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Santos: Jugadas, engaños y apariencias
Fernando Dorado / Domingo 11 de agosto de 2013
 

Se hacen por estos días balances de los tres años de gobierno de Santos. Se colocan como aspectos “positivos” el inicio de los diálogos con las FARC, la distensión con los órganos de justicia, la ley de víctimas y de restitución de tierras, y el restablecimiento de las relaciones con los países vecinos. De resto, la mayor parte de su gestión –reforma de la Justicia, reforma tributaria, impulso de la “locomotora” minero-energética, promoción de la Alianza del Pacífico, aprobación e implementación de múltiples TLC, manejo de los conflictos sociales y otros aspectos– es calificada como “negativa”.

Intentaremos hacer un balance con un enfoque diferente. Trataremos de responder los siguientes interrogantes: ¿Cuál es el carácter de clase que ha mostrado este gobierno a lo largo de los últimos tres años? ¿Qué sectores de la oligarquía colombiana apoyan sus políticas y cuáles son sus intereses? ¿Cuáles son sus logros, desde el punto de vista de quienes apoyan al Gobierno? ¿Cuál es el devenir de quienes adversan esa política?

El “viraje” frente a los ocho años de Uribe

La burguesía transnacionalizada –sector hegemónico al interior de la oligarquía colombiana– comprendió al final del segundo gobierno de Uribe que la ansiada pacificación por la vía militar no iba a ser posible. Pudo comprobar que la estrategia desarrollada contra la insurgencia –alianzas con narcomafias y uso sistemático de paramilitares–, no sólo descomponía su precaria “democracia” sino que creaba problemas con la comunidad internacional. Además, frente al cambio táctico-estratégico de la guerrilla, ésta ya no era efectiva.

Así mismo, se hizo evidente que los recursos comprometidos en la guerra contrainsurgente desequilibraban sus finanzas y mermaban sus ganancias. Además, la crisis económica mundial obligó al gobierno de los EEUU a recortar el nivel de ayuda financiera y militar. Pero, lo principal: la burguesía colombiana entendió que frente a la situación económica internacional se hacia necesario un viraje para garantizar condiciones óptimas para la inversión extranjera en áreas estratégicas como el sector minero-energético y la agroindustria. Por ello, antes de terminar su segundo gobierno, Uribe ya no era la ficha favorita para ejercer un nuevo período de gobierno.

Esa burguesía –con asesoría gringa– pensó y diseñó el camino de la desmovilización de la guerrilla vía diálogos y negociación. No porque sea amante de la paz y de la convivencia sino porque sus necesidades materiales la obligaban a buscar esa alternativa. Y lo hacen sobre el convencimiento de que la estrategia utilizada desde el gobierno de Pastrana –pasando por los gobiernos de Uribe– había fortalecido al Ejército, mermado las fuerzas guerrilleras, y por sobre todo, le habían quitado la bandera de la paz a la insurgencia. Según sus cálculos, la derrota política obligaba a la guerrilla a concertar el fin del conflicto.

Con ese presupuesto Santos inicia su gobierno. Había que mostrar una cara humanitaria y para ello impulsó la ley de víctimas y de restitución de tierras. No importaba que el otro sector de las clases dominantes –grandes latifundistas y empresarios del campo gestores del paramilitarismo– se fuera a resentir. Tenían que aprobar esa política pero sin colocarle dientes ni herramientas. Por ello a lo largo de los años dicha ley no ha traído resultados efectivos para las víctimas y desplazados. Se trataba de un gesto. Nada más. Una jugada, un engaño, una apariencia.

Por ello calificar de “positiva” esa política es errado. Sus intenciones son oscuras; su fin, engañar. Están dispuestos a devolver algunas áreas despojadas por narcos y paramilitares pero en el fondo es una simulación de “reforma agraria” para simultáneamente entregar millones de hectáreas a los conglomerados capitalistas transnacionales (extranjeros y “nacionales”) que aspiran a “invertir” en el campo en grandes proyectos minero-energéticos, de agrocombustibles y agronegocios industriales. La fórmula de la “asociación” entre campesinos y empresarios está en su cabeza.

Las investigaciones y denuncias realizadas por Wilson Arias, congresista del PDA, sobre el apoderamiento ilegal de tierras en la altillanura oriental por parte de Luis Carlos Sarmiento Angulo (Riopaila), Cargill y otras empresas nacionales y extranjeras, y la insistencia del Gobierno por elaborar a las carreras una ley para legalizar dichas adquisiciones y convertirla en una política hacia el futuro, demuestran la anterior apreciación.

