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Intervención de Darío Fajardo en la Audiencia Pública en el Congreso de la República
Experiencias y perspectivas de las Zonas de Reserva Campesina
"La guerra se convirtió en la herramienta principal de la concentración de la propiedad agraria en Colombia"
Darío Fajardo Montaña / Domingo 4 de noviembre de 2012
 

Esta audiencia nos convoca para conversar sobre una experiencia de nuestro mundo rural, las “zonas de reserva campesina”, figura de ordenamiento territorial comprendida en la ley 160 de 1994, poco conocida en el país urbano pero que para muchas comunidades campesinas representa la esperanza del arraigo. En estos días en los que Colombia se apresta a participar en un nuevo intento de abrirle paso a la solución política de la guerra, el tema merece nuestra atención por cuanto buena parte de ella ha tenido expresión en sus áreas rurales y en contra de sus comunidades. Gracias a las movilizaciones que tuvieron centro en Barrancabermeja de 2010 y 2011 las zonas de reserva campesina comenzaron a despertar interés en el mundo rural, en medios políticos y académicos, así como entre en algunas instituciones del estado.

En qué consisten? De acuerdo con la ley y su reglamentación, son áreas geográficas con características agroecológicas y socio-económicas requieren la regulación, limitación y ordenamiento de la propiedad, para fomentar y estabilizar la economía campesina y superar las causas de los conflictos que las afectan. Su extensión es determinada por el estado y pueden ser creadas por solicitud de las comunidades organizadas o por iniciativa del estado.

Desde su inclusión en la ley de reforma agraria de 1994 su desarrollo ha encontrado severas dificultades de distinta índole: retrasos en su reglamentación, obstinada negativa para financiarlas y ponerlas en marcha por parte del estado, encarcelamientos de sus organizadores, destrucción de patrimonios y acciones militares contra las comunidades como lo ilustran en particular los casos de las reservas campesinas de El Pato-Balsillas, Calamar y Valle del Río Cimitarra.

Son expresiones de esa larga guerra contra el campesinado que ha ocasionado cientos de miles de muertos, que llevó al país a ubicarse entre las naciones con mayores proporciones de población víctima del desplazamiento, al abandono de cerca de seis millones de hectáreas y a uno de los nieles más elevados en el mundo de concentración de la propiedad agraria, como lo revela el reciente Informe de Desarrollo Humano realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD.

En las circunstancias que nos rodean, en las que se pretende construir entendimientos para superar la guerra, es justo que la solución de las tragedias del campo, que conspiran contra toda la nación ocupen un primer lugar en el temario del congreso.

Sabemos que estas situaciones tendrán que resolverse con voluntad política; ya es ganancia que se reconozcan: plantearlas ante el país ya es una forma de empezar a encararlas; en este sentido no podemos desconocer las manifestaciones de interés de este gobierno en torno a la problemática agraria y en particular a las perspectivas de las reservas campesinas.

Sin otro preámbulo me propongo exponer a ustedes los antecedentes generales de esta propuesta.

Los antecedentes

Esta figura de ordenamiento social territorial tiene un largo recorrido: una atenta historiadora, Martha Herrera en su disertación doctoral Ordenar para gobernar estudió los desarrollos del estado colonial para sojuzgar las comunidades de la Nueva Granada y encontró, dentro de las formas de resistencia de las comunidades las “rochelas”, territorios habitados por indios, mestizos, cimarrones y blancos pobres, libres de la administración española.

Estos asentamientos autónomos convivieron con los palenques de los cimarrones y habrían de retomar su sentido en los núcleos campesinos establecidos en las tierras al margen de las haciendas, ya en los primeros decenios del siglo XX. En esos años iniciales del siglo pasado la economía colombiana vivía las nuevas condiciones de su inserción en la economía mundial con precios al alza de su principal exportación, el café, e inversiones crecientes de capitales extranjeros en otros rubros de producción agrícola, en particular el banano y la extracción de petróleo. En las antiguas haciendas se endurecieron las relaciones entre los propietarios y los arrendatarios y otros trabajadores vinculados a ellas, al tiempo que entró a cuestionarse la legalidad de la ocupación de las tierras en muchas de ellas.

