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Debate
A la puerta de lo nuevo
El viejo proceso de paz en Colombia
Carlos Alberto Ruiz / Lunes 1ro de octubre de 2012
 

Capital de sangre y letras

Ya podemos contar miles de páginas sobre una noticia producida como declaración oficial el pasado 27 de agosto de 2012, sobre un hecho que sin dudas es trascendental: el inicio de conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC.

Sangre y tinta han resultado mezcladas durante mucho tiempo. Como en el actual momento, el conflicto colombiano abastece desgracias para vastas y variopintas bibliotecas, para montañas de libros. Sin embargo, pese a tantísimos y voluminosos diagnósticos provenientes de muchas maneras de ver y sentir, todavía reina más la percepción de que no es inteligible, que nada se aclara en esa guerra compleja, que no es posible entenderla, que una especie de caos lo cubre en ella casi todo. Más cuando a esa historia de oposición armada ininterrumpida de medio siglo, entre un Estado de formalidad democrática y unas guerrillas de inspiración marxista, guevarista y bolivariana, se agrega la existencia de estructuras del narcotráfico o la aparición de grupos paramilitares, presentados como poderosos agentes y tramas particulares con vida propia. Se enredaría así tanto la realidad que sería falso un entendimiento purista, típico o clásico basado en el antagonismo político.

De esa mirada en el supuesto laberinto que aconsejaba no repasar remotos orígenes del conflicto, vaciándolo así de contenido histórico y de causalidad socio-económica y política, se alimentó la tesis funcional de la ininteligibilidad y la anomia, junto a la idea de que el Estado demoliberal estaba siendo atacado por dos extremos violentos, uno en la izquierda y otro en la derecha. Por lo tanto, el corolario de todo ello era que no había nada más urgente e importante por resolver que el problema de esa clase de violencia irracional ejercida organizadamente contra la institucionalidad por delincuentes de distintas siglas. Desde ese enfoque resultaban homologables los “ilegales”. Un signo fue con los años su equiparación con la desaparición del delito político. Desde 1980 fue cada vez más usado un término estelar: el “terrorismo”.

Si algún recuerdo romántico quedaba de los años sesenta y setenta, de movimientos guerrilleros luchando contra regímenes coloniales y antidemocráticos, debía difuminarse para el caso colombiano, más cuando el mundo vio caer muros: ya no obraría esa imagen, máxime si la guerrilla cometía permanentes abusos contra la población o estaba vinculada a la producción de drogas. Si algún rezago de pensamiento crítico impugnaba directa o indirectamente a centros de dominio nacional o foráneo, o señalaba que con la violencia política algo tendrían que ver las represiones e injusticias acumuladas en procesos de configuración de países dependientes, de estructuras excluyentes, si algo quedaba de esa versión idealista, debía ser diluida en ácidas demostraciones de que la desigualdad estaba en todas partes y en todas las épocas, y que ante un sólido “orden de derecho”, como el colombiano, con reputada tradición democrática, rotundamente no era admisible el derecho a la rebelión.

Factores regionales y líneas de fuga global acentuaron todavía más dicha interpretación, en la conjugación de realidades y proposiciones políticas e ideológicas de una nueva era planetaria a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, en la que se decretó el fin de la historia y de la utopía social, bajo el peso del único modo en que podía ser concebido el mundo, atravesado por la triunfante política de un capitalismo salvaje y militarista. Con sus predicamentos fue poco a poco reduciéndose el pensamiento, despidiéndose la humanidad de las promesas de justicia e igualdad de un sistema internacional y de esquemas de administración nacional que abogaban por la regulación y el bienestar. Poderosos círculos vieron aumentar exponencialmente sus riquezas y dominio. Se impuso de esa forma el pragmatismo que aconsejaba, en cuanto a países con guerras internas que retardaban un encajamiento productivo, ponerles fin no sólo incrementando la presión militar sino también las presiones diplomática, jurídica y política. No se nos escapa que justo lo contrario también fue dictado para negocios de todo tipo y la maximización de ciertas ganancias: el agravamiento o montaje de provechosas guerras.

En consonancia y al amparo de subterfugios y prácticas extendidas por todo el mundo, las elites colombianas explotaron el rótulo de la democracia, la estampa circulante de un Estado de Derecho, para invocar su inocencia y enseñar su condición de víctima y no de victimario. Que nada tenían que ver con la estrategia de guerra sucia o con el paramilitarismo y que las complicidades con el narcotráfico eran también marginales, accidentales, de unos pocos que se habían desviado hacia el rápido e ilegal enriquecimiento.

Han empleado la comunicación de masas y los códigos penales, han pagado el cubrimiento académico e indulgencias. Elites en mosaico: unas liberales de sofá, ayer y hoy; otras más neoconservadoras, mezcla de rigideces religiosas y políticas; unas educadas en el extranjero en modernas corrientes, otras más provinciales; unas muy prósperas seguidoras de los nuevos mercados, otras rentistas de heredades venidas un poco a menos; unas y otras acariciando siempre la refinada justificación nihilista o neofascista de quien asume, desde un escritorio o desde una hacienda, que hay que extirpar a la parte inconforme de la sociedad y tolerar para ello el arribismo de quienes ascienden y son usados para ese proyecto. Una revalidación práctica de la conducta propia y de la de quienes interpretan y cumplen el imaginario de la clientela, de los sirvientes y engranajes necesarios, donde ha habido lugar por décadas para el paramilitar, el narcotraficante, el corrupto.

Se ha ostentado en ese credo y en ese método, con notable lucimiento, que el Establecimiento era en realidad casi un tercero inocente, al que por diestra y siniestra se le amenazaba, siendo en consecuencia su deber salir a flote, no propiciar un Estado fallido. Que el deber era neutralizar y acabar con reales o figurados peligros a lo largo de distintas fases para retornar al orden.

2. Se planifica y se ejecuta. Breve recuento histórico para entender lo de hoy

Largamente han meditado y tomado decisiones las elites para producir y tener a su favor ese veredicto de inocencia. Cuando en los cincuenta, entre la violencia inducida por los partidos Liberal y Conservador, lograron descomponer y recomponer el país a su antojo, a punta de un terror (cerca de 330.000 muertos) que aseguró mayor acumulación de tierras para pocos tras el despojo de millones de campesinos. Cuando hacia los sesenta cerraron filas con el “Frente Nacional” en torno al reparto milimétrico de la burocracia y en general del poder entre esos dos partidos dominantes y resolvieron excluir de la rutina electoral a otras expresiones, en aras de la alegada estabilidad. Cuando en los setenta acentuaron un modelo de crecimiento que expulsó a medio país a la marginación e implementaron una represión brutal sin necesidad de caer en los rasgos abiertos de las coetáneas y “repugnadas” dictaduras militares, para aplacar en “democracia” la inconformidad social. Cuando en los ochenta escalaron la guerra sucia contra el movimiento popular, sindical y político de izquierdas. Cuando en los noventa mudaron de Constitución, fijaron la definitiva desmovilización de unos grupos guerrilleros, desarrollaron la política neoliberal y desataron las manos para alianzas hacia el pleno empleo paramilitar y la intensificación de una economía global y local de pillaje.

