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Paro nacional agrario (parte I): lecciones no aprendidas de economía
Lo que está a la base del problema es el modelo económico y no solamente los precios de los insumos ni las cadenas de intermediarios entre el campesino y los grandes supermercados. El problema de los insumos y de los intermediarios responde también al modelo.
Palabras al Margen / Sábado 31 de agosto de 2013
 
Fuente: http://www.eltiempo.com

En la vida real las veces que la gente protesta sin razón son nulas. En la protesta no sólo habitan la rabia y la desesperación sino que hay una interpretación del mundo y un proyecto político y social. El caso del actual paro nacional agrario que se ha desarrollado desde comienzos de la semana pasada no es la excepción. El campesinado y quienes han acompañado las movilizaciones desde otros sectores han mostrado no sólo que las cosas andan mal gracias a los 20 años de políticas neoliberales, sino que hay un gran sector de la sociedad que piensa alternativas y comienza a pedir cambios radicales.

Para muchas personas, Colombia es un país que tiene un fuerte músculo agrario. Eso no es cierto. Durante el año pasado, las importaciones han tenido un crecimiento cercano al 50% y el principal rubro es el alimentario. Exactamente hace un año, la revista Portafolio en una nota marginal que pasó desapercibida por los principales medios de comunicación registraba para la fecha la siguiente variación en las importaciones y exportaciones del sector agrario: un aumento de las importaciones de café en un 59.1%, de azúcar en un 145.7%, un 43.3% de panadería y un 21.6% de carne y pescado [1].

Cualquiera podría objetar que un aumento de las importaciones no significa necesariamente una disminución de las exportaciones, pues una ventaja del libre comercio es que los productores nacionales pueden hallar otros mercados. Además, si sumamos el hecho de que el consumo privado ha sido uno de los principales factores que influyen en el crecimiento del PIB desde hace ocho años, podría suponerse que en un país como Colombia hay clientes para todo el mundo. Algunos economistas argumentaron siempre a favor de los Tratados de Libre Comercio diciendo que la apertura económica multiplicaría el consumo privado lo que no significaría un detrimento de la producción interna: un aumento de la demanda estaría acorde con la oferta nacional e internacional. Pero los pronósticos eran ridículos y fallaron absolutamente. Ello es claro si observamos las cifras de las exportaciones para el mismo periodo (agosto 2012): las exportaciones de café cayeron en un -31%, la de lácteos se ubica en un -12.1%, mientras que el sector de panadería registraba un -9.1% [2].

Las cifras son preocupantes pues la disminución de las ventas en esas grandes proporciones crea un efecto espiral que tiene como consecuencia la recesión de los sectores. En otras palabras, si los sectores empiezan a perder volumen de sus ventas pierden, al mismo tiempo, capacidad para competir pues deben emplear sus recursos para la recuperación, por lo que ceden terreno frente a los productores extranjeros, que producen más rápido y más barato. Así pasó con el sector de la confitería y el cacaotero que actualmente se encuentran en recesión.

Naturalmente, esta variación en la balanza comercial se debe a los Tratados de Libre Comercio. Sin embargo, lo que hay en el fondo es una orientación del modelo económico y de desarrollo del país que ha estado en auge desde la década de 1990: el neoliberalismo. La razón por la que Colombia decidió acogerse a estos planteamientos económicos no tiene que ver únicamente con el consenso mundial que surgió tras la caída de la Unión Soviética. Decirlo así es una mera abstracción, ya que hay cuestiones de la economía colombiana que permiten comprender la especificidad de la aplicación del modelo y las nefastas consecuencias que vemos hoy en día.

Desde comienzos del siglo XX, Colombia fue una economía monoexportadora cuyo principal producto era el café. El que haya sido así no fue capricho de la clase política dominante sino que se debía a la nueva división internacional del trabajo que surgió después de la primera guerra mundial y se confirmó en la segunda posguerra con los modelos del Estado de bienestar en Europa. Después de las dos guerras mundiales y de la recesión de los años 30, las potencias decidieron apostarle a su industrialización y a una redistribución del ingreso por medio del gasto social del Estado que se traduciría en el largo plazo en una capacidad de consumo creciente de los trabajadores que generaría aumento de las ventas y, por ende, de las ganancias. Frente a un centro industrializado, las periferias debían dedicarse a producir materias primas de forma unilateral y Colombia optó por reforzar el café como su producto estrella.

Para la década de los 90 las cosas habían cambiado. En lo interno, Colombia avecinaba la necesidad de diversificar su aparato productivo y darle salida a otros productos distintos al café. En lo externo, las plantas industriales se estaban dispersando por todo el mundo, gracias a la mano de obra barata de países periféricos. Ello complejizaba el mercado y las formas de circulación de mercancías. En la práctica esto significa una red distinta de clientes y consumidores que se traduce en una demanda distinta a los productos que producía el país. Había, entonces, que crear una oferta distinta, es decir, diversificar y no reducir el aparato productivo nacional al café.