Estas circunstancias condujeron a extendidos enfrentamientos entre los hacendados y los campesinos que alegaban su derecho a recibir títulos de las tierras que venían trabajando como baldíos y de los que pretendían apropiarse los grandes dueños.

Hasta entonces las políticas de tierras del estado colombiano habían oscilado entre el favorecimiento a la gran propiedad para requerir a cambio a los beneficiados inversiones en vías o el estímulo a la mediana propiedad para impulsar la formación de asentamientos campesinos.

Ante las magnitudes de las usurpaciones de tierras por las haciendas y el endurecimiento de los conflictos agrarios, a finales de 1928 el gobierno dictó el decreto 1110 dirigido a establecer colonias agrícolas para asegurar tierras a los campesinos. Esta medida dio piso legal a los asentamientos de colonos que se habían iniciado en las tierras en disputa con las haciendas y habrían de calar en la formación de la cultura política campesina .

Pocos años más tarde, como lo atestiguaron los trabajos de Orlando Fals Borda, en el interior de la costa Caribe los campesinos intensificaron la defensa de las tierras contra las presiones de los hacendados criollos dando paso a la creación de espacios de comunidad, llamados “baluartes”, en los que se configuraron experiencias de organización, educación y organización con notables liderazgos de mujeres, como fue el caso de Juana Julia Guzmán.

Las tensiones en torno a la modernización de la sociedad y la economía colombianas condujeron a una profunda crisis política a finales de la década de 1940; su desarrollo tomó el curso de una larga guerra civil resuelta por las élites con la imposición de un sistema político bipartidista y excluyente y el afianzamiento de un régimen agrario favorable a la gran propiedad.

A finales de esa década y en medio de una investigación sobre la colonización de la Serranía de la Macarena, el sociólogo Alfredo Molano recogió una propuesta de los colonos al gobierno para establecer las que serían conocidas como “zonas de reserva campesina”. En ese momento ya se extendían sobre la región las acciones de terror del paramilitarismo dirigidas a desplazar a las comunidades de colonos. Ante esa amenaza, las comunidades pidieron la protección del Estado a través de la titulación de las tierras que ocupaban en medio de la reserva natural, para acordar con el gobierno programas de asistencia técnica productiva; por su parte, la comunidad se comprometía a realizar impulsar organizadamente un manejo adecuado del bosque, la fauna y los suelos. La propuesta fue incorporada en la ley de reforma agraria, con el compromiso del estado de atender las necesidades de desarrollo agrícola de las comunidades.

Dos años más tarde, a mediados de 1996, el país transitaba por una de las más prolongadas crisis económicas de su historia reciente. La súbita aplicación de políticas comerciales aperturistas sobre una agricultura afectada por condiciones monopólicas de propiedad de las tierras aptas para la producción, reducida tributación y elevada protección arancelaria redujo en más de una quinta parte la superficies sembradas, en especial de cultivos temporales, propios de la agricultura campesina, ocasionando la pérdida de más de 300 mil empleos. La debilidad de los demás sectores económicos no les permitió absorber a la población más afectada por la crisis, lo que repercutió en las economías ilegales, amortiguadoras del estrecho crecimiento económico del país.

Dentro de ellas la economía de los cultivos para el narcotráfico recibió un duro golpe al combinarse las acciones de las autoridades contra sus estructuras financieras con el incremento de la producción en las nuevas áreas de producción, generado por la propia crisis agraria, lo cual dio lugar a una sobreoferta de la pasta de cocaína.

