Un sistema de cárcel militarizado y en cruce con el conflicto
/ Sábado 1ro de junio de 2013
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Doctor en Estudios latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Magíster en Ciencias Sociales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) con sede en México y magíster en Historia y sociólogo de la Universidad Nacional. Licenciado en Ciencias de la Educación con especialidad en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Prisionero político desde el 21 de mayo de 2009.
Emergencia humanitaria en las cárceles. En el conjunto de celdas construidas, 116.000 seres humanos atiborran las cárceles de los cuales 77 mil están condenados, con el lunar de 75 mil personas que padecen hacinamiento. La realidad carcelaria colombiana guarda similitudes con la de otros centros penitenciarios del continente: hacinamiento, corrupción, privación de servicios básicos como el agua potable y la luz, alimentación precaria, ausencia de atención médica y condiciones dignas para los internos. Los atropellos contra la población carcelaria no han impedido que en treinta establecimientos, el Movimiento Nacional Carcelario (MNC) desarrollara en abril Jornadas Nacionales de Desobediencia Carcelaria.
"Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una nación
hasta haber estado en una de sus cárceles. Una nación no debe
ser juzgada por el modo en que trata a sus ciudadanos de alto rango,
sino por la manera en la que trata a los de más bajo".
El largo camino hacia la libertad:
Nelson Mandela
Apenas como un relámpago de la situación, la juez 56 penal del circuito ordenó suspender el traslado de más presos a la cárcel Modelo de Bogotá que ya está repleta en forma inhumana, con 7.230 reclusos que rebasan una capacidad para 2.850 internos, con una sobrepoblación del 153 por ciento, que supera los índices de sobrepoblación crítica con estándares internacionales en el 20 por ciento. La Corte Constitucional, con sentencia T-153 de 1998, desnudó la realidad que allí palpita: "Las condiciones de vida en los penales colombianos vulneran evidentemente la dignidad de los penados y amenazan otros de sus derechos, tales como la vida y la integridad personal, su derecho a la familia, etc. Nadie se atrevería a decir que los establecimientos de reclusión cumplen con la labor de resocialización encomendado. Por lo contrario, la situación descrita anteriormente tiende más bien a confirmar el lugar común acerca de que las cárceles son escuelas del crimen, generadoras de ocio, violencia y corrupción".
El informe que avala la decisión judicial, puso de presente que muchos internos tienen que dormir amontonados en los corredores, escaleras o espacios destinados a actividades colectivas, comer con las manos y lavar platos en los orinales. No obstante, pese a la contundencia de estos hechos, el Tribunal Superior de Bogotá –en cabeza del magistrado Jorge Enrique Vallejo–, no tardó en anular la sentencia recurriendo a una serie de artilugios jurídicos. No extraña por tanto, que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) insista en que uno de los sectores de la población más desprotegidos y con mayor vulnerabilidad en América Latina son las personas privadas de la libertad1.
El hacinamiento favorece la propagación de epidemias y enfermedades contagiosas de manera tal que la salud constituye otro de los problemas estructurales que padece la población carcelaria, agudizado por la ausencia de personal médico especializado y la escasez de medicamentos.
En otra arista de los problemas, la presencia de oficiales activos de la Policia en la dirección del sistema nacional penitenciario y carcelario (Inpec), y en algunos centros de reclusión, así como la existencia de cuerpos especializados entre ellos el Grupo de Reacción Inmediata (GRI) y el Comando Operativo de Remisiones de Especial Seguridad (Cores), que más allá de la condición de cuerpo de custodia y vigilância, irrumpe con funciones represivas, en consonancia con una justicia parcializada que ofrece privilegios a los que tienen poder y muestra una imagen ejemplarizante con quienes carecen de él.
