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La fila en el Posihueica
El 23 de diciembre de 1992, en medio de las ferias decembrinas, a plena luz del día, asesinaron a un hombre que no debemos olvidar jamás, a Ricardo Villa Salcedo
Camilo J. Villa Romero / Lunes 24 de diciembre de 2012
 

A finales de octubre de este año, intentaron linchar a un muchacho en el mercado de Santa Marta, la gente lo persiguió y casi lo matan a patadas y puños, unos policías lograron arrebatárselo a la turba que indignada gritaba “suéltalo, déjenselo al pueblo”. El muchacho era estudiante de bachillerato de un colegio público y le habían ofrecido doscientos mil pesos por tirar la granada. En el supermercado un señor de 60 años, una mujer y una niña de apenas 6 años habían muerto y más de 50 personas estaban heridas por las esquirlas. Dos días después de la audiencia de legalización de captura del joven, unos hombres armados llegaron a su casa en el barrio Galán y asesinaron a su hermano menor, seguramente para presionar al muchacho y evitar que señalara a quienes le habían pagado.

Es la escena de una película de esas que nadie quiere quedarse al final, una tragedia de dos cabezas, es la historia de Santa Marta. Hoy nadie sabe quien manda en la ciudad pero se ha naturalizado la extorsión, hasta el del raspao, el vendedor de mango, el de los jugos, cualquiera que produzca unos pesos y pueda ubicarse. El cobro de la “seguridad privada” por motociclistas que parecen fantasmas en la noche de los barrios de la ciudad, el conocido “gota gota”, única forma de adquirir electrodomésticos, camas y muebles sin contratos, ni interese pactados, eso si, te cobran todos los días en la puerta de tu casa. Cualquier persona que quiera montar un negocio sin permiso de los paramilitares, entiéndase Urabeños, Rastrojos, Paisas u otro nuevo nombre, queda marginado y se expone al sabotaje a la amenaza y al atentado.

Santa Marta no ha podido consolidar un proyecto social, tampoco uno económicamente coherente. Al mismo tiempo que es un nicho turístico es también un puerto de carbón molido, la versión más contaminante de la minería de exportación. El atardecer de las fotos que todos guardamos en casa de la bahía de Santa Marta ahora luce adornado por un parqueadero de yates “La Marina” y un ejército de planchas transportadoras que irrigan el mar con el tóxico polvo de carbón. En las noches otras estrellas flotan en el horizonte, silenciosas e imponentes como si reflejaran la soledad de los samarios de aquel lado del mar.

A falta de un proyecto para la Santa Marta y el Magdalena hemos tenido una competencia sangrienta por el dominio de las rentas, por la propiedad de las mejores tierras y por el control de las rutas marimberas. Ni se produce el mismo guineo ni se pesca el mismo pescado, Santa Marta es lo que es a pesar de su dirigencia.

Todo aquí es de herencia, desde sus inicios Santa Marta fue una de las pocas poblaciones que en la independencia apoyo al rey de España y rechazo al ejército libertador. Desde entonces existió cierto rechazo a las ideas de cambio, se protegió a sangre y fuego la estructura de la tenencia de la tierra y la segregación de las familias sin apellidos. En el siglo XX arribó al departamento la poderosa multinacional United Fruit Company, hoy Chiquita Brands, la zona se convirtió en un enclave bananero en el Caribe. La tozudez de la compañía y su alianza con las familias propietarias llevaron al conflicto obrero de los 20, el ejército dio la orden de disparar contra el pueblo en la plaza de Ciénaga y sobre los vagones del tren en que fueron llevados los cadáveres hasta el mar, se creo un mito de resistencia que aún perdura en la región.

Luego vino la marimba, a mediados de los 70 y con el auge del consumo de marihuana en Estados Unidos, la Sierra Nevada de Santa Marta empezó a ser una estratégica despensa en donde la producción y las rutas de exportación heredaban los trazados de los tiempos del contrabando. La bonanza permitió las primeras fortunas y con ellos se atrajo a traficantes del interior. Uno de ellos fue Hernán Giraldo quien fundó junto a ganaderos y terratenientes del departamento el grupo paramilitar Los Chamizos, grupo que terminaría por controlar toda la región.

Al mismo tiempo en el Cesar y en el Magdalena coincidían la crisis del algodón y del banano, el negocio de las familias tradicionales se venía abajo. Una familia Guajira, los Gnecco, que se habían enriquecido con el contrabando y con la bonanza marimbera, se había propuesto colonizar los espacios que empezaban a dejar los Araújo, los Molina y los Castro en el Cesar y los Pinedo, los Vives y los Díaz Granados en el Magdalena. Algunos analistas han identificado en este momento un piloto del proceso de la parapolítica que conocemos actualmente. Una prueba de ello fue la conocida alianza de los Gnecco con Hernán Giraldo que los llevaría a ganar la alcaldía de Santa Marta (Hugo Gnecco 1992) y la gobernación del Cesar (Lucas Gnecco 1992).