En las áreas de producción, afectadas por sus carencias históricas de inversión social y ahora por la depresión de los precios de la droga, los campesinos, cultivadores y no cultivadores de hoja de coca, los cosecheros, los comerciantes y sus allegados iniciaron una serie de movilizaciones para pedir al gobierno acciones que compensaran sus pérdidas, dando lugar a nutridas y beligerantes marchas campesinas, a mediados de 1996, desarrolladas en el Caquetá, Guaviare, Putumayo y sur de Bolívar.
Al lado de las inversiones en salud, escuelas, vías y electrificación, los campesinos pidieron al gobierno que, en cumplimiento de la ley de reforma agraria, el gobierno estableciera en las regiones movilizadas al menos cuatro reservas campesinas. Al tiempo que esta demanda se abría paso entre los campesinos cocaleros, el Instituto Sinchi, entidad de investigación para la Amazonía del Ministerio del Ambiente impulsaba otra propuesta en sentido similar, hija del conocimiento y experiencias que venía acumulando el instituto en sus trabajos de investigación con los colonos y ecosistemas de la región.

En principio, la propuesta se orientó a proponer al Estado y a los colonos un programa de asentamientos en áreas con mayor potencial agrícola y mayor cercanía a los mercados en las vegas de los ríos Ariari y Guaviare como alternativa a la localización hacia el sur, en el alto Vaupés, área con mayores dificultades para la producción y las articulaciones comerciales.
Para ese entonces, el terror paramilitar ya recorría numerosas regiones del país, entre ellas los Llanos orientales. Valga decir que cuando los colonos de La Macarena plantearon su propuesta ya la contemplaban como concreción de un acuerdo con el Estado en el que ellos se comprometían a manejar en condiciones de sostenibilidad los bosques de la Reserva y el Estado les garantizaría protección frente a la presión paramilitar.

Cuando ya en 1996, comenzó a explorarse la posibilidad de este asentamiento en las vegas del río Guaviare con un epicentro en el municipio de Mapiripán, se desataron descomunales operativos paramilitares con apoyo del Ejército nacional, que generarían el terror entre los pobladores de la región.

Poco después y bajo la presión de algunas movilizaciones campesinas en demanda de atención estatal el gobierno reglamentó la ley en lo referente a las Reservas a través del decreto 1777 de 1996 y el acuerdo del 24 de noviembre de ese mismo año. Con base en estos instrumentos el entonces Instituto Colombiano para la Reforma Agraria-INCORA, hoy INCODER, estableció las primeras de ellas, con carácter piloto, con la estrecha participación de sus organizaciones y la financiación del Banco Mundial como apoyo al proceso de paz y en cuyo diseño se contó con los aportes del politólogo norteamericano Marc Chernick .

Las primeras experiencias

La primera de ellas en avanzar fue la de El Pato, en el municipio de San Vicente del Caguán, Caquetá. Su origen fue un acuerdo entre la organización de los colonos de esta localidad con el Ministerio del Medio Ambiente, encaminado a facilitar el retiro de algunas familias asentadas en el Parque Natural de Los Picachos, en límites con el municipio de San Vicente y su relocalización fuera del parque.

La alternativa se concretó con la propuesta para la creación de una reserva campesina que facilitara este reasentamiento, a partir de la adquisición y parcelación de la hacienda Abisinia, en el valle de Balsillas; parte de estas tierras habría de albergar el asentamiento de las familias localizadas en el parque, todo en aplicación de la Ley 160 de 1994 y en cumplimiento de los acuerdos del gobierno con los campesinos movilizados.

La puesta en marcha de la norma sobre las reservas campesinas abría paso igualmente a la legislación ambiental sobre zonas amortiguadoras para el entorno de los parques y otras áreas de protección, en la medida en que hacía viable establecer relaciones armonizables entre el estado y las comunidades para el manejo de este tipo de espacios.