Así, la dirección general del Inpec está a cargo del Brigadier General Gustavo Adolfo Ricaurte, quien con anterioridad desempeñó funciones como comandante Operativo de la Policía Metropolitana de Cali y Comandante de la Región No. 4 de Policía (los departamentos de Valle del Cauca, Cauca, Nariño y la ciudad de Santiago de Cali); a principios de este año hubo el anuncio de su remplazo por el coronel Gustavo Moreno, pero, en esos mismos días, este oficial de la policía, ex agregado militar en Washington, resultó involucrado en la muerte de un supuesto fletero que actualmente está en investigación, motivo que llevó a confirmar al general Ricaurte en su cargo.
Y resalta, que no todos los internos e internas reciben un mismo trato: mientras a los prisioneros políticos les retienen las órdenes de remisión para recibir atención médica especializada, en los pabellones de la llamada "parapolítica", "justicia y paz", donde conviven políticos nacionales, regionales y reconocidos narcotraficantes vinculados con delitos de corrupción, paramilitarismo y lesa humanidad, abundan los permisos para supuestas visitas médicas y odontológicas, que no reciben registro alguno, recurso o truco que les permite permanecer varios días por fuera del penal visitando familiares o realizando otro tipo de actividades. Esto solo, para no hablar de las guarniciones militares, donde los oficiales detenidos –y políticos– convierten sus guardias en servidores personales.
En Colombia la crisis carcelaria está inmersa en las dinámicas de un conflicto armado y social que sacude al país desde hace más de medio siglo; y no escapa a la acción criminal de un aparato estatal que recurre al uso sistemático de la violencia para acallar la oposición política y social, y silenciar las expresiones del pensamiento crítico. De este modo, las cárceles cumplen un papel como instrumento jurídico para la desarticulación de las organizaciones sociales, y silenciar la protesta social.
En los centros de encierro y control, alza voz una lucha diaria por los derechos humanos. Y las directivas de los mismos, hacen todo el ejercicio de autoridad para hacer más difícil la vida de los presos, en especial los políticos. Los sindicados y condenados por estos delitos son naturalizados como enemigos "per se" y con ellos sus colectivos, que son desintegrados mediante el traslado masivo de prisioneros a diferentes cárceles, alejándolos de sus núcleos familiares y sembrando terror psicológico para bloquear cualquier acción reivindicativa. Un ejemplo de esta situación, la viven en la actualidad los prisioneros políticos de guerra Tulio Ávila Murillo (Alonso), José Marbel Zamora (Chucho), amenazados en su integridad física y personal, como consecuencia del liderazgo asumido en las jornadas de desobediencia pacífica que, desde hace algunos meses adelantan millares de presos(as) políticos(as) contra las condiciones inhumanas e indignantes que ofrece el Estado.
En numerosas ocasiones los presos políticos son recluidos en calabozos de aislamiento ("Unidades de Tratamiento Especial", les dicen sin sonrojarse), privados de comunicación con el exterior y sin derecho a tomar el sol. Asimismo, son trasladados a centros penitenciarios como el de Valledupar, considerados de alto castigo, alejándolos de su núcleo familiar y sometiéndolos al hostigamiento permanente del cuerpo de custodia.
La crisis humanitaria en las cárceles no es un asunto coyuntural
La situación de la cárcel Modelo no es la más crítica. En otras sitios de reclusión del país como Villahermosa (Cali), el hacinamiento alcanza niveles alarmantes ya que ésta cuenta con 5.855 internos, a pesar que su capacidad apenas alcanza para 1.667 hombres. Igual sucede en Bellavista (Medellín) donde están alojados 7.461 reclusos en una cárcel diseñada para 2.424. Si a esto le sumamos el hecho que no dispone de una infraestructura adecuada para cobijar de manera adecuada la convivencia de todas estas personas, no está lejos que en las cárceles colombianas suceda una tragedia como la del penal de Comayagua (Ver recuadro).