Para ese entonces Ricardo Villa Salcedo se había convertido en un fenómeno electoral en el Magdalena, había obtenido la mayor votación de un líder independiente y había pasado de tener una carrera ascendente en el nuevo liberalismo a ser un líder político de la naciente Alianza Democrática M-19 en Santa Marta. Había sido senador y candidato a la Asamblea Nacional Constituyente por esta colectividad. Su labor como defensor de derechos humanos y abogado de la gente más necesitada lo había puesto en el ojo del huracán. En sus últimas columnas en el periódico El Informador se había dedicado a denunciar la captura ilegal del mercado de Santa Marta y hechos de corrupción en la ciudad. En este tiempo había decidido tomar un caso emblemático, tomo poder como defensor de un grupo de campesinos que vivían en la zona de Pozos Colorados quienes estaban siendo desplazados bajo amenaza, también defendía a la Corporación Nacional de Turismo que había comprado unos terrenos al ICBF. Quien fuera en ese entonces el alcalde de Santa Marta, Hugo Gnecco y un grupo de inversionistas habían desencadenado una ofensiva para comprar estos terrenos pues sabían que dicho sector se convertiría en Zona Franca y por lo tanto los precios de la tierra favorecerían inmensamente a los propietarios, era el gran negocio.

El 23 de diciembre de 1992, en medio de las ferias decembrinas, a plena luz del día, asesinaron a un hombre que no debemos olvidar jamás. Un grupo de criminales de cuello blanco había hecho una colecta y juntado voluntades para pedir a Hernán Giraldo el asesinato de Ricardo Villa Salcedo, con esto eliminaban a un contradictor político, a un columnista incomodo y a un abogado incorruptible. Sin embargo, con el tiempo nos hemos dado cuenta que tanto el asesinato de él como el de Marcos Sánchez y Adalberto Pertus miembros del Partido Comunista y de la Unión Patriótica o como el de su amigo Julio Henríquez hacían parte de un plan de exterminio político en la región que tenía como objetivo principal apartar del camino a cualquiera que se interpusiera a los intereses económicos y políticos de esta alianza entre políticos, empresarios y paramilitares. Como ya lo ha dicho mi hermano Ricardo “su muerte no sólo fue por intolerancia política sino un proceso de limpieza estratégica que se dio y se sigue dando en nuestra costa Caribe”.

Como muchos Hijos e Hijas he reconstruido la vida de mi padre a partir de los recuerdos de sus amigos y de mi madre principalmente, todos tienen un cuento sobre él y sus inventos, algunos de mis profesores en la Universidad Nacional me contaron unos de los mejores que he escuchado. Eduardo Umaña Luna me contó varias veces uno que me gusta mucho. Estaban recibiendo los trabajos finales en la clase de Derechos Penal y Eduardo llamaba a lista pidiendo cada trabajo, cuando llamo a Villa Salcedo Ricardo, el joven estudiante respondió que no había traído el trabajo y el profesor le preguntó entonces cuál era el motivo, a lo que este contestó con desparpajo: he estado cumpliendo una misión revolucionaria. El profesor Umaña respondió con una sonrisa cómplice: muy bien camarada, déjeme felicitarlo, en su misión revolucionaria tiene 5, en el trabajo 0. Otra profesora me contó que en una visita que hicieron como estudiantes a una cárcel en Bogotá, el grupo se había detenido antes de ingresar porque Ricardo tenía que retirar el giro que su padre le hacia todos los meses para su sustento en la capital. Ya al interior de la cárcel se distribuyeron por grupos y él decidió visitar el pabellón de presos políticos. A la hora de salir, el profesor responsable empezó a contar sus estudiantes y faltaba uno, evidentemente el grupo no podría abandonar la cárcel sin que apareciera el estudiante, pasaron varias horas hasta que lo hallaron y lo convencieron de salir. Ya en la calle se empezaron a dispersar los estudiantes y Ricardo se acerco a mi confidente y le dijo: oye no tendrás veinte pesos que me prestes, es que me quede sin lo del bus.

Entre mis recuerdos más preciados conservo la fila de su oficina en el Edificio Posihuica. La gente esperaba pacientemente para entrar, algunos sentados en las escaleras otros mamando gallo, habían niños jugando en el pasillo, todos muy humildes, había mujeres campesinas que traían en un canasto huevos criollos y yucas todavía con tierra, había alguno que traía un pescado envuelto en papel periódico debajo del brazo. Era un resumen de la vida de mi padre, la gente le pagaba con cualquier cosa porque él se negaba a recibir dinero de gente pobre, llevaba los casos que nadie quería llevar.

Mi impresión después de muchos años de escuchar estos cuentos es que era un tipo que nadie ha podido olvidar y que su vida valió la pena precisamente por utópica y comprometida con las causas sociales. Hoy que se cumplen 20 años de su muerte he querido recordárselo a los samarios y a las samarias, y dedicar estas palabras a quienes como él sueñan con una sociedad justa y un mundo mejor.