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El 9 de Abril de 1948 y su impacto en la vida colombiana
Renán Vega Cantor / Sábado 9 de abril de 2016
 

El viernes 9 de abril de 1948 a las doce del día, en pleno centro de Bogotá fue asesinado el líder popular y dirigente liberal Jorge Eliecer Gaitán. Apenas fue conocida la noticia, la gente pobre se insurreccionó y destruyó todo lo que simbolizaba el poder conservador y clerical. Algo similar sucedió en muchos lugares del país, donde la población se sublevó de diversas maneras cuando se enteró del crimen. Para aplacar los enardecidos ánimos de la muchedumbre urbana, los órganos represivos del Estado y sectores de la iglesia católica la aniquilaron a sangre y fuego, masacrando a centenas o quizás miles de personas. En pocas horas la ciudad capital, llamada en forma demagógica por las elites dominantes como la “Atenas Sudamericana”, había quedado reducida a cenizas y se rompía el mito de que Colombia constituía la democracia más sólida y perdurable de América Latina. Los sucesos de Bogotá constituyeron la protesta urbana más importante de la primera mitad del siglo XX en todo el continente, y con ellos se cerró una etapa de la historia de Colombia y se abrió otra, que todavía no termina, cuya característica principal ha sido el terrorismo de Estado, entronizado en en la vida cotidiana de nuestro país desde aquella fatídica fecha.

Ya es un lugar común decir que el 9 de abril partió la historia contemporánea de Colombia en dos. Sin duda alguna, esa fecha ha sido importante no sólo por lo que pasó en aquel día y lo que significó en el proceso de generalización de la violencia por todo el territorio nacional, sino además por la muerte política del gaitanismo y por el tímido intento de reconciliación entre los partidos cuando todavía estaba tibia la sangre del caudillo liberal. Para completar el cuadro de los factores estructurales que gravitarán en los años venideros, en el mismo día y lugar de los acontecimientos se reunía la Novena Conferencia Panamericana que desde un comienzo había adoptado como su lema central el anticomunismo y que inició oficialmente la Guerra Fría en territorio latinoamericano y dio paso a la hegemonía indiscutible del imperialismo estadounidense.

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Contrariamente a la denominación de “el bogotazo”, el 9 de abril alcanzó una dimensión nacional a nivel urbano e incluso tuvo manifestaciones rurales y en ese sentido se le puede denominar como “el colombianazo”. Luego de conocido el asesinato de Gaitán se produjeron levantamientos espontáneos, protestas y formación de Juntas Provisionales de Gobierno en diversos lugares del país.

No obstante, se presentaron notables diferencias entre los eventos de la capital del país y los de provincia. En las grandes capitales el liberalismo oficial era la fuerza dominante, en razón de lo cual el movimiento no tuvo ninguna cohesión interna, ni orden, ni organización y se manifestó en el desahogo de las masas populares contra los símbolos del orden establecido y, al final, fue capitaneado por los dirigentes tradicionales del liberalismo. En provincia, en cambio, ante la existencia de tradiciones de lucha popular, se presentó una relativa cohesión interna que posibilitó nuevas formas de organización popular y dotó de cierta dirección a la protesta.

En las ciudades grandes, y en primer lugar en Bogotá, no fue posible constituir un poder alterno, y los dirigentes del bipartidismo lograron mantener su unidad, en medio del dolor y de la ira incontenible de la población citadina. En provincia, aunque los resultados no se hayan logrado consolidar durante bastante tiempo se generó una especie de dualidad de poder, puesto que emergió de las entrañas mismas de la población un tipo de organización interna diferente a las de las clases dominantes. Mientras que en Bogotá el movimiento estaba derrotado desde un comienzo por el comportamiento político de la aristocracia liberal, en provincia se dieron gérmenes de nuevas formas de poder popular en contra de las instituciones establecidas. Incluso, los resultados del descontento popular fueron diversos, dado que mientras en Bogotá fue evidente la destrucción de propiedades y edificios públicos y privados, en provincia los daños causados fueron escasos. A la larga, el comportamiento de la protesta en provincia estuvo condicionado por la evolución de loa acontecimientos en Bogotá, ya que la derrota política en la capital contribuyó a desmovilizar y desmoralizar la protesta organizada en las distintas regiones.