En una reciente carta dirigida a la CIDH, uno de los voceros del Movimiento Nacional Carcelario (MNC), Tulio Ávila Murillo, denunció las condiciones inhumanas que atraviesan las personas privadas de la libertad en Colombia y señalaba que "en un año han muerto más de 80 internos en total abandono, la mayoría por inasistencia médica, pero lo más grave es que todo queda en la absoluta impunidad [...] la impotencia, la consternación y el dolor que se mezcla con la desesperanza, al ver como nuestros compañeros y compañeras de prisión, día a día se enferman y van muriendo lentamente como simples animales encerrados en los pabellones de la ignominia y la miseria, administrada por una institución que está corrompida por los jugosos negocios de los contratos[...]"
El hecho más reciente ocurrió el pasado 9 de abril en el centro penitenciario de "Picaleña" (Ibagué/Tolima), con la muerte, por falta de tratamiento médico oportuno, del preso político Juan Camilo Lizarazo quien desde varios meses atrás venía solicitando a las autoridades carcelarias atención médica urgente. Su caso, es uno más de los cientos de prisioneros políticos y de guerra que han muerto en las cárceles colombianas, en razón de la negligencia del Estado colombiano y en abierta violación a las normas constitucionales que garantizan la protección del derecho a la vida. En múltiples casos, las mujeres privadas de la libertad sufren una vulnerabilidad especial, particularmente en los estados de embarazo y de madres lactantes.
Para las madres, a todas luces, los efectos negativos del encierro se extienden sobre la salud física y emocional de sus hijos, ya que estos centros de reclusión carecen de atención ginecológica, pediátrica y en general de personal especializado que atienda sus necesidades, así como, de ambientes adecuados para la estancia de los menores. La amenaza de separación de sus hijos es un arma utilizada por las autoridades penitenciarias para lograr obediencia de las madres presas.
La injerencia norteamericana
El gobierno del entonces presidente Andrés Pastrana, en cabeza de su ministro de Justicia, firmó el 9 de julio de 2001 un acuerdo de cooperación, para el supuesto "mejoramiento del Sistema Penitenciario Colombiano". El acuerdo destinaba 4.5 millones de dólares para este programa, procedentes de los dineros del "Plan Colombia", e incluía el asesoramiento técnico y material del Bureau Federal de Prisiones, para la adecuación de instalaciones penitenciarias y carcelarias, así como el entrenamiento de funcionarios del Inpec en escuelas e instalaciones dirigidas por instructores norteamericanos. Con base en estos acuerdos, se orientó la construcción de 11 nuevos Establecimientos de Reclusión del Orden Nacional ("Eron"): Jamundí, Bogotá, Medellín, Ibagué, Guaduas, Puerto Triunfo, Florencia, Acacias, Yopal, Cartagena y Cúcuta, contemplando la expansión de 21.169 cupos penitenciarios y carcelarios.
Una investigación adelantada por la Procuraduría General de la Nación en el 2008 puso en evidencia que estas instalaciones no garantizaban un ambiente digno para las personas privadas de la libertad: "No cuentan –señala el informe– con espacios para el consumo de alimentos, los espacios para movilización de sindicados son muy reducidos y sin acceso al aire libre; la altura del edificio limita la entrada de luz natural y ventilación, situación que se agravará en ciudades cuya temperatura alcanza o supera los 30 grados centígrados, y las dimensiones de las ventanas de las celdas de 20 cmts. por 120 cmts., no garantizan iluminación ni ventilación suficiente, ni permite el uso de la luz natural en condiciones normales"2.
Pese a estas flagrantes violaciones de los protocolos internacionales para el tratamiento de personas privadas de la libertad (que al mismo tiempo están asociados a actos de corrupción que a la fecha no están en investigación), estos establecimientos fueron puestos en funcionamiento sin mayores modificaciones, descargando la responsabilidad sobre los reclusos y sus familiares que no sólo han visto restringidas las visitas a sus seres queridos, sino que deben padecer los abusos sistemáticos cometidos por los guardias de turno, acrecentando así la violación de los derechos fundamentales de los reclusos.
