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Debate. El presidente Santos apuesta con audacia a trazar su propia ruta en el tratamiento del conflicto interno. De por medio, para bien y para mal, está la reelección
¿Camino de Oslo y de La Habana?
Una mirada inicial, autorizada y balanceada, sobre las razones que ayudarían a impulsar las conversaciones, los obstáculos que afronta el proceso, las condiciones para un buen comienzo y los peligros que ya se manifiestan
Medófilo Medina / Jueves 6 de septiembre de 2012
 

La guerra de los 17.000 mil días

A las guerras con frecuencia se las cubre con denominaciones que ocultan o embellecen el horror: la “Guerra de las Dos Rosas” o la “Guerra del Fútbol”.

Otras veces se las identifica con la alusión explícita a su duración; es este caso se pone de manifiesto lo prolongado de las carnicerías. A la última de las contiendas civiles colombianas del siglo XIX se la llamó la Guerra de los Mil Días. Quizá los hombres que se sentaron a firmar el pacto de paz a bordo del buque Wisconsin no podían imaginar que, 110 años después, sus compatriotas estarían sufriendo una guerra de por lo menos 17.000 días -si es que la contabilidad letal se empieza en 1965 y no en la organización de las autodefensas campesinas nacidas en medio de la “Violencia” en 1949, como también podría hacerse.

Que siga, dicen quienes se benefician de la guerra

Quien piense en estos números, asistido por una lógica elemental, no puede menos de exclamar con angustia: “Esta guerra hay que pararla”. O: ¡“Ya basta”!

Pero tales exclamaciones están lejos de convertirse en la voz unánime de los colombianos. Frente a quienes recibieron con ánimo positivo el anuncio del presidente Santos –que son mayoría según encuestas– se destacaron también las voces estridentes de la condena. Hay que leer las declaraciones francamente descabelladas del ex presidente Uribe, o las alucinadas del general Harold Bedoya.

Menos coléricos, otros sectores manifiestan su oposición desplegando el listado de requisitos viejos y nuevos que según ellos las FARC deberían llenar para que pueda hablarse de paz. Este fue el caso del presidente de la Federación Nacional de Ganaderos (FEDEGAN), José Félix Lafaurie.

Estas personalidades no están solas, y ello adelanta ya lo arduo de la lucha por la salida política al conflicto interno.

Optimismo fundado

La novedad e importancia de lo ya anunciado no puede disminuirse, ni resulta original saturarlo de escepticismo al repetir y repetir la lista de los fracasos. Frente a estos, ¿Cómo olvidar que las negociaciones de paz a comienzos del decenio de 1990 alcanzaron éxitos importantes? El proceso mismo del Caguán debe usarse en registro positivo o como un referente ciertamente doloroso, pero al tiempo como una experiencia valiosa que dejó en pie, al menos, documentos que hoy resulta pertinente estudiar.

¿Cuáles factores podrían abonar el optimismo en torno del proceso anunciado?

- El conflicto interno viene de una etapa particularmente aguda y cruenta, que ha durado un decenio. El presidente Santos conoce íntimamente los pliegues de ese tramo del conflicto, por haber codirigido en términos políticos la guerra y por haberla dirigido en el campo técnico. Él se ufana de las victorias obtenidas, pero al tiempo tiene que constatar que las FARC, con todo lo maltrechas que se las imagine, están ahí, como también lo está el ELN.

- Por su parte a los dirigentes de las FARC se les impone el hecho de haber perdido la iniciativa estratégica, y tienen además clara conciencia de que a pesar de todo han podido mantener unida la organización, y con ello un potencial negociador que pueden imaginarse como superior a su capacidad de fuego.

- En términos políticos, el presidente Santos apuesta con audacia a trazar su propia ruta en el tratamiento del conflicto interno. De por medio, para bien y para mal, están la reelección y a más a largo plazo la aspiración a un rol estelar en el campo de los organismos internacionales.

- Timochenko por su parte corre el riesgo de la división de la guerrilla que comanda, dadas las previsibles resistencias de sectores intransigentes que dentro y fuera de la FARC siguen trepados inconmovibles en la vara más alta de la “forma superior de lucha”.

- A diferencia de procesos de Paz de La Uribe (1982-1985) y de la zona de distensión de El Caguán (1999- 2002), estas posibles conversaciones de paz han sido precedidas de aproximaciones persistentes, mantenidas en condiciones militares y políticas muy difíciles, y protegidas por una notable discreción:

Belisario Betancur, animado por cierto paternalismo, se lanzó al agua sin conocer a los “muchachos”, que en su visión, irían entusiastas a la paz si se les daba una oportunidad. Para nada entró en las cuentas del entonces presidente que las FARC estaban estrenando una ofensiva que habían diseñado en la recién reunida VII Conferencia.

Nadie recuerda que, antes de convertirla en un recurso de su campaña electoral, Andrés Pastrana se hubiera interesado seriamente en el tema de la paz. Para el candidato conservador no era evidente que primero tendría que auscultarse el estado de ánimo de Marulanda, quien por entonces adelantaba una ofensiva exitosa y con derrotas espectaculares de las Fuerzas Armadas, lo cual daba visos de realismo al proyecto de convertir a las FARC en un ejército regular. Pero hoy por hoy no hay evidencias que muestren que las FARC operen sobre un programa militar y político comparable al que las orientaba en 1998.