Elites no sólo sagaces sino bien aconsejadas, en algunas capas convencidas o persuadidas tanto de una doctrina social católica como todavía de los cánones humanistas de cuño liberal o resquicio ilustrado, que hicieron posible desde comienzos de los años ochenta reflexionar sobre la conveniencia de un clima de reconciliación y decidieron, sin dejar de codificar la violencia propia, ensayar con intermitencias la fórmula del diálogo político para obtener el desarme de los rebeldes.

Esa política de paz bajo ciertas condiciones se ha sostenido en diferentes Gobiernos de varias maneras, desde los tiempos del conservador Betancur (1982-1986), quien se refirió entonces a las “causas objetivas” de la violencia política, pasando luego por los liberales Barco y Gaviria (1986-1994), que ganaron la renuncia a las armas por parte de algunos grupos insurgentes a los que a cambio se les dio alguna cabida en el sistema político, quedando por fuera los más arraigados y radicales: las FARC y el ELN. Con éstos se volvería a conversar años después, siendo muy conocido el último proceso de conversaciones con las FARC (durante la presidencia del conservador Pastrana, 1998-2002), el cual, por su fracaso, significó no sólo la justificación o lanzadera de la solución militar frente a la guerrilla, profundizando el llamado “Plan Colombia”, sino de la plataforma propicia para mentalizar sobre una especie de “solución final” neofascista ante el espectro o potencial de organizaciones de izquierda o simplemente de tejido popular, a ser extirpado sobre todo en las zonas de prospección e inversión económica que debían estar limpias de rastros subversivos. La cifra acumulada de cerca de cinco millones de desplazados lo atestigua.

Así se probó el plan de hablar de paz mientras se hacía la guerra, sabiendo que la guerrilla hacía lo propio y que aumentaba su presencia política y su fuerza militar. Una insurgencia que no escondió estar tras una agenda de avances y cambios sociales, que el sistema no concedería, y que lo razonó cuando en la región comenzaron a suscitarse importantes transformaciones políticas (en particular en Venezuela). A sabiendas del fiasco casi todos estaban preparados. Por eso otro plan estaba cocinándose. Pastrana lo ha reconocido varias veces, una de ellas hace pocos días: “Al Caguán llegó un Estado derrotado y salió armado hasta los dientes gracias a mi plan B, que consistió en fortalecer a las Fuerzas Armadas y en conseguir, como se consiguió, la ayuda norteamericana de US$7,5 billones del Plan Colombia que le permitieron a Uribe enfrentar a las Farc, lo cual logró finalmente traerlas, de nuevo, a la mesa. En el Caguán se sentaron las bases para una paz desde una posición de fortaleza del Estado” (diario El Espectador 08.09.12).

Dos personajes en la continuidad: Pastrana, presidente hijo de ex presidente, y Uribe, de quien hablan miles de páginas, muchas de ellas en expedientes judiciales, por confesiones o testimonios de sus socios. Aliado de narcotraficantes desde los ochenta y auspiciador de paramilitares en los 90, fue puesto al mando del Estado en 2002, tras certificaciones de la lógica de una vida política urdida entre la mafia y el gamonalismo. Sabía ordenar porque sabía hacer y contaba con padrinos.

De esa forma, al inicio del presente siglo, adeptos de diferentes estamentos nacionales y extranjeros atornillaron a Uribe Vélez como máxima cabeza y personalidad ejecutora. Aunque no provenía de esa oligarquía férrea y de sus círculos selectos, sí había dado constantes muestras de fidelidad a un proyecto, con sangre fría y temeridad, encajando y encarnando personalmente los componentes más reaccionarios, aparentemente disímiles pero unidos en los resultados de un pacto de gobernabilidad que rayaba a diario en la ilegalidad, compartida por políticos nuevos y de vieja estirpe, por intereses y negocios estratégicos de multinacionales, por administradores nativos, por hacendados paramilitares y narcotraficantes. También por quienes desde la pantalla, el púlpito, la cátedra o la tribuna, moldean letras de una ininteligibilidad útil que argumenta y dibuja, como única salida posible, la barbarie necesaria por encima de la mesura, y la impunidad por encima de la responsabilidad. Mirar hacia otro lado no era problema. El Estado de Derecho se mantuvo así, pudriéndose y volando en mil pedazos.

La mayoría de una sociedad aleccionada hizo lo propio: no oír, no ver, no hablar, y aplaudir. Esto ha recibido el nombre de “cohesión social”. Requería atacar con diversidad de medios legales e ilegales las distorsiones sociales a una economía de mercado y a ese modelo de adhesión que tenía como base la “seguridad democrática” para la “inversión” y el “desarrollo”. Es decir, omitir los controles del declarado Estado de Derecho y al tiempo emplear éste para infundir y articular, con el uso eficaz de la fuerza, objetivos e instrumentos de una “guerra total” contra un enemigo externo (la patentó la visión contra Venezuela) y sobre todo contra un enemigo interno.

Nunca antes en Colombia la propaganda como parte del arsenal autoritario había fortalecido tanto y en tan poco tiempo una “cultura” de alienación, cesión y renuncia, no sólo de efectos éticos sino psico y sociopatológicos, de enervación de la histeria, semejante a la de reconocidas experiencias fascistas. Se abrazó un ideario y el liderazgo del uribismo cuando ya existían pruebas de constituir un circuito corrupto y criminal. Un Síndrome de Vichy a la colombiana: la sintomatología de colaborar o simpatizar con quien hace más servil y empobrece al conjunto de la sociedad.

En materia de paz su modelo fue de transacción y utilización del paramilitarismo como “interlocutor” para trasponerlo o reciclarlo en otra etapa, mientras buscaba, para legitimar éste, poner en la balanza un proceso de sometimiento del ELN, que dicha organización rebelde al final desestimó al comprobar esta argucia y otras. Para Uribe no podía ser ni parecer una negociación horizontal ni con esta guerrilla ni con las FARC, sino implacablemente debía dar lección de que su oferta era la de la rendición, la del desarme definitivo de “los terroristas”. Para ello se impulsaron planes y estructuras que habían sido cimentadas en décadas por encima de referentes éticos y jurídicos del bien común, favoreciendo la expansión e impunidad del terrorismo de Estado mediante acciones directas de las fuerzas armadas gubernamentales o a través del paramilitarismo. Es una verdad absolutamente demostrada. Así como los resultados de beneficio de esa violencia para una economía de despojo y saqueo.