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Con el oportunismo que históricamente la ha caracterizado, la dirigencia del Partido Liberal empleó el cadáver de Gaitán como arma de presión para negociar su reingreso al gobierno de Mariano Ospina Pérez (1946-1950) y, al mismo tiempo, calmar los ánimos de las enardecidas multitudes. El forcejeo con el gobierno duró 17 horas, al cabo de las cuales se estableció un acuerdo entre la oligarquía bipartidista a espaldas de la población que, como siempre, puso los muertos, la sangre y las lágrimas.

Los liberales, aterrorizados ante la insurgencia de las masas –por muy espontánea que haya sido- no fueron al Palacio Presidencial a exigir la renuncia de Ospina, sino que imploraron la paz por la vía constitucional. Se inició el regateo y Mariano Ospina fue imponiendo su criterio y convenciendo a los liberales de que no podían jugar a la subversión, ni a identificarse con esas “fuerzas brutales” que habían salido a flote con ocasión de la muerte de Gaitán. Dario Echandia, el principal jefe liberal tras la desaparición del líder popular, reunió una convención liberal de bolsillo para plantear si aceptaba o no el ofrecimiento presidencial de designarlo Ministro de Gobierno. La “democrática” convención consideró que lo mejor para el liberalismo era aceptar esa cartera y modificar el gabinete, como lo había propuesto el primer mandatario, incluyendo la remoción del odiado Laureano Gómez, el “monstruo” profalangista que irradiaba odio, violencia y muerte en todas sus actuaciones.

El más encarnizado rival de Gaitán dentro del liberalismo, el financista Carlos Lleras Restrepo, dando muestras de un gran cinismo, fue el encargado de pronunciar el postrer discurso ante la tumba de aquél y pasó, además, a presidir la Dirección Nacional del Partido Liberal. Días después los dos partidos expidieron una declaración conjunta en la que le pedían al país olvidar los sucesos anteriores y se declaraban partidarios de la paz, pero eso sí, pedían el castigo de los culpables de los delitos contra la propiedad y los bienes públicos. Manifestaban estar dispuestos a conducir al país por caminos de concordia y democracia, introduciendo cambios sustanciales en la lucha política y partidista. ¡Pamplinas, porque el último acto de la Unión Nacional estaba pegado con babas, pues la tan anunciada unidad duró un año escaso, al cabo del cual los liberales estaban otra vez pidiendo garantías al Ejecutivo y, en la sombra, pensaban en organizar levantamientos armados o guerrillas campesinas, con la intención de que sus peticiones fueran tenidas en cuenta y nada más!

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Entre los efectos de mediana duración del 9 de abril debe señalarse que condujo, luego de la virtual parálisis de los órganos del Estado, a la unidad política entre los dos partidos y al acuerdo estratégico del conjunto de las clases dominantes para enfrentar la crisis. Así, se produjo una recomposición y luego un fortalecimiento de todos los aparatos estatales. Para facilitar esta tarea se recurrió a un mecanismo tradicionalmente usado en el país: el excesivo dramatismo puesto ante los acontecimientos de abril y la responsabilidad de fuerzas externas, antes que en asumir sus propias responsabilidades. El primero en señalar las alarmantes dimensiones de los sucesos fue el presidente Ospina, quien no dudó en proclamar inmediatamente que el principal responsable de los motines y desordenes era el comunismo internacional, como para servir de caja de resonancia a las acusaciones provenientes de la Novena Conferencia Panamericana. Todavía hoy el argumento es repetido por los sectores más conservadores de este país cada vez que se cumple un aniversario de la trágica fecha.

Como un efecto significativo del 9 de abril se produjo la reorganización interna de los cuerpos represivos del Estado colombiano. Para el gobierno de Ospina y para el conservatismo esa era una medida urgente, si se recuerda que la Policía Nacional estaba compuesta en su mayor parte por fervientes partidarios del asesinado líder popular y durante los sucesos de aquel día había mostrado su beligerancia al sumarse en forma masiva a las filas de los amotinados. Con los primeros decretos se trasladó el control del orden público al Ejército. También se ordenó el licenciamiento de personal uniformado de la Policía Nacional y otras disposiciones entraron a considerarla como una institución “eminentemente técnica”, lo cual preparó el camino para la conservatización de esa policía y su conversión en una fuerza al servicio del partido gobernante, que la utilizaría a diestra y siniestra para matar a los nueveabrileños en todo el territorio colombiano.