Hasta el presente no ha habido nuevos desarrollos en este sentido, lo cual no impide su exploración y afianzamiento, dada la urgencia de contar con iniciativas orientadas en este sentido para atender el manejo de ecosistemas frágiles con el concurso de las comunidades localizadas en su entorno.
A pesar de las difíciles condiciones presentes en el Guaviare, la propuesta de la reserva campesina encontró eco en varias comunidades y para ese entonces logró concretarse el crédito con el Banco Mundial, lo que permitió dar comienzo al proyecto.
La selección de las primeras comunidades se benefició de los contactos mencionados, además de la existencia de una larga tradición organizativa en ellas. En el caso de los colonos de El Pato las autoridades ambientales contaban con los antecedentes del realinderamiento de la reserva natural de la Serranía de la Macarena, realizado con los colonos y plasmado en el decreto 1989 de 1989 y su continuación en el Proyecto Caguán, propuesto para el manejo ambiental de esta región de colonización, que liderara el INDERENA, antecesor del Ministerio del Medio Ambiente.

Uno de los instrumentos consensuados entre las comunidades y las agencias del Estado para la ejecución de este proyecto fue el estatuto para las Juntas de colonos, norma central de las colonizaciones del oriente del país, construido en su práctica y como asimilación creativa de las Juntas de Acción Comunal creadas por el propio Estado a comienzos de los años 1960 .
Las necesidades de las comunidades y las expectativas ante una nueva oferta por parte del estado facilitaron la puesta en marcha del proyecto experimental. Por otra parte, las comunidades de Calamar y El Pato, con las que se inició esta experiencia, contaban con juntas comunales o de colonos, en el segundo caso, una herramienta común en la mayoría de las regiones agrarias, cuyo arraigo y legitimidad posibilitó que fueran estas organizaciones las depositarias del proceso.

En uno y otro caso las comunidades contaban con diagnósticos de sus necesidades y en Calamar incluso, la organización de las juntas contaba ya con un segundo nivel, las Juntas interveredales que permitían una interlocución fluida hacia el nivel municipal y de allí con algunos programas nacionales como fue el caso del Plan Nacional de Rehabilitación.
Estos desarrollos ocurrían de acuerdo con la historia de cada localidad; en El Pato una ininterrumpida trayectoria de agresiones oficiales escudada por los calificativos ya mencionados había generado desconfianza hacia la interlocución con el Estado. A pesar de sus condiciones similares de marginamiento, Calamar mostraba matices diferentes, en la medida en que contaba con mayor articulación con la organización municipal.

Frente a esta instancia las comunidades campesinas venían adelantando importantes iniciativas en la gestión de los recursos públicos y el manejo ambiental, avances que llevaron a su reconocimiento como “municipio verde” dentro de las políticas del entonces Ministerio del Medio Ambiente.
Dentro de estos temas se incluían decisiones de la comunidad para la preservación de la reserva forestal de la Amazonía, parcialmente incluida en el territorio del municipio, la incorporación del aprovechamiento sostenible del bosque y de algunos frutales amazónicos, así como los eventos y contenidos de educación ambiental previstos en los programas escolares bajo su responsabilidad.

La realización de estas experiencias en el marco de un crédito del Banco Mundial implicó exigencias metodológicas y administrativas no exentas de dificultades pero que ayudaron la marcha del proyecto. Dentro de ellas se destacaron la preparación de los manuales de operación, que habían de ser acordados con las comunidades, los planes operativos, igualmente objeto de concertación, las metodologías de identificación, formulación y ejecución de los proyectos, procedimientos paulatinamente incorporados por las comunidades incluso en otros procedimientos para la gestión de sus recursos.
A las dificultades administrativas propias de cualquier proyecto se sumaron en este caso otras de carácter político nacidas en la naturaleza misma del proyecto. Una iniciativa encaminada a la aplicación de medidas de reforma agraria en un marco institucional históricamente reacio a una política redistributiva, en particular agraria encontró variados y eficaces obstáculos en los funcionarios responsables del trámite de los recursos y de la gestión del proyecto.

