retractarse, señalando a la Fiscalía de haberlo coercionado. Por este crimen la Fiscalía también le imputó cargos al cabo Felipe Perdomo y a los soldados Éver Mendoza, Luciano Rojas, Fernando Molina y Luis Luque. Los abogados de las víctimas le han insistido a la Fiscalía que vincule al proceso al coronel (r) Wilson Ramírez Cedeño, comandante del batallón Calibío en el momento de la muerte de Ortiz, investigado por la presunta ejecución extrajudicial de Javier Leonardo Franco Carvajalino y Róbinson Trujillo Márquez, muertes que tuvieron lugar el 30 de enero de 2008 en zona rural de Yondó (Antioquia).