El restablecimiento de las relaciones diplomáticas y comerciales con Venezuela y Ecuador tenía esa misma lógica. Están dispuestos a “integrarse” con el resto de Sudamérica pero con la intención de aprovechar los beneficios comerciales, ser parte del bloque frente a otros polos de desarrollo e inversión mundial (Brasil, China, Rusia, etc.), pero a la vez, convertirse en “caballo de Troya” neoliberal y “librecambista”. Con esa intención construyen el eje México, Colombia, Chile y Perú, que hoy es la Alianza del Pacífico. Otra jugada, otro engaño, otra apariencia.

Y el proceso de paz va por el mismo atajo. La bandera de la paz ha servido para que bajo su cobertura se impulsen políticas regresivas y antipopulares en todos los terrenos. Se realizan negociaciones en La Habana, se permite cierto proselitismo de las FARC, se posa de ser un gobierno “democrático” y de estar buscando la “reconciliación”, pero en los hechos –en la realidad– frente a amplios sectores populares que se han movilizado por justas reivindicaciones sociales, se contesta con dilación y represión. Otra jugada más, otro engaño, otra apariencia.

Los logros de Santos y de la burguesía transnacionalizada

Esa política de apariencias se patentizó durante la campaña electoral con el nombramiento como candidato a la Vicepresidencia de Angelino Garzón. Así consiguió resultados inmediatos: la elección de Santos. Ya en la presidencia, una vez posesionado, Santos da el “viraje” a nivel internacional reuniéndose con el presidente Hugo Chávez. Se distensionan las relaciones con Venezuela y más adelante con Ecuador.

Se recoge parte del programa de Petro sobre las víctimas y las tierras, y se llama a constituir la “unidad nacional”. Se hacen todos los esfuerzos por mostrarse no sólo diferente sino contrario a Uribe, se restablecen relaciones con la Corte Suprema de Justicia y se nombra una fiscal general (Viviane Morales) que inició su gestión llevando a la cárcel a algunos de los principales cómplices y compinches de Uribe.

Los logros para la clase dominante se pueden sintetizar así:

—Neutraliza el aislamiento en que estaba el gobierno colombiano en el ámbito internacional, sobre todo en el terreno de la violación de los derechos humanos y asesinato de sindicalistas, que eran las principales trabas para la aprobación de los TLC con EEUU y la UE.

—Inicia la recuperación de las relaciones comerciales con los países vecinos Venezuela y Ecuador, y logra ser mirado con nuevos ojos por el bloque de Unasur, Mercosur y Celac.

—Divide a la izquierda colombiana entre quienes califican como positivas esas políticas y quienes no perciben ningún cambio.

—Consigue presentar su gobierno como “reformista” y “progresista”.

—Inicia diálogos con la insurgencia con el mensaje de que está dispuesto a “jugársela por la paz” y se muestra ante la opinión pública como el presidente que va a obtener la reconciliación sin sacrificar la “institucionalidad democrática”.

—Envía un mensaje de tranquilidad y estabilidad a sus socios capitalistas transnacionales que están ansiosos por invertir en agronegocios, infraestructura, exploración y explotación de petróleo y otras áreas estratégicas (megaproyectos energéticos, minería, agrocombustibles, biodiversidad ambiental, comunicaciones, tierras, turismo, etc.).

—Aprueba una reforma tributaria que otorga todas las ventajas al gran capital y descarga las obligaciones impositivas sobre los hombros de la clase media y los trabajadores.

Con el tiempo se ha hecho visible que su “reformismo” sólo eran jugadas, engaños y apariencias.

La encrucijada de la paz y la movilización social

Faltando un año para terminar su gobierno, Santos se ve enfrentado a una situación muy particular. Sus logros, que desde los intereses de la burguesía transnacionalizada son notables, no le tienen garantizada la reelección. A medida que pasa el tiempo su popularidad se ha ido mermando y las luchas sociales –que empezaron lentamente y fueron estimuladas por la movilización estudiantil de 2011– se han ido incrementando, no parecen decaer y por el contrario construyen mayores niveles de coordinación y contundencia.