La característica de estas iniciativas durante la primera fase del proyecto (dotación de tierras y ganados, transferencias técnicas para la producción de pancoger, organización de la recuperación forestal, pequeñas infraestructuras para escuelas, etc.) era el ser originadas en las comunidades.

En una segunda fase las iniciativas tuvieron un origen gubernamental, variando las relaciones con las comunidades, hasta cuando se modifica sustancialmente la acción del estado en las regiones, en el marco de la política de seguridad establecida por el gobierno del Presidente Alvaro Uribe, durante el cual concluyó el proyecto.

Para este entonces ya se encontraba operando la tercera reserva campesina, localizada en el municipio de Cabrera, lindando el Parque Natural del Sumapaz. Habiéndose aprobado una cuarta zona en el río Cimitarra, municipio de Yondó, Antioquia, la resistencia dentro del gobierno a estas iniciativas dentro de la Ley 160 condujo a un sinuoso proceso de reversión de esta decisión.

Por otra parte, la organización, constituida como Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra continuó impulsando sus principales proyectos relacionados con el fortalecimiento de su base económica, la sustentación económica de la solidaridad y el abastecimiento alimentario.

A pesar de su corta duración, entre 1999 y 2002, el desarrollo de las primeras experiencias con esta figura territorial permitió apreciar la incidencia de la historia de cada comunidad en la configuración de cada reserva, así como su potencialidad para estimular iniciativas de las organizaciones campesinas para identificar y jerarquizar problemas, plantear, gestionar y evaluar soluciones para los mismos.

De esos años a esta parte y como lo ilustrarán las siguientes presentaciones, las reservas campesinas han entrado en una nueva fase de su desarrollo, en términos de sus iniciativas organizativas, de sus contactos con la institucionalidad, de su visibilización ante el país.

Balance y perspectivas

Una década después de haberse iniciado la experiencia de las primeras reservas campesinas la situación del campo colombiano hace aún más críticas las condiciones que llevaron a establecerlas.

La guerra se convirtió en la herramienta principal de la concentración de la propiedad agraria, la cual como lo señala el Informe Nacional de Desarrollo Humano , ha generado mayores presiones sobre las reservas y parques naturales, causando mayores pérdidas de suelos y bosques, así como la reducción del potencial hídrico del país. El destierro que arrancó de sus parcelas a más de 4 millones de campesinas y campesinos no solamente los privó de sus medios de vida sino que ha contribuido al desmantelamiento de la producción de alimentos.

En 1989 el gobierno nacional propició un estudio sobre el estado de la agricultura, el cual reveló que, a pesar de las limitaciones de la economía y del aparato productivo, Colombia contaba con elevados coeficientes de suficiencia de la producción nacional de tubérculos, frutales y hortalizas. Estudios realizados en esos años en la Universidad Javeriana y actualizados con cara al establecimiento del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos han señalado que la participación de la producción campesina aún a mediados de la pasada década superaba el 50% del abastecimiento alimentario nacional. Una participación lograda en medio de las grandes limitaciones del acceso a la tierra, al crédito, a la tecnología, como lo acaba de demostrar el estudio de Santiago Perry para el Banco Mundial sobre las condiciones actuales de nuestro sistema de asistencia técnica agrícola.

Hoy el país debe atender el 50% de esta demanda a través de importaciones de un mercado mundial afectado según la FAO por una tendencia sostenida al alza de los precios, con riesgos de desabastecimiento para algunos productos básicos.