En ese pacto de refundación política proclamado en nombre de la “seguridad democrática”, no era simple espectadora esa rancia oligarquía de linajes y apellidos que se remontan a la historia preeminente del siglo XX. Las castas de los poderosos dueños del país y de agentes económicos en distintos sectores, fueron benefactoras y beneficiarias directas de un modelo a sabiendas abiertamente criminal, pero escabroso incluso en parte para ellos mismos, autoinmune (atacando las células del propio organismo a defender) y a la postre infructuoso si no era capaz de habilitar una transición o apaciguamiento. Se movían así entre la necesidad de que permaneciera Uribe, aunque su genio y figura de salvador estaba pasando a otro tiempo, desgastando y comprometiendo las reglas de un instrumental a recobrar, y la obligación de renovarse para consolidar un programa de país por encima de un caudillo ya empañado, con un entorno contaminado por múltiples investigaciones por narcotráfico, paramilitarismo y corrupción. El atornillado se atornillaba y la madera estaba en riesgo. La “solución final” o “guerra total” no fue tal y se hacía inapelable una irrupción más inteligente y normalizadora, desde adentro y sin franca ruptura.

Dicha alternativa la representó nada menos y nada más que Juan Manuel Santos, el más notable Ministro de Defensa en los ocho años de Uribe en la Presidencia. Político formado en nuevos ritmos, hijo concienzudo y estudioso de esa oligarquía, fue respaldado como expresión aguerrida pero menos peligrosa, igual de ejecutiva y similarmente atractiva para las elites y centros de poder económico y político. Fue posicionando su nombre como heredero en la órbita de un Establecimiento que estaba recompensado con creces a Uribe Vélez. Santos lo halagó poniéndolo a la altura histórica de Simón Bolívar. Lo aduló. Prometió no ceder el legado. No dejar caer el testigo de la lucha anti-terrorista. Lo relevaba para ser su fiel escudero. Las palabras de odio a la subversión que se grabaron con fuego en la piel del país no deberían borrarse.

Pero un nuevo ciclo se abría por diferentes estimaciones o razones, entre ellas la de un cálculo económico. El recurso al diálogo hace parte de esa razón pragmática que también ha virado hacia la guerra como opción. Ante ese umbral llegó Santos audazmente, con la insignia de estar Colombia, “ahora sí” en “el fin del fin”. Debía intentarse por lo tanto abordar a una guerrilla virtualmente derrotada, debilitada en el período Uribe con la combinación de todas las formas de lucha que es capaz de implementar el sistema. Debía intentarse finiquitando en la mesa de diálogos un conflicto negado sistemáticamente pero ahora sí reconocido, descifrable y superable a partir de las claves de quien conmina complementando la obra de una larga guerra con una adecuada propuesta de pacificación convenida, que admite una rendición decorosa de la contraparte.

3. Conversar sí: con derrotados

Esa es la vieja tesis expuesta por López Michelsen, un ex presidente liberal hijo de ex presidente, contemporáneo del ex presidente Santos, el tío abuelo del actual presidente. La mención a las familias no es baladí. En la misma cuna, López dejó esa sentencia, no contradictoria sino plenamente congruente: dialogar con la guerrilla una vez se le someta militarmente. Es más que una frase: constituye un pensamiento extenso desde el cual se adopta un procedimiento racional para ellos, que ya ha resultado eficiente en pasados procesos con otras guerrillas desmovilizadas. Siendo lógico y universal, en Colombia ha adquirido sin embargo una especial connotación.

Más allá de la mecánica militar, esconde una dialéctica que les inculpa, que les señala como dirigentes que han resguardado sus respectivos botines pero que han fallado en un proyecto de República y básica democracia liberal. Una dialéctica que desplaza la problemática principal, la social y económica junto a las garantías del ejercicio político. Viene a significar o traduce que lo importante es conversar sobre el síntoma (la guerrilla y su reincorporación a la vida civil) y no sobre el fenómeno de fondo una y otra vez actualizado en el conflicto: la necesidad de reinserción social del Estado, la reinserción a un compromiso de democracia de los medios del poder político y económico.

Es decir, se piensa qué harán los guerrilleros para deshacerse y hacer parte de la política institucional, pero no qué hará la clase política y empresarial frente a la crisis permanente que regula una violencia estructural en sus expresiones socio-económica y política, con resultados a la vista: el tercer país más desigual del planeta, de vergonzosa indigencia, con índices extremos de marginación (considerando incluso la “irradiación” de los recursos del narcotráfico entre otras piezas de la economía y la sobreexplotación de sectores estratégicos); y galería del ejercicio del terrorismo de Estado, donde deambula el grito por más de 35 mil asesinados, por más de 50 mil detenidos-desaparecidos, por miles de torturados, por millones de desarraigados y miles de refugiados, por el exterminio de partidos políticos de izquierda y sindicatos, por la persecución y criminalización de comunidades y organizaciones populares.

No sólo se trata de dos monstruosidades conocidas, la pobreza y la violencia, sino de sus “intensidades suficientes”, que en condiciones éticas colectivas son o serían escandalosas, inauditas, inadmisibles, y del tronco al cual están sujetas o enlazadas: la impunidad, que las blinda y reproduce sistemática y ordenadamente. Es la mayor rémora, el mayor atascadero para la paz, un trípode en la experiencia primordial, que explica las razones por las que nada fundamental todavía ha sido removido en ese statu quo violento, corrupto y excluyente. Por el contrario: su eficiencia ha sido contrastada. Ciertamente la eficiencia temporal y selectiva, para un par de generaciones de capas prósperas en medio de la guerra, mientras el país como conjunto de las mayorías sociales ha conocido desgarramientos y carencias abismales.

Es el paradigma que se mantiene al día de hoy en el ensayo de los procesos de paz, orientados en esencia por la misma elite cuyo aprendizaje está marcado por dos lecciones: se puede no sólo vencer en parte a la guerrilla por las armas, sino convencerla del todo sobre las bondades y posibilidades dentro del sistema. Si no obligaron a cambios en activo como alzados en armas, nada obliga realmente a que esa transformación social se produzca por la firma de acuerdos de paz, una vez desarticulada la amenaza insurgente. En consecuencia, la paz puede no sólo resultar muy barata, sino ser suscrita como pactos que al final no se cumplen, obteniendo los parabienes y la relegitimación una clase política y empresarial que puede así proseguir con ligeras variaciones en las dos dinámicas concomitantes: el control económico y el control político. Es la experiencia que debe ser reconocida para entender el momento actual.