- Desde el punto de vista financiero, el Estado colombiano ha llegado a topes en los costos de la guerra que resultan insuperables por la vida de los impuestos de excepción, al tiempo que Estados Unidos no se muestra dispuesto a reeditar el Plan Colombia u otro similar.

- En el escenario de América Latina, la disposición de Chávez de favorecer la paz en Colombia en contra de sectores radicalizados del campo bolivariano, y las declaraciones insistentes de Fidel Castro sobre la obsolescencia de la lucha armada (al menos como la libran hoy las guerrilla colombianas) son factores que le sustraen oxigeno político, moral y emocional a las guerrillas colombianas. Los otros regímenes progresistas de la región -Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Ecuador- no han dado muestras de abrigar expectativas optimistas sobre la posibilidad de cambios importantes en Colombia por el camino de la acción armada.

- Entre los documentos de las FARC, hace ya tiempo que las exigencias maximalistas han ido dando paso a una plataforma de reformas serias, pero posibles en el marco de una economía de mercado. Sus dirigentes seguramente no habrán renunciado a objetivos más ambiciosos, pero no los estiman susceptibles de alcanzar en una mesa de negociaciones de paz. Tal realismo es un factor muy auspicioso para el éxito de los diálogos.

Dificultades y asechanzas

Pero -después de años de la exaltación oficial de sentimientos de revancha-, la esperanza legítima que suscita la hipótesis de una salida convenida al conflicto interno no debe hacer subestimar la magnitud de los retos que implica un programa de paz, ni la de los esfuerzos que han de hacer los sectores democráticos (o “la gente de buena voluntad”, como dice el obispo de Engativá) para asegurar que las conversaciones tengan pronto comienzo y pongan bases realistas para que el proceso no se prolongue en forma indefinida.

Parodiando cierta frase célebre, cabría invocar la conveniencia de que cada ciudadano o ciudadana se pregunte lo que puede hacer personalmente por la paz, además de manifestar lo que creen conveniente que hagan el gobierno y la guerrilla.

Lo anterior se aplica en especial a ciertos pronunciamientos, que implican aceptación retórica de la hipótesis de paz y distanciamiento práctico de ella, como dejan traslucir declaraciones recientes de presidente del senado, Roy Barreras: tras saludar la idea de la negociaciones, Barreras pide bajarle el ritmo al trámite de los proyectos de ley reglamentarios del Marco Jurídico para la Paz, a la espera de que culmine el proceso.

Coherencia negociadora

La sola posibilidad de que, al menos durante un tiempo, las conversaciones transcurran sin haber cesado el fuego, se usa como argumento por quienes no quieren oír de salidas negociadas -y aún de quienes dudan honestamente de que el dialogo pueda llegar a buenos resultados. Reconozco que se trata de un escenario parecido a un campo minado, pero no sobra señalar que el acuerdo sobre cese al fuego previo a las conversaciones, implica también unas dificultades muy grandes. En efecto: las controversias sobre violaciones al cese al fuego y la eficacia de los mecanismos de verificación pueden aplazar de manera indefinida la discusión misma sobre la paz, sin que en verdad contribuya a crear confianza entre las partes.

El factor más poderoso para logar que progresen unas negociaciones en medio del fuego no es otro que la firme voluntad política de las partes para buscar la paz por caminos no violentos. Un indicador de esa voluntad se plasma en lo que bien podría llamarse coherencia negociadora:

- Si -más allá de las respuestas puramente defensivas- las FARC pretendieran recurrir a las acciones militares para obtener ventajas en la mesa de negociación, se estarían colocando en el camino del saboteo al proceso de paz.

- También preocupan, y mucho, las declaraciones del ministro de la Defensa Juan Carlos Pinzón, pocas horas después del anuncio oficial del presidente Santos. Dijo el funcionario: “Los asuntos de paz corresponden únicamente al presidente, y a nadie más. Es el Gobierno quien tomará determinaciones y las decisiones respectivas. La instrucción que tenemos clara el Ministro de Defensa, las Fuerzas Armadas y la Policía es trabajar sin descanso para seguir golpeando, derrotando y afectando a todas las amenazas terroristas, criminales o de delincuencia organizada o común que puedan afectar la vida y honra de los ciudadanos de Colombia”.

No es aceptable establecer una especie de división del trabajo esquizoide -para calificarla blandamente- según la cual el presidente habla de paz y el ministro de Defensa hace sonar los tambores de la guerra. Que se trata de tranquilizar a los sectores más duros de las fuerzas Armadas, no es argumento. Si, antes de sus anuncios, el presidente Santos no había logrado que su política fuera aceptada por sectores significativos de las instituciones armadas, el proceso llevaría las semillas de su autoliquidación. No puede volver a montarse aquel teatro del absurdo, cuando Belisario hablaba de la paz con la respectiva Comisión y su ministro de guerra general Landazabal Reyes pronunciaba discursos energúmenos en banquetes organizados en su honor por los enemigos, por cierto nada “agazapados” de las negociaciones con las FARC.

Si la política de Santos se proyecta como política de Estado, ella compromete a todo el Estado y a todos sus funcionarios. Ha corrido mucha agua bajo los puentes en los procesos de paz ensayados en Colombia como para volver a jugar con astucias de corto vuelo y a mantener ambigüedades que no pueden remplazar al ejercicio inteligente y serio de la política.