Ya conocemos los resultados del tránsito de Colombia del escenario de un país capaz de generar su propio abastecimiento alimentario al de país importador, de un país que además se encamina a la reprimarización de su economía. Un proceso en el que nos convertimos en lugar de paso de inversiones, que lejos de crear empleos productivos han estimulado la informalización y, en general, la destrucción del trabajo nacional.
Ante estas incertidumbres, el país deberá asumir la construcción de capacidades nacionales para asegurar el buen vivir de los colombianos y como parte de él el abastecimiento alimentario. Una construcción que contemple la coexistencia de formas de vida y organización social y económica diferentes y cuyo marco habrá de ser un ordenamiento social y territorial orientado por los propósitos de:

1. Asegurar el abastecimiento alimentario

2. Proteger los suelos, aguas y bosques

3. Democratizar el acceso a la tierra y a las infraestructuras de transporte para estabilizar a las poblaciones rurales y urbanas, en particular las más vulnerables

4. Articular a las regiones productoras con los centros de consumo y los mercados en las fronteras.

Un ordenamiento social y territorial que fortalezca las articulaciones entre las distintas modalidades de organización productiva, incluyendo las empresas agrícolas y agroindustriales, medianos productores, comunidades y zonas de reserva campesina.

Cuando hablamos de una paz duradera hablamos de la coexistencia de formas de vida diferentes. Los campesinos, sean afro-descendientes o indígenas no tienen por qué hacer suyas la ética, las relaciones sociales, las prácticas del consumo de una sociedad que ha llegado a lo que ha llegado nuestra sociedad, cuyos valores y prácticas hoy son rechazadas por millones de seres humanos a lo largo y ancho del mundo entero.

La lectura de los antecedentes de las comunidades campesinas pone en evidencia que, a pesar de la intensa guerra desatada contra ellas, han podido sobrevivir, han podido sostenerse como campesinos en tanto sean comunidad; pero para ser comunidad necesitan un espacio, han de construir un territorio en el cual establecer sus vínculos familiares, sociales, culturales. Y esto es así desde las veredas, desde las “trochas”, desde cualquiera de las formas de asentamiento que ellos han desarrollado en su historia y en su historia particular en nuestro país.

Vistas desde esta perspectiva, las reservas campesinas expresan una forma de localización, de estabilización, de arraigo, de una comunidad; no de campesinos aislados a los que se pretende debilitar, acomodar a las necesidades temporales de mano de obra, a la producción de determinados bienes.

En estos asentamientos viven, se reproducen socialmente, resisten a su liquidación y descomposición. Son asentamientos construidos más sobre principios de cooperación que de competencia. Por eso se les persigue, más cuando la esencia del régimen económico dominante pretende que todas las relaciones entre las personas estén guiadas por la competencia.

Algo nos debe enseñar el hecho de que luego de las peores épocas de persecución la iniciativa pasó de las primeras tres o cuatro establecidas en el proyecto piloto a las más de 30 que buscan su reconocimiento como corresponde a la Ley.

El país se enorgullece de su gran diversidad biológica y aún de su megadiversidad, pero la dirigencia nacional no acepta la diversidad de maneras de ser y de pensar: acostumbrémonos que los campesinos, sus formas de relacionarse, sus acervos culturales y demás manifestaciones de vida también forman parte de nuestra riqueza. Nuestras posibilidades de paz real están dadas por la posibilidad de aceptación de estas otras formas de existencia. Su negación o la pretensión de someterlas para homogeneizarlas no conducen a otra cosa que a la perpetuación de la guerra.

Podemos coexistir: las experiencias construidas hasta ahora muestran las capacidades de las comunidades para articularse con los mercados, con otras formas de organización económica empresarial e incluso con mercados internacionales. Se trata de que el estado facilite estas formas de articulación y no se pretenda someterlas a las condiciones de vida y de trabajo que nos han mostrado los desarrollos ya conocidos de las grandes empresas.

Apreciados asistentes: abrir el espacio al reconocimiento de los territorios campesinos, a la posibilidad de que sus distintas manifestaciones como resguardos, territorios de comunidades afrodescendientes, reservas campesinas y otra formas que se den puedan coexistir con la sociedad mayor, a que resuelvan entre ellas sus diferencias sin imponerles pretendidas “soluciones” desde la lógica de las ganancias, es abrir el espacio a la paz.