4. Lo que motiva el proceso del 2012 y año(s) venidero(s)

Existen proposiciones políticas engañosamente diáfanas, que ocultan elementos de la realidad. Una de ellas es la siguiente: si la guerrilla no fue capaz de hacer la revolución en más de 45 años de lucha ¿por qué las elites van a hacer esa “revolución” por ella, ya vencida, mediante pactos o decretos que les obliguen a las clases altas a ceder? Es una pregunta justificada y hecha por los sectores de poder instituido, una interpelación nítida que esconde mil aristas.

Desde esa argumentación lineal, Santos no abandona por supuesto la dura acción militar (“el garrote”), pero, consecuente con esa historia y perspectiva de usar los diálogos para la rendición, que ha intentado la alta clase política, desgrana de nuevo una prudente oferta de rápido y seguro sometimiento judicial, político e ideológico en condiciones de favorabilidad (“la zanahoria”) a las dos organizaciones guerrilleras, las FARC y el ELN, que años atrás renunciaron a desmovilizarse y que han persistido en sus acciones armadas (con evidente retorno a formas irregulares) y programas políticos de resistencias y construcción de poder (ya no de “toma” del poder).

Santos lo hace y junto a él el Establecimiento (que en su mayoría ha aprobado este nuevo intento) sabiendo muy bien dos cosas aparentemente contradictorias: la guerrilla ya no podrá vencer reemplazando un modelo, ya no es una amenaza para el régimen político y económico en su totalidad, pero al no ser del todo dominada o aniquilada, al subsistir y reponerse paulatinamente como tejido de resistencias en un tiempo de creciente despertar social, es una distorsión. Una grave distorsión. Lo es al reconfigurar articulaciones tras una larga e intensa ofensiva militar y paramilitar contra la población, contra la guerrilla y sus bases sociales; una ofensiva prolongada que ha combinado diversos recursos que van desde la motosierra, las vejaciones, el horno crematorio, las operaciones de secuestro o bombardeo en el extranjero, el mercenarismo, hasta la altísima tecnología de punta, aviones no tripulados, miles de toneladas de explosivos, billones del presupuesto nacional y asistencia extranjera, reingeniería en todas las fuerzas armadas, asesoría en inteligencia.

Pese a todo eso, sigue siendo la guerrilla una distorsión en muchos sentidos, sobre todo una distorsión económica: obstaculiza el desenvolvimiento correcto de las actividades y reglas del mercado neoliberal y sus ambiciosos planes para Colombia. Desde la lógica de la dominante mercantilización, todo lo que contrarreste, retarde o condicione ese proceso del capital más salvaje, es considerado un obstáculo a remover. El diálogo podría surtir esos efectos de disuasión definitiva de esa histórica distorsión.

Tras asegurar que de hecho existe ya un sometimiento militar, que produjo el llamado debilitamiento estratégico de la guerrilla, el actual Gobierno colombiano y su política es producto de un acumulado tangible. Por lo tanto, hace cálculos y adopta una matriz inteligente dentro de otra más histórica de un orden de relaciones. Al concretarla se cruzan reediciones y agregados: una mejor posición internacional y regional, bien distinto el mapa a como lo dejó Uribe, en tensiones fronterizas muy peligrosas, en particular con Venezuela; una política de cambio superficial de lenguaje, de reconocimiento del conflicto, de la existencia de comunidades sufrientes, con guiños a la guerrilla y el envío secreto de mensajes y emisarios; un profesado respeto al poder judicial; una visión de las “causas objetivas” de la violencia para el impulso de medidas reparadoras de fuerte impacto simbólico, entre ellas las leyes de víctimas, de tierras y la política de vivienda, al lado de otras de asistencia social a estratos pobres.

Todo ello no es una revolución por decreto sino parte de un programa reformista de gobierno neoliberal. Al margen de que resulte efectivo el proceso de paz, de que la guerrilla lo pida o no, Santos ha diseñado un avance en políticas sociales compensatorias, para no sólo contener el creciente y sobre todo el previsible descontento social, que en momentos de crisis general y desaceleración coyuntural puede influir en un clima adverso para su rumbo inversionista y de estabilidad, sino para legitimar un modelo empresarial de intervención “sensible”, a fin de paliar con poco las consecuencias de sus “locomotoras” de desarrollo económico, o sea de explotación y acumulación intensiva, sobre todo la de la economía extractiva, la extensión de infraestructuras para el mercado y la de una modernización del agro.

En esa matriz deben tenerse en cuenta características más estructurales, como la adscripción a una política dominante con centros en Washington y otras capitales del norte donde se cotizan apuestas sobre la suerte de Colombia y sus recursos, es decir en el marco actual de la administración de una crisis globalizada para la que Gobiernos y entidades a favor del mercado ilimitado y la especulación buscan soluciones todavía más desintegradoras, segregadoras y depredadoras, de privatización, de mayor ajuste de la inversión social con recortes o supresión de derechos. Frente a esto el Gobierno Santos tiene un dilema que no es sólo del Establecimiento colombiano, sino de otros países cuyos nodos de poder pueden resolver todavía con amplio margen las vías de tránsito: hallarse ante ascendentes procesos de integración regional de signo “soberano” y social, independientes respecto de Estados Unidos y Europa (el conjunto del ALBA, del que Colombia no es parte, la UNASUR, la CELAC). Un país en guerra permanente como Colombia, así sea ésta de menor intensidad, es una verdadera amenaza regional, una real distorsión en el vigente y en el potencial circuito de países que definen nuevos derroteros de relaciones económicas, políticas, sociales y de seguridad. Santos ha comprendido este requerimiento al que no puede apuntarse Colombia con la carga de un conflicto armado no resuelto.

Otro factor a tener en cuenta tiene que ver con la proyección de fuerzas y realinderamientos electorales. Asumido por Juan Manuel Santos el Gobierno en agosto de 2010, por un período de 4 años, le quedan dos años de ese primer mandato y existen claras posibilidades y una no escondida pretensión de reelección (2014-2018). El proceso de paz, manteniéndose la mesa de conversaciones, incluso fracasando ésta, sin haber puesto en riesgo alguno la estabilidad del Estado, sin haber cedido en materias fundamentales para el Establecimiento, y por lo mismo, es ya una baza política. De hecho, el manejo gubernamental del proceso está apuntando a unos bajísimos costos en caso de venirse abajo el intento de desarmar a la guerrilla. No sólo por conveniencia de Santos. Corresponde al corsé puesto por los grupos de poder que han consentido mayoritariamente esta aventura como en otras ocasiones, a la espera de cómo se comporta la parte antagonista.