Santos se ha encontrado en el tema de la paz frente a una paradoja. En el país han hecho carrera el escepticismo y la incredulidad. Es una situación propia de un país que ha vivido durante décadas en medio de la violencia. La desconfianza marca la tendencia mayoritaria. Por ello Santos enfrenta el “proceso de diálogos” al filo de la navaja. Mientras una gran mayoría de la población apoya la iniciativa de superar el conflicto por medio de la negociación con la guerrilla, a la vez, amplios sectores de colombianos no confían en la voluntad de paz de la insurgencia y por ello no están dispuestos a conceder mayores ventajas para su inserción en la vida civil.

Y esa desconfianza se acrecienta con la oposición del ex presidente Uribe. Éste dejó la presidencia siendo el supuesto “campeón antiguerrillero” y se ha opuesto a los diálogos de paz. Su argumento es que “se va a entregar el país a la guerrilla”, “se va a negociar el Estado” y “se les va a premiar con la impunidad”. Se refuerza así la duplicidad entre esperanza e incredulidad.

La fórmula de negociar en medio de la confrontación también se ha vuelto un embrollo. Santos dice jugársela por la paz pero le pone plazo a las negociaciones. Dialoga en La Habana pero trata a sus interlocutores como “bandidos” y “terroristas”. Habla de justicia social pero aplica políticas que agudizan la desigualdad y la injusticia. Se compromete a ampliar la democracia pero incumple los acuerdos que las organizaciones populares han concertado con su gobierno y reprime las protestas populares a sangre y fuego.

Sin embargo, es tal la urgencia por conseguir condiciones para la inversión capitalista que la gran burguesía está dispuesta a ofrecer una paz reducida a cambios no estructurales. Ellos tienen claro que no corren riesgos inmediatos ante la situación de “derrota política de la guerrilla”. Por ello se muestran dispuestos a “tragarse algunos sapos”. Esa burguesía no teme plasmar algunas reformas institucionales no determinantes. Está dispuesta a “compartir” ciertos espacios de poder con la guerrilla. Aprendieron del proceso constituyente de 1991. Mientras ellos tengan el poder, la ley puede “estirarse” sin ningún peligro. Otra jugada, otro engaño, otra apariencia.

El devenir desde la izquierda

Desde las fuerzas de izquierda –fuertemente divididas– no ha existido capacidad de reacción. Existen tres posiciones básicas: quienes en aras de la paz le aceptan a regañadientes los engaños al Gobierno; quienes recogen la bandera de la paz y hacen esfuerzos por que la movilización social obligue a Santos a ceder cambios sustanciales en lo social, político y económico; y quienes al no ver diferencias entre Santos y Uribe –desde un principio– se oponen de plano a su política.

La primera actitud termina legitimando la política neoliberal de Santos. La segunda se ilusiona con el posible auge del movimiento social por la paz, que hasta ahora sólo crece en torno a reivindicaciones concretas (zonas de reserva campesina y política agraria). Y la tercera actitud se contenta con ser oposición pero no logra canalizar el desgaste de Santos.

Hace falta una política que consiga desenmascarar ante el pueblo esa estrategia de la burguesía que oculta sus verdaderos intereses detrás de poses reformistas. Hace falta la unidad de la izquierda para actuar con más contundencia. Hace falta un bloque de izquierdas que impida que quien canalice la situación sea el derechista “Centro Democrático” de Uribe.

Por ello es urgente caracterizar al gobierno y al proceso de paz. Hay que establecer la búsqueda de la paz negociada como una política de Estado, que vaya más allá de un gobierno u otro. Se debe definir al gobierno de Santos como demagógico. Llegó el momento de las definiciones. En aras de conseguir la paz no podemos permitir que se engañe al pueblo. El paro nacional agrario del próximo 19 de agosto obligará a las diferentes corrientes de izquierda a asumir una posición: o están con el Gobierno o se distancian de él. No hay término medio.

Paralelamente se requiere desarrollar una consistente labor política y social en las ciudades. La insurgencia pacífica de los pequeños y medianos productores del campo sólo será exitosa, siempre y cuando haya un levantamiento masivo de la población citadina. Temas como el desempleo, los servicios de salud, la educación, los servicios públicos, requieren nuestra atención y acción unificada. De lo contrario el alzamiento campesino será neutralizado y debilitado.

El auge de la rebelión popular estimula e impulsa las definiciones políticas.