Resulta claro que la crisis humanitaria de las cárceles colombianas no tiene solución con la construcción de más sitios de reclusión. Mucho menos, con su privatización. Este modelo visto ya en Estados Unidos, que tuvo expansión a Europa (Inglaterra, Nueva Zelanda, Australia, Francia y Alemania), tomó fuerza en países del continente como Chile, arrojando un balance negativo para el impartir justicia, ya que acorde con la lógica del mercado: "Para aumentar las ganancias en el sector de la justicia penal, esta industria necesita mantener a más gente presa en el sistema y por más tiempo"3.
Toda una situación que no da cuenta de casos aislados. Es por el contrario, la existencia de una sistemática violación de los derechos humanos de la cual son objeto los internos en las cárceles colombianas. El Movimiento Nacional Carcelario y sus Jornadas Nacionales de Desobediencia Carcelaria reclusorios del país, y que constituyen la legítima expresión de resistencia al trato inhumano que reciben los presos, como parte, también, de las luchas que desarrollan en el campo y la ciudad las organizaciones campesinas, indígenas, cívicas y sindicales en favor de sus derechos, y que vienen allanando el camino para una movilización más amplia del pueblo colombiano hacia el afianzamiento de una solución política al conflicto armado y social que vive el país desde hace ya tantas décadas.
Notas:
1. Cfr. Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Informe sobre los derechos humanos de las personas privadas de libertad en las Américas. OEA, 2011.
2. Procuraduría General de la Nación. "Procurador advierte sobre fallas en diseños de nuevos centros de reclusión". Boletín No. 210, 19 de mayo de 2008.
3. Stephen Nathan. "Privatización de la prisión: Acontecimientos y Temas internacionales y sus implicaciones para América Latina" en Elías Carranza (coord.). Cárcel y Justicia Penal en América Latina y el Caribe. México: Siglo XXI, Ilanud, Raoul Wallenberg Institute, p. 292
Criminalización del pobre y cárceles más allá
...Nunca había visto por dentro esa horrible cárcel que en años posteriores me fue tan familiar.
Después de caminar por oscuros pasadizos y de subir y bajar mugrientas escaleras nos encontramos en un largo salón cuyo techo tocábamos con las manos. Triste luz crepuscular hacía más horrendo aquel antro fétido,
húmedo, negro.
Apoyé mis manos en la pared y las retiré asombrado: esputos sanguinolentos decoraban las paredes [...]
Había ahí leprosos, tísicos, sarnosos, cojos, mancos, tuertos, ciegos, sordos, mudos, paralíticos, llagados, sifilíticos, jorobados, idiotas, un espantoso depósito de carne enferma que chorreaba pus y mugre.
Los tuberculosos tosían. Las moscas zumbaban.
Un vapor espeso y fétido mareaba a los más fuertes. Los nervios se aflojaban
en aquella antesala de la muerte.
(Ricardo Flores Magón*)
Conforme a los principios para la protección de las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión adoptados por la Asamblea General de Naciones Unidas, cuya resolución 43/173 del 9 de diciembre de 1988 garantiza que "Toda persona sometida a cualquier forma de detención o prisión será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano"; entonces, las situaciones descritas por el revolucionario Magón, hace ya 120 años, serían parte de un pasado remoto. Sin embargo, nada más lejano a la realidad.
La existencia de prisiones, como las que mantuvo Estados Unidos hasta hace un tiempo en los territorios ocupados de Iraq y Afganistán y la que actualmente conserva en la ilegal base naval de Guantánamo (Cuba), donde bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo retiene a más de un centenar de prisioneros incomunicados, sin garantías procesales ni judiciales y sometidos a las más crueles torturas y tratos degradantes e inhumanos, es una muestra fehaciente de la función que siguen cumpliendo las cárceles como instrumento de represión política y control social.