De ahí se comprenden diferentes rasgos de un proceso como el actual, en el que no se deben repetir “errores”, que se juzgan tales por el bloque dominante, en comparación con otros procesos de paz. Vale reseñar tres muy importantes. Primero: que no sea un largo y fatigoso proceso, sino un proceso de paz express y ejecutiva. El ex presidente Ernesto Samper (1994-1998) lo explicó así en septiembre de 2011: “Necesitamos una paz express, que sea rápida, discreta y eficaz. Se conseguirá el día que se puedan sentar en una mesa fuera del país, sin ningún tipo de presión, el gobierno con los representantes de los alzados en armas” (http://www.rcnradio.com). Es algo que puede cambiar en el curso mismo de los acontecimientos. Segundo: Santos decide hablar con la guerrilla fuera del país, sin reconocer dominio territorial alguno, sin oficializarlo con órdenes de despeje, como sí lo hizo el Gobierno de Pastrana en el Caguán. Dialogar en estas condiciones fuera de Colombia es más ventajoso ahora para el Estado que para la insurgencia. Es no obstante una realidad que puede cambiar. Tercero: decide el Gobierno no cesar operaciones militares. Bajo el fuego y su lógica de avance se desarrollarán simultáneamente los diálogos de paz. A mayor éxito militar del Estado, hay menos por discutir en la mesa, menos que ceder, y menos que pedir por los rebeldes. Es una dimensión de la conocida sumatoria cero. También es un tema que admite variantes. Una tiene que ver con la posibilidad de acuerdos humanitarios o de regulación, tema que está ausente de la agenda acordada por ahora entre el Gobierno Santos y las FARC. La agenda misma puede cambiar. De hecho se alterará al abrirse una mesa de diálogos con los rebeldes del ELN.

Sobre esta última anotación, respecto a esta ecuación de fuerza, debe destacarse que es la que también atraviesa y funda por ahora el Marco Jurídico para la Paz, que es la reforma constitucional aprobada en 2012, según la cual pueden definirse normas para una justicia transicional y un relativo reconocimiento del delito político, en la medida que avancen las negociaciones con la insurgencia: obtendrán hipotéticamente las guerrillas de las FARC y del ELN cierta favorabilidad jurídica, respecto de algunos delitos, y favorabilidad política, para participar de escenarios y mecanismos electorales o de representación, según lo que renuncien y según vaya avanzando el Estado en el campo de batalla, donde saldrán nuevas coordenadas y resultados que se impondrán en la mesa de diálogos (para un análisis de este Marco Jurídico, véase en wwww.rebelión.org el texto “La paz como rehén y la necesidad de un cambio urgente para lograrla”, del colectivo Colombianas y Colombianos por la Paz).

En relación con esa reforma y otros cambios legislativos como el relacionado con el Fuero Penal Militar, un vector no menos importante es la finalidad, cada vez menos inconfesable, cada vez más evidente, de una nueva homologación. Una homologación práctica que se vale de la sensibilidad sobre la paz y su banalización, llevando a que la sociedad enferma acepte la reconciliación con ardid y la impunidad con naturalidad. Al amparo de un proceso que deberá arrojar medidas de amnistía o indulto por acciones de los insurgentes, como es no sólo deseable sino lógico y necesario, en tanto corresponde a la naturaleza compleja y conexa pero diáfana del delito político, la clase política en general, por convicción, por connivencia, conveniencia o presión de la extrema derecha, sirviendo también a intereses propios muy extendidos, buscará el perdón o favorabilidad para militares, policías y para-políticos, incluso por aberrantes crímenes de lesa humanidad. Es así muy oportuno para ellos un proceso de paz, o puede ser usado, para que dentro del país la “sociedad” inducida a un desenlace de “contraprestación” y “punto final” y también afuera una comunidad internacional proclive, acepten sin problema esa equiparación entre delincuentes políticos o rebeldes, de un lado, y del otro políticos delincuentes o miembros de verdaderos escuadrones de la muerte. De nuevo, la impunidad de crímenes execrables de los poderosos y sus subordinados, reforzará sus violencias y la transmisión de su mando.

5. “No repetir errores”: aprendizaje de todos

Uno de los tres principios rectores que el Presidente Santos anunció al presentar públicamente los diálogos de paz es claramente la no repetición de los errores del pasado (declaración del 27 de agosto de 2012).

El conflicto se entiende y explica sin duda alguna en una sucesión histórica, en unas raíces sociales, económicas y políticas, en un conjunto de intereses que lo han sostenido funcionalmente, con clara responsabilidad de las elites, como acá se ha anotado someramente. Por lo mismo, no se entiende el conflicto sin un aprendizaje adquirido por éstas, que buscan no repetir los errores del pasado.

Por supuesto no sólo ellas han planificado y ejecutado unas estrategias de confrontación. No sólo ellas han aprendido y revalúan a su interior otras posibilidades. No sólo ellas tienen derecho a no desperdiciar la experiencia.

El aprendizaje es también de la insurgencia. Aprendizaje también de graves errores, concernientes más a prácticas rebatibles que a razones de su lucha. Quizá por esa razón ha declarado de manera creíble su voluntad de terminar el conflicto, pero no renegando de su ideario altruista y propuestas básicas. Al contrario, manifiesta, como lo ha hecho hace décadas, que debe arribarse a una solución de consenso, siempre y cuando se establezcan las bases, se asegure lo elemental, de una democracia real que enfrente la extensa miseria, la falta de garantías para hacer política de izquierdas, o sea poder construir alternativas a las relaciones dominantes sin que cueste la vida, y que sea una solución de compromisos fehacientes que oponga una fuerza ética ante la impunidad de los poderosos. Es posible todo ello, si el proceso de paz ensambla una plataforma esencial de intervención política, o sea de reinserción del Estado a la par de la reinserción de los combatientes, para reformas efectivas y urgentes que posibiliten el ejercicio de los derechos humanos integralmente y evoluciones de la soberanía popular en el concierto regional e internacional.

En ese aprendizaje, más allá de la guerrilla, como las propias organizaciones insurgentes lo han afirmado, y también más allá de la política del Establecimiento y su control, está la actual producción humana sufriente, indignada y rebelde; están las agendas sociales y políticas de los movimientos de base, sus programas de vida, en sus muy diversas representaciones y trayectorias, que encarnan aspiraciones de las mayorías, sus exigencias de cambios, sus capacidades de poder. Es lo que no sólo hará de este proceso un novedoso y promisorio encuentro de voluntades, sino lo que podrá determinar una dialéctica que al tiempo que no desconozca la larga génesis y las dilatadas bifurcaciones del conflicto, proponga su superación reactualizando la historia de las injusticias en el plano de sus soluciones racionales, refutando lo absurdo de la inequidad, señalando lo que hoy día es insostenible en materia económica, social y política. Es decir, superando el enfoque de una pacificación o paz menesterosa.