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Entre las repercusiones del 9 de abril cabe destacar la adopción del anticomunismo como doctrina oficial del Estado colombiano, en concordancia con las conclusiones generales de la Conferencia Panamericana, lo que prácticamente significó la entrada de esta parte del continente en la Guerra Fría. Como para que no quedaran dudas de las intenciones del gobierno de Estados Unidos, en las discusiones internas de la conferencia surgió la propuesta de traer marines para acabar con los disturbios e imponer la tranquilidad en el país, así como para asegurar la vida y las propiedades de los súbditos estadounidenses, empezando por “arquitecto de la paz universal”, el propio George Marshall, Secretario de Estado de los Estados Unidos.

El espíritu anticomunista de la Novena Conferencia Panamericana se manifestó a lo largo de sus sesiones, como lo atestiguan los documentos internos del gobierno de Estados Unidos. La presión de la delegación estadounidense influyó directamente para que fuese aprobada una declaración final, titulada Prevención y defensa de la democracia en América, que en sus partes fundamentales de condena al “comunismo internacional” decía:

“Las repúblicas representadas en la Novena Conferencia Internacional Americana
Considerando
Que para salvaguardar la paz y mantener el mutuo respeto entre los Estados, la situación actual del mundo exige que se tomen medidas urgentes que proscriban las tácticas de hegemonía totalitaria, inconcebibles con la tradición de los países de América, y que eviten que agentes al servicio del comunismo internacional o de cualquier totalitarismo pretendan desvirtuar la auténtica y libre voluntad de los pueblos de este continente.
Declaran:
Que por su naturaleza antidemocrática y por su tendencia intervencionista, la acción política del comunismo internacional o de cualquier totalitarismo es incompatible con la concepción de la libertad americana, la cual descansa en los postulados incontestables: la dignidad del hombre como persona y la soberanía de la nación como Estado”.

Tan barata demagogia anticomunista se implementó para perseguir y aniquilar cualquier proyecto democrático en el continente, como rápidamente se demostraría en el caso de Guatemala, cuyo gobierno libre y democrático, fue aplastado por una confluencia de intereses de la United Fruit Company, la CIA y el Pentágono en 1954.

La organización de Estados Americanos, OEA, el “ministerio de colonias de los Estados Unidos” surgió de las cenizas de Bogotá y se institucionalizó como el órgano predilecto del imperialismo yanqui para imponer sus políticas en el continente latinoamericano, para lo cual contó con innumerables testaferros en los diferentes países, empezando por Colombia.

Con el auspicio de los Estados Unidos, el estado colombiano y sus clases dominantes adoptaron el anticomunismo como doctrina oficial y en nombre de la defensa de los “valores patrios”, del “mundo libre” y de la “civilización occidental y cristiana” se dieron a la tarea de perseguir y aniquilar toda forma de oposición política, social o reivindicativa. Eso explica en gran medida la entronización del terrorismo de Estado y todos sus crímenes durante los últimos 65 años.

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Otro efecto importante de los acontecimientos señalados estaba vinculado con los aspectos económicos, en lo relacionado con la reconstrucción de Bogotá y con la implementación de nuevos instrumentos de inversión y de planificación urbana. Sobre el impacto económico de los mencionados sucesos, el Ministro de Hacienda y Crédito Público José María Bernal señalaba pocos días después de la insurrección popular:

“Las desventuradas ocurrencias del 9 de abril pasado […] implican una nueva fuente de nuevas obligaciones que es inevitable llenar de alguna forma. El sostenimiento de un ejército sensiblemente más numeroso que el ordinario; la dotación de nuevos e inaplazables servicios de seguridad; la urgencia de tomar medidas encaminadas a la pacificación del país y el robustecimeinto de su economía; la indiscutible urgencia de atender a los servicios sociales que procuren un sano equilibrio entre los distintos grupos de colombianos, son necesidades que han surgido con más protuberancia que antes, y que representan gastos inmediatos a los cuales es indispensable atender con recursos ordinarios, ya que, en su mayor parte, no son gastos a los cuales, dentro de una sana política, deba atenderse con recursos de crédito”.

Para implementar la recuperación económica y ampliar el aparato de represión, el gobierno creó dos organismos asesores de su política económica: la Junta de Planeación de la Reconstrucción de Bogotá y el Comité de Crédito Público y Asuntos Económicos. El primero tenía funciones de administrar recursos y realizar operaciones comerciales, mientras el segundo se ocupaba de la política económica del gobierno.