Recientes episodios, como los acaecidos en un penal de Comayagua (Honduras) donde cerca de 400 prisioneros murieron calcinados; o los hechos de violencia que cobraron la vida de 58 personas en la prisión de Uribana (Estado de Lara/Venezuela); o en el centro penitenciario de Apodaca (Nuevo León/México), donde –en complicidad con la guardia– 30 miembros de los zetas protagonizaron una fuga, dejando a su paso 44 internos masacrados, indican un patrón recurrente de violencia, que parece darle la razón a Harold Thompson: "Las prisiones –decía este anarquista norteamericano que permaneció los últimos treinta años de su vida en la cárcel– son instituciones diseñadas para enseñar lecciones de violencia a través del abuso hacia aquellos confinados en ellas".
Aunque el sistema penitenciario en las sociedades modernas se plantea como un espacio para reformar al infractor e impedir la repetición del acto antisocial ("resocialización"), en la práctica funciona por excelencia como aparato punitivo del Estado, que hace primar, sobre cualquier principio humanista, los criterios de venganza permitiendo además resguardar el sacrosanto principio de la propiedad privada, convirtiéndose en un camino corto para dar salida –por la vía de la criminalización de la pobreza– a los agudos problemas sociales inherentes al capitalismo.
* Este testimonio del radical mexicano narra sus primeras vivencias en una prisión, cuando siendo estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria fue detenido en 1892, por participar en un movimiento de oposición a la reelección del dictador Porfirio Díaz. Desde entonces, buena parte de su vida pasaría en centros penitenciarios tanto nacionales como extranjeros, donde finalmente lo sorprendió la muerte en 1922, poco después de rechazar el indulto que le ofreciera el gobierno de los Estados Unidos, en una de cuyas cárceles purgaba una pena de 20 años.
"No pedimos permiso para ser libres"
Es un hecho, que en los centros de reclusión colombianos existen colectivos de presos políticos consolidados con una estructura organizativa que –a diferencia de otros penales del continente– no solo saca a luz, visibiliza y dilucida la crítica situación carcelaria, sino que, también conquista una cierta regulación de la vida interna en estos establecimientos, y organiza el derecho a la lucha colectiva –jornadas de desobediencia civil– por mejoras en la atención sanitaria, la calidad de la alimentación, el respeto a las visitas.
La prolongación del conflicto armado y social colombiano y, consustancial a su naturaleza, el incremento del número de presos(as) políticos(as) –que ya sobrepasa los diez mil– permite que éstos hayan adquirido una larga tradición de organización y reivindicación de sus derechos en los centros de reclusión. Misma que conservan y enriquecen de generación en generación, pero que los sucesivos gobiernos, y la misma dirección del Inpec, niegan al recluir en un mismo pabellón –de manera indiscriminada– a guerrilleros y paramilitares, potenciando así un clima de permanente tensión al interior de las cárceles donde estos son recluidos.
Asimismo, inciden con efectos represivos las continuas políticas del Estado colombiano por estimular la deserción, desmovilización y delación de los insurgentes a cambio de beneficios jurídicos. Labor que es más palpable en los penales donde, a través de presiones, engaños y ofertas económicas promovidas desde el Ministerio del Interior y Justicia, que acosan –casi siempre infructuosamente– a los rebeldes para que acojan los programas de "Justicia y Paz" (ley 975 de 2005).
Frente a la ausencia de programas de educación como instrumentos de capacitación y redención de pena, y la prohibición de acceso de los internos a los talleres de trabajo, en los pabellones de alta seguridad los colectivos de presos políticos asumen tareas educativas que contemplan desde labores de alfabetización, hasta la discusión sobre diferentes aspectos de la realidad nacional e internacional, unas actividades que, desde su punto de vista, mantienen en alto la moral de los presos, en un ambiente donde el consumo de alucinógenos, el ocio y los juegos de azar, son cotidianos.