Dicha participación social requiere del respeto a la palabra y a la acción de esos sectores populares, para lo cual no basta su puntual y formal figuración en una audiencia, sino que debe exhortase a que se den garantías fiables para su ejercicio. Ello no podrá surtirse sin ser neutralizadas las amenazas que ya claramente provienen de la extrema derecha, que pide “liquidar” los nacientes movimientos sociales y políticos, como puede verse en la carta contra el proceso de paz del ex general Ruiz Barrera, en nombre de una asociación de militares en retiro, o en las declaraciones de fanáticos seguidores uribistas. Es por esa razón muy frágil el proceso de paz, no ya por no existir un cese bilateral del fuego, el cual puede pactarse y verificarse, sino por los atentados que se ordenen desde esa extrema derecha que ya ha probado históricamente la eficacia de sus medios para enfrentar aún más a las partes en contienda y para separarlas de una salida política. Una extrema derecha que se ha posicionado tras intentos fallidos de diálogos, como fue el ascenso de Uribe a la Presidencia en 2002, una vez fracasó el proceso del Caguán con las FARC.

Santos formula un proceso presuroso y fugaz, que debería terminar hacia la mitad de 2013. Una razón es que el Gobierno y el Establecimiento en general saben que sobrevendrá un escenario de crisis y disputa por recursos y negocios estratégicos, conforme la economía neoliberal atrae esa crisis, la agrava y causa todavía más peligros o perjuicios sociales y económicos, tratando virtualmente de superarla con las mismas lógicas y nivel del problema. Un proceso de paz, como simple pacificación política o dejación de armas de la guerrilla, aclimataría para mejores condiciones de explotación, así como aquietaría también políticamente los ánimos de sectores en vías de exclusión, que demandan derechos y que pueden movilizarse. Unas agendas de resolución de un conflicto crean, por el contrario, ilusión dilatada, que tienen el efecto duradero de que se espere de ellas remedios a largo plazo.

Ese proceso presuroso y fugaz ha impuesto un ritmo también acelerado a organizaciones y plataformas sociales, no preparadas suficientemente para esta celeridad, cuyos caudales pueden ser afectados si no son bien orientados: pueden causarse graves quebrantamientos, exposición y confusión. Desean, con gran disparidad, en poco tiempo, siendo su derecho, articularse para recoger organizadamente las energías, reivindicaciones y construcciones alternativas. De todas ellas depende que los resultados del proceso de paz perduren y se interpongan, como compromisos y formas de cumplimiento efectivo, a las lógicas adversas impuestas por el mercado neoliberal y su guerra sucia, que, en cambio, sí han tenido años para echar raíces, para afincarse en las más óptimas condiciones de seguridad para ser implementadas; que han tenido hasta ahora las manos libres para desplazar y depredar; para sembrar desplegada y convenientemente de penuria la vida material y espiritual de millones de colombianos. De ahí que, no solamente por ser una cuestión de asimetría de tiempos, sino de desigualdad de fuerzas, deben redoblarse mecanismos de fuerte control y protección para acompañar y hacer valer propuestas como son el Congreso de los Pueblos, la Marcha Patriótica y las que surjan de ese torrente de nueva organización social y política.

Si se quiere liquidar de nuevo a la izquierda, como ya apuntan quienes desde altísimas posiciones de poder o como mandos medios señalan objetivos, la voluntad del Gobierno del Presidente Santos debe paralizar esa pretensión recalcitrante. ¿Es posible sin tocar la inamovible doctrina de seguridad alojada por décadas y renovada con modernas guías autoritarias en las fuerzas militares y de policía? La promoción de cambios institucionales en esta materia no puede ser aplazada, pues de avances en esta cuestión depende la vida concreta de personas y la vida del proceso de paz. La apertura y profundización de investigaciones en curso contra los cerebros de la guerra sucia es inexcusable, es ineludible. Eludir es admitir.

La perspectiva o posibilidad de una solución política por fuerza de la realidad del poder y de cómo se detenta, depende obviamente no sólo de que se vean algo disuadidos esos cerebros y ejecutores de acciones criminales, cuyo legado es la rentabilidad o eficiencia de la violencia como medio de enajenación social y económica, sino que depende también de decisiones no altruistas sino al menos “civilizadas” que tomen los beneficiarios de esa acumulación y comunidad violenta: los grandes propietarios, las empresas acaudaladas, las influyentes fortunas, las compañías piratas. Por lo tanto conmina esta realidad a compromisos de redistribución y transferencia que marque y organice el Estado a través de la ampliación y vigor de su capacidad de intervención y de políticas públicas coherentes. En una importante encuesta de Gallup para la Revista Dinero, entre grandes empresarios, “dos terceras partes de los encuestados no están de acuerdo con pagar más impuestos para financiar las obligaciones derivadas de un eventual acuerdo” (http://www.dinero.com 13 de septiembre de 2012). Dichos empresarios comparten la secuencia Uribe – Santos, pues están dispuestos a gestionar lo que les haga más ricos: la guerra o la pacificación, que no se entienden excluyentes.

Frente a esos dos dinamismos, o lastres, según la visión de qué paz se quiere, un detalle del cuadro que quizá puede explicar algo tras bambalinas: Santos ha nombrado como parte de la comisión negociadora del Gobierno a un reconocido representante de la mano dura, acusado en tribunales de violador de derechos humanos, el ex general Mora; a Naranjo, un ex general de la policía consagrado y valedor de la artificiosa política de los Estados Unidos en materia de narcotráfico; del mismo modo que Santos ha llevado a la mesa a Luis Carlos Villegas, un delegado de los empresarios.

Ahora bien, no sólo les incumbe a ellos. Más que nunca, más que en anteriores procesos, donde incluso se conocieron crestas de organización social y popular de izquierdas que luego fueron descabezadas, hoy la suerte del proceso de paz como acuerdo para la terminación del conflicto armado y el establecimiento de bases para una democracia real, se relaciona o concierne directamente con la capacidad de propuesta y movilización social del bloque popular, debilitado por años, pero que resurge, por una resistencia en el límite, por la ética que de ahí se construye con indignación e inteligencia para ser distorsión a la lógica de la mercantilización y el colapso que conlleva el modelo dominante.