Entre las medidas de recuperación se destacaban las concernientes al ordenamiento del espacio urbano para la reconstrucción del centro de Bogotá, que posteriormente contó con el asesoramiento directo del arquitecto francés Le Corbusier. En el orden crediticio, el Banco de la República rebajó en un 25% el encaje bancario con el fin de destinar créditos a los propietarios perjudicados por los sucesos de abril; en el orden financiero se autorizó al gobierno para contratar un préstamo externo de hasta 60 millones de dólares con el Banco Mundial; a nivel tributario se estableció una impuesto a la renta que variaba del 5% sobre las rentas líquidas superiores a 24 mil pesos y se impuso un gravamen a los solteros y a los colombianos residentes en el exterior. Pero el impuesto que más afectó a la población fue aquel destinado a restablecer el orden público. Según esta disposición cada contribuyente tenía que pagar el 10% de lo pagado por la liquidación del año gravable de 1946 por concepto de impuesto a la renta, patrimonio y complementario.

Calculando el probable monto de este impuesto, el Banco de la República autorizó un préstamo al gobierno central por un valor de 10 millones de pesos. Por una suma equivalente, el municipio de Bogotá emitió bonos de servicios urbanos. Así se lograba una típica socialización de las pérdidas, para que no solamente los comerciantes resultaran afectados por los destrozos del 9 de abril, sino para que además el aumento del pie de fuerza fuera financiado directamente por la población.

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Desde el punto de vista de las clases dominantes el 9 de abril sirvió para que se impulsara una completa reorganización del Estado, como resultado de lo cual se fortaleció y cualificó para la represión de una forma más sofisticada y con nuevos instrumentos de control social e ideológico. De esta manera, las clases dominantes disponían de todos los recursos para controlar cualquier rebeldía o síntoma de protesta por parte de las clases subalternas.

Esto explica que, paradójicamente, el 9 de abril representara el golpe más fuerte contra la movilización popular en las grandes ciudades, movilización que se había ampliado desde 1943-1944. De esta forma, la unión sagrada de las clases dominantes contra los sectores populares tuvo como primordial objetivo la desorganización y desarticulación de los núcleos más combativos en las ciudades, empezando por los obreros, que salieron sucesivamente mal librados en 1947-1948 -cuando se implementó el paralelismo sindical y se hostigó y reprimió con saña a cualquier protesta sindical- y en forma paralela el movimiento gaitanista, destrozado en sus pocos reductos, si se recuerda que en Bogotá fueron asesinadas cientos de personas de origen popular.

Después del 9 de abril, el habitante citadino humilde, que tanta actividad mostró en la década de 1940, fue desterrado de las calles de las grandes urbes, cuyo control pasó directamente al aparato represivo. Este control era necesario para las fuerzas del bipartidismo y de las clases dominantes, dada la radicalidad que había adquirido la protesta popular. Al ciudadano tampoco se le compensó su “expulsión” de la calle ofreciéndole condiciones aceptables y humanas de vida en el interior de los espacios residenciales, sino que se le proporcionaron pésimas condiciones de existencia, y se le reprimió con la imposición del Estado de Sitio permanente. Se “expulsó al ciudadano y por la fuerza se le mantuvo encerrado en un espacio habitacional absolutamente insuficiente, malsano, antihigiénico, individualizante y opresor”. Las clases dominantes pudieron dedicarse entonces a diseñar ciudades de y para el capitalismo, sin ningún tipo de participación de los sectores mayoritarios de la población. Esta particularidad del desarrollo urbano en el país indica que lo acontecido en “la década de 1950 a 1960, que tiene tan sombrias consecuencias en la vida nacional, fue paradójicamente la época del apogeo de la arquitectura moderna en Colombia”.

Desde el punto de vista de las clases subalternas, el 9 de abril también dejó su impronta. Muchos de los “nueveabrileños” serían protagonistas centrales de posteriores gestas de resistencia a la violencia oficial, tanto durante los gobiernos conservadores (1948-1953) como bajo la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) y fueron organizadores de importantes baluartes guerrilleros en diversas zonas del país. Pero ellos se marcharon a pelear a las zonas rurales, porque el 9 de abril desplazó la violencia de las ciudades al campo, al que se trasladarían también los más importantes focos y centros de resistencia popular, algunos de los cuales con el tiempo darían origen al movimiento insurgente que heredó las banderas populares y nacionalistas del gaitanismo.