La solución planteada fue la apertura económica. Se creía que la competencia externa y los mercados de otros países incentivarían a los productores a producir más y mejores cosas, lo que implicaría un crecimiento prolongado y constante del sector industrial. El enfoque neoliberal veía que la protección del mercado interno era una traba al libre desenvolvimiento de la industria. La razón es que los productores nacionales estaban cómodos y no veían la necesidad de ir más allá. Había que incentivarlos porque, de lo contrario, todo se iba a estancar y Colombia no se acomodaría a los nuevos desafíos internacionales.

Aunque suene paradójico, las recetas económicas que abogan por el libre mercado y la apertura económica buscan y pretenden consolidar el desarrollo de la producción nacional. Este es un discurso muy conocido que se resume en que hay que dejar que el mercado haga lo suyo para que las personas saquen sus dotes y den lo mejor de sí. El mercado es la mejor forma de incentivar a la gente para que trabaje y progrese. Sin embargo, los defensores de la receta económica se equivocaron, pues el problema es que se trata sólo de incentivar y hay una diferencia entre incentivar a los campesinos a que produzcan de mejor forma y darles los medios efectivos para que lo hagan de verdad. Un incentivo no siempre se traduce en una acción real: un niño puede tener todos los incentivos para volar pero si carece de alas, los incentivos no sirven para nada. Lo mismo sucede en la economía: si no hay con qué competir, los incentivos que produce el mercado son nulos en la práctica, porque son sólo eso: incentivos. Los economistas han olvidado por mucho tiempo ese pequeño inconveniente: incentivar a la producción a que mejore no se traduce en una mejora real y efectiva. No es difícil ver que el argumento del poderoso libre mercado es una tontería.

Y todo ello fue confirmado por Colombia con consecuencias nefastas en los 90: en aras de la competitividad se devaluó la moneda en alrededor de un 30% lo que generó inflación, haciendo que el país fuese menos competitivo. Los incentivos resultaron en lo opuesto: la cantidad de industriales y campesinos quebrados fue exorbitante.

Ahora el argumento económico del Estado es el mismo, pero la situación es distinta. Las locomotoras minero-energéticas han creado una mayor cantidad de dinero circulante legal en nuestro país. Esto permite que existan tasas de interés bajas que aumentan el crédito en la economía. Si hay crédito, hay consumo. Por eso, aunque haya crisis en el campo desde hace mucho tiempo, siempre vemos las dispensas de los supermercados llenas de comida importada y parece que todo anduviera bien. Pero en el fondo no es así: si la economía se soporta en el consumo basado en el crédito, sucede lo mismo cuando alguien comienza a gastar más de lo que gana; esa persona tenderá necesariamente hacia la ruina. Los efectos comienzan a verse con el sector agrario y alimenticio. Los campesinos están en la ruina.

En los 90, a los que favorecían el libre comercio y la apertura económica les salió el tiro por la culata: lo que pretendía incentivar la competencia terminó haciendo al país menos competitivo. Y ahora sucede lo mismo: a los economistas se les olvidó que los Tratados de Libre Comercio incentivan también a los consumidores, pero a consumir productos extranjeros que son más baratos, gracias a las ventajas económicas y jurídicas que tienen los otros países frente al nuestro. Cuando estas ventajas y esta desigualdad queda plasmada en los Tratados de Libre Comercio lo único que puede esperarse es una recesión del sector agrario. Es un círculo vicioso porque la recesión del sector agrario lleva a que los productos extranjeros se posicionen más en el mercado, lo que causa más malestar y recesión en el sector nacional. No se puede decir que el libre comercio incentiva la producción cuando este comercio no es libre, pues no hay igualdad de condiciones para competir.

Las soluciones que ha ofrecido el gobierno de Santos al respecto se quedan cortas. Lo que está a la base del problema es el modelo económico y no solamente los precios de los insumos ni las cadenas de intermediarios entre el campesino y los grandes supermercados. El problema de los insumos y de los intermediarios responde también al modelo. Cuando la economía es extractivista y se apuesta al crecimiento económico a partir de la circulación privada de los dineros de bonanza a través del consumo, hay un doble engaño. Por una parte, está la ilusión de creer que existe realmente una bonanza, pues buena parte de ese dinero que circula en la economía y que promueve el consumo y las bajas tasas de interés, será enviado pronto a las casas matrices de las multinacionales minero-energéticas. Estamos jugando a que somos un gran país con prosperidad, bonanza y un consumo pujante cuando la realidad nos dice otra cosa. Por otra parte, si la economía está soportada en el consumo privado, hay un detrimento de la producción nacional y especialmente del sector agrícola en la política económica, porque todo se deja en manos del mercado, en el que los productos de afuera tienen todas las de ganar.