No es una visión romántica. No se desconoce la evidente correlación de fuerzas desfavorable en el terreno político, muy aparte de la palpable correlación negativa de fuerzas en el nivel militar de la guerrilla frente al Estado. Sin embargo, en las actuales condiciones, en tanto excluidos del sistema, de los beneficios económicos o de la riqueza nacional, expuestos en el límite donde no alcanza la regulación paliativa que el Gobierno prevé, deben ser y son esos sectores organizados el lugar y sujeto histórico de cambio y reparación. No sólo para actualizar el relato de las causas del conflicto en el orden de relaciones vigente, por ejemplo respecto de la tenencia de la tierra, para corregir políticas que lejos de aliviar consecuencias lo que hacen es hacerlas más graves, sino para abordar los desafíos del paradigma, de sostenibilidad y límites objetivos, como claramente los sitúan las cadenas globales y locales de crisis social, económica y ecológica. Así, el tema medioambiental en la mesa de conversaciones, por citar una cuestión clave, no podrá ser una discusión que desconozca la voracidad de las maquinarias del monocultivo, de los agro-combustibles, o también la de la minería destructora a gran escala, que hoy campea por toda Colombia, “locomotoras” privilegiadas en el consorcio Uribe-Santos.

6. La solución: no en el pasado sino en el nuevo ciclo de demandas nacionales y globales

Acá se ha destacado al inicio la tesis sobre la no inteligibilidad del conflicto y cómo la aparente salida vendría de la mano de otra tesis complementaria, la de negar la solución política negociada, la de negar la confrontación política y militar, mentalizando y actuando desde los presupuestos del anti-terrorismo, arreciando sin alteridad contra el espectro de la izquierda, no sólo contra la guerrilla, desconociendo su entidad política, sino inmovilizando y descomponiendo sus presuntas o reales bases y en general todo conato de disidencia popular. Aunque se reproduzcan, ambas tesis han llegado a su límite. Ha quedado en evidencia a qué proyecto político autoritario responden y qué riesgos de implosión entrañan. Llegan al límite porque de hecho el bloque dominante replantea elementos, algunos de forma y otros sustanciales; porque ya reconoce el conflicto expresamente y atribuye un status político a la guerrilla; porque vincula paz a democracia; y democracia a derechos; y derechos a cambio social. En el grado más básico, pero lo hace.

Pero esas dos tesis perversas que parecían triunfar por siempre, llegan al límite por otra razón: son contrarrestadas esas tesis por una admirable producción humana que invoca los límites a la opresión y los encarna; un conjunto humano que social, política y culturalmente se indigna y propone, que forja y desea seguir tejiendo nuevas expresiones y alternativas, no sólo ante viejos problemas en el origen del conflicto sino ante los retos presentes y extraordinarios de un país y unas futuras generaciones en un mundo en crisis. Hoy no sólo los derrotados recobran de nuevo comprensión del conflicto, comprensión de sus causas y consecuencias, sino que enmarcan sus posibles soluciones en el fundamento de nuevos paradigmas económicos, sociales, culturales y políticos. Incluso en nuevas realidades territoriales, espaciales o geopolíticas.

Si el libreto de las conversaciones es para la rendición, aún lográndola, es un fracaso. Si hace parte de un ensayo más general planteado para un éxito sostenido de la combinación más perfecta posible de fórmulas diversas de disuasión del adversario y no de elementales cambios sociales, es decir con tal que no existan grandes concesiones “a los de abajo”, será entonces a lo sumo un éxito que se mantendrá a corto y a mediano plazo. A largo plazo será una tempestad que otros heredarán. Es dejar un país donde se incubarán todavía peores violencias. Esto lo sabe el movimiento popular. Ha aprendido de experiencias propias y de procesos como los de Centroamérica, donde hoy reina la violencia estructural y otras que de ahí arrancan destructivas, sin horizontes políticos de emancipación.

Efectivamente, un acuerdo de paz en Colombia ya no puede inscribirse en el nivel de los enunciados y soluciones prometedoras que predica un sistema en crisis. Debe inscribirse no en el ciclo de regulación neoliberal que demostró su felonía y su fracaso, sino en el flujo de luchas que regional y globalmente se vienen expresando constituyendo alternativas que devuelven al Estado sus obligaciones y capacidades, con la centralidad de los derechos humanos de la población, de la ciudadanía, de los pueblos.

¿En qué puede contribuir la comunidad internacional solidaria? Puede ayudar a que se presione para la corresponsabilidad de las partes en la mesa de diálogos, para ser garantes de lo acordado y verificar que se cumpla. Y ante todo para que no se rehuya o disfrace la propia responsabilidad de Estados, de Gobiernos y empresas transnacionales que han fomentado una pavorosa realidad de expolio. Depende de que sea asumida o al menos respetada y no bloqueada la agenda de compromisos en materia política y económica; que diferentes Gobiernos, partidos y redes expresen su cooperación, introduciendo correctivos en sus medidas o relaciones con el Gobierno colombiano. Por ejemplo: se sabe cómo en España por acción o por omisión se han consentido turbios procesos penales y acciones de espionaje o de persecución a defensores de derechos humanos, a activistas no violentos sino comprometidos con una perspectiva de paz y de justicia social. Hoy esos procesos se han desmoronado y es necesario que se establezcan mecanismos para enmendar y que nunca más eso vuelva a pasar. Los Gobiernos de la Unión Europea deben por el contrario rectificar, apoyar y no obstruir acciones de una diplomacia ciudadana y popular que hacen las mujeres y hombres que acuden a esta parte del mundo a enseñarnos su lucha, para que haya solidaridad y se supere sin nuevos colonialismos el largo conflicto colombiano. Eso se debe traducir en acabar también de manera urgente con esas listas arbitrarias y tendenciosas de organizaciones o personas calificadas de “terroristas”, que están demostrando su base no sólo débil sino inútil, desde el punto de vista ético, así como su inexistente fundamento jurídico, máxime cuando el Estado colombiano ha reconocido el carácter político de la insurgencia. El ELN y las FARC deben salir de esas listas.

Todo esfuerzo de incidencia debe proyectarse en humanizar la guerra mientras se camina hacia su terminación definitiva; en pedir un cese bilateral al fuego (pedido por muchos sectores sociales y políticos, pero negado tajantemente por Santos); en hacer respetar los derechos de las víctimas de crímenes de lesa humanidad, a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición; en conminar para el respeto irrestricto a las presas y presos políticos (muriendo algunos por inasistencia y maltrato en las cárceles); en aplicar medidas justas de orden penal internacional, para abrir espacio a una justicia transicional eficaz que admita y salvaguarde la resignificación de las luchas políticas; debe buscarse alianzas para la paz frente a la poderosa diatriba de sus enemigos, e impulsar un nuevo marco político y jurídico de consenso social y transformación que cuente con múltiples voces.

En el mundo de hoy, de crisis de civilización, y ante el estado del conflicto nacional, las alternativas de mayor alcance se engloban en lo que podemos llamar una cultura de resistencias para la paz con justicia. Dicha cultura debe ser realista, con los pies en la tierra, pero no puede renunciar al idealismo. Al lado del realismo de la fuerza está el idealismo de las necesidades legítimas que apelan a los valores de la democracia real. Si ésta no es más que sangre y letras, con el tiempo la rebelión resurge.

