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La brizna en el ojo ajeno
Los negadores de la democracia venezolana se verán en dificultades para explicar por qué en los últimos 15 años la participación ciudadana en ese país se ha ampliado hasta abarcar el 80% del electorado.
William Ospina / Lunes 22 de abril de 2013
 

De votación en votación se puede advertir cómo aumentó el caudal hasta las elecciones de diciembre pasado, y se redujo un poco en las del último domingo. En 17 de esas 18 elecciones ganó el chavismo, pero la oposición negó siempre su legitimidad, aunque alcanzara una mayoría apreciable.

No les bastó negar su carácter democrático: no se ahorraron epítetos para descalificar la obra de Chávez, su discurso e incluso su figura. Nunca reconocieron los méritos de un proceso que ampliaba los espacios de participación y brindaba por primera vez a incontables seres humildes la posibilidad de considerarse parte de la historia y voceros de la nación.

Esa misma oposición no se privó, mientras negaba la validez de los triunfos de Chávez y de su movimiento, de intentar muy temprano un golpe de Estado que el pueblo en oleadas frustró dos días después, y un arriesgado paro petrolero que puso en peligro la estabilidad nacional. No eran instrumentos muy democráticos, y gracias a ellos la oposición sufrió serios reveses por más de una década.

Quizá por eso el chavismo, que eligió a Nicolás Maduro por leve mayoría el domingo pasado, reacciona con tanta irritación ante las demandas de Henrique Capriles, que aspira ahora a ser reconocido como un digno interlocutor. Una oposición que dio siempre muestras de no respetar al adversario, al primer repunte en su votación empieza a exigir ser considerada casi como el legítimo gobierno. Es comprensible que los chavistas teman arbitrariedades y retaliaciones de un oponente que nunca reconoció sus esfuerzos y sus triunfos, y que los combatió por muchos medios.

Sin embargo, ¿cómo negar que Capriles es hoy el vocero de un sector considerable de la sociedad? Su movimiento es esa parte de la opinión que en toda democracia tiene que ser reconocida, respetada e incluso convocada a tareas ciudadanas, sin que eso signifique incurrir en lo que Maduro rechaza como el viejo “pacto de élites” que caracterizaba a la Venezuela de otro tiempo.

El mundo reconoce que el chavismo cumplió en Venezuela algunas tareas históricas largamente postergadas. La lucha contra la pobreza absoluta y el analfabetismo, la introducción del pueblo en la leyenda nacional, la dignificación de comunidades mucho tiempo excluidas, la ampliación de una democracia demasiado restringida y la profundización de una democracia demasiado epidérmica, son esfuerzos que merecen un reconocimiento de parte de quienes aman a su país y respetan la justicia.

Capriles ha hecho tácitamente ese reconocimiento, al afirmar que no se proponía desmontar las misiones que tanto bien han hecho a los pobres. Pero en casos como este no bastan los reconocimientos tácitos. El que quiere ser reconocido tiene que ser capaz de reconocer: si se aspira a la propia legitimidad hay que tener el valor de reconocer la ajena.

En Venezuela y desde el exterior se ha orquestado por varios lustros una campaña según la cual el chavismo era una dictadura sanguinaria y represiva, que acallaba los medios de comunicación y perseguía la disidencia. Poco les faltó para comparar a Chávez con Somoza y con Trujillo, y para afirmar que era un dictador sanguinario, cuando el mundo entero sabe que, con todas sus limitaciones humanas, fue un líder popular de dimensiones históricas y un hombre que dejó huella en los espíritus y en la leyenda del continente. Tenemos derecho a esperar mucho más de la política, pero tenemos que empezar por admitir que la política nos tiene acostumbrados a mucho menos.

A Nicolás Maduro le ha tocado improvisarse como dirigente a la sombra de un líder inimitable, y hasta ahora ha logrado lo esencial: ser elegido como sucesor y continuador de las políticas de Chávez, aunque lo ha logrado por una pequeña diferencia. Tendrá que aprender también que, como decía Estanislao Zuleta, la democracia no consiste sólo en el poder de las mayorías sino en el respeto de las minorías. Y aprenderá también que la humanidad no puede aspirar a un asfixiante unanimismo, sino a una dinámica de contrarios, que se estimulan, se confrontan y se obligan permanentemente a pensar y a argumentar.

Ojalá su juventud y su pueblo le enseñen el arte de engrandecer al adversario como una manera de engrandecer la propia causa. Y ojalá la historia les permita a los dos, a la ciudadanía que los dos representan, hacer avanzar a su país a través de un debate generoso, abierto a los desafíos y las responsabilidades de la época.

Yo prefiero siempre estar con quien muestre más respeto por la gente humilde y sepa gobernar para los menos favorecidos. En esa medida siento que el chavismo tiene una ventaja ética sobre sus rivales, aunque incurra a veces en sus mismas rudezas y descalificaciones.

Venezuela nos sigue dando un inmenso ejemplo de convivencia, de nobleza y de civilización. Algunos hechos lamentables de esta semana tienen al país estremecido, pero conmueve ver a una nación que en esta edad de comerciantes del horror y de traficantes de la muerte puede expresar todavía sus desacuerdos con una sinfonía de cacerolazos y fuegos de artificio. Ojalá puedan seguir siendo ese país admirable donde por igual el gobierno y la oposición son capaces de convivir sin exterminarse, en medio de los mayores desacuerdos.

Y es asombroso ver que en Colombia, donde el dolor humano es inconmensurable, haya quienes señalan con alarma hacia el vecino, pretendiendo que es allí donde está el horror. La viga, quién lo duda, está en el ojo propio.

Tomado de El Espectador