7. Hay esperanza: puede ser un proceso superador para la paz y la justicia

El proceso y su inusitado o acelerado impulso, traspasa ya una fase exploratoria o de aproximación, concretando y programando una dinámica de conversaciones que se ha convenido entre el Gobierno y las FARC para afrontar con amplio respaldo nacional y ayuda internacional un “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, que contiene una agenda básica. Se instalará la Mesa en Noruega en octubre de 2012 y continuará en Cuba, los dos países garantes. Venezuela y Chile también acompañan el proceso, que ha sido saludado por Estados Unidos, la Unión Europea, Naciones Unidas y en general el conjunto de instancias y organismos internacionales y regionales.

El proceso busca ir más allá y puede paralelamente desarrollarse con el ELN, que ha reiterado su voluntad de negociar, y que sin duda enriquecerá con su presencia esta perspectiva, al ser la otra organización alzada en armas, histórica, política y socialmente relevante para una solución de fondo. El proceso será así vertiginoso y distintivo, no sólo por una concurrencia de las guerrillas, que llegan cada una por su lado a un escenario donde habían podido llegar coordinadamente, aunque es posible que más adelante se fusionen las mesas (ver la importante Declaración conjunta de FARC-EP y ELN de septiembre de 2012, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=156773), sino porque el Acuerdo ya firmado que sirve de horma, se abre a agendas de avances posibles y verificables para el conjunto del país.

Un pacto dinámico que se nutrirá y podrá ser irreversible en tanto puedan ser transferidos los puntos de vista y demandas de los sectores sociales que tienen pleno derecho a estar reflejados, en cuanto fuerzas y agentes que piden y construyen su participación legítima con opinión, movilización y resistencias civiles. Por eso este proceso es esperanzador.

La solución política es posible en estos momentos. Es posible construirla, porque sin olvidar la historia y los intereses o proyectos que definen a las partes, se puede y debe creer en la buena fe como capacidad de rehacer, de corregir, de reformar, de transformar. Buena fe y capacidad que se pone a prueba no sólo por la voluntad de las partes contendientes de pactar entre ellas el fin del conflicto armado, como está impecablemente escrito en el Acuerdo Gobierno-FARC del 26 de agosto de 2012 suscrito en La Habana, que puede ser enriquecido y potenciado por lo convenido con el ELN, sino también y sobre todo por las garantías para los caminos de la lucha popular y ciudadana a la mesa de los diálogos y sus resoluciones, en la medida que ya está vinculado el fin del conflicto armado con bases de la democracia y la justicia social.

Una lucha nacional y popular en progreso, hacia mínimos materiales, es la que debe estar en el centro, la que se proyecta más allá de una participación formal en ese escenario; la que puede procurar y obtener consensos sociales amplios entre diferentes sectores, expresiones y agremiaciones, por supuesto algunas detentadoras de factores de poder, que representan a quienes férreamente viven atados a sus privilegios y que deberán ceder de lo usurpado. Un conjunto de pactos factibles y verificables, de reparación y redistribución, indicarán la urgente regeneración de la política, que va desde la necesidad de combatir la corrupción en sus diversas formas hasta la suspensión de las políticas económicas directamente más lesivas, hacia el replanteamiento al menos de parte del modelo de desarrollo e inversiones.

Dependerá en lo inmediato de paralizar la mano de la extrema derecha que ha estado detrás de la guerra sucia. ¿Quién lo debe hacer y cómo? El Gobierno de Juan Manuel Santos debe y puede. Conoce bien no sólo las fuerzas armadas y de policía sino las altas esferas donde se dictan órdenes antidemocráticas, donde hoy se conspira contra el proceso de paz. Es su mandato, es su obligación, y puede lograr amplio respaldo o alianzas para ello, dentro y fuera del país.

No puede acabarse de manera trivial o tratando banalmente un conflicto tan hondo en sus causas y consecuencias, y frente a complejos retos de futuro, dialogando sólo para rendir a una parte, para una muy probable reelección de Santos hasta el 2018, o firmando pactos que no vayan a cumplirse. No puede figurar que existen posibilidades de hacer política alternativa mientras se atenta contra organizaciones sociales o no se estipulan y plasman garantías efectivas para la oposición política actual y la que puede forjarse entre propuestas de izquierda que están surgiendo y en las que puede tener cabida la insurgencia que pacte su desmovilización como guerrilla. Esa triste experiencia de exterminio y terror ya se vivió. Con los desarmados y con los que nunca se armaron.

Finalmente, debe recalcarse que si bien existe una matriz distinta a la dominante, que teje y convoca al país sin exclusiones, la que devela su problemática, la que no abandona el derecho a los cambios sociales y a garantías de que la acción política de izquierdas será respetada, es una matriz que aún habiendo superado parte de la cooptación y el miedo, tiene como urgente desafío emprender una auto-crítica, para la recomposición y repolitización del conjunto de las fuerzas populares que planteen otra correlación en su movimiento de interposición a la programación dominante, y por lo tanto otro modelo de salida política, inverso al neoliberalismo, basado en la democracia de los bienes comunes entre los cuales tangiblemente está la paz social y sus condiciones materiales de reproducción.

Dicha reconstrucción política ha enfrentado y debe enfrentar todavía tres arremetidas fundamentales. Dos ya mencionadas, que provienen del poder dominante. Y una de la izquierda misma. Del adversario discurren los mecanismos del miedo y de la captación. Que están relacionados. El miedo que se vive y la captación o adscripción ideológica y política que se pronuncia cuando se legitima un sistema que mata pobres. De la izquierda nace la tercera: la desunión o separación, por sectarismos de diferente grado y trayectorias. Evidentemente ese no es el único problema de la izquierda en su búsqueda, pero sí es el desafío más penoso y al tiempo un gran anhelo. Por eso, a contracorriente de inercias propias y dominantes, en una encrucijada realmente histórica en la que no se tiene todavía esa altura, es preciso ver y tomar aliento conjuntamente. Son fundamentales las convergencias que se están produciendo por las expresiones alternativas, progresistas, de la izquierda, de todos los que se oponen a la racionalidad de la guerra y el neoliberalismo. Por campesinos e indígenas, por afrodescendientes y desempleados, por estudiantes y trabajadores de la ciudad, por mujeres y militantes, por internacionalistas y profesionales. Sus esperas y sus límites están a la puerta de lo nuevo, son la razón de ser de este viaje. “El tiempo está a favor de los pequeños, de los desnudos, de los olvidados. El tiempo está a favor de buenos sueños y se pronuncia a golpes apurados”, canta un gran trovador cubano.