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La cuestión agraria: entre la guerra y la paz
José Honorio Martínez / Martes 8 de octubre de 2013
 

En Colombia viene teniendo lugar el desenvolvimiento una intensa disputa entre diversos sectores sociales y políticos y el gobierno de Juan Manuel Santos en torno a la política agraria y el modelo de desarrollo económico. Tal antagonismo se ha hecho patente en los diálogos de La Habana, en los recintos parlamentarios y en las plazas, parques, vías, calles y carreteras del país. En el transcurso del último año los paros y movilizaciones agrarias se han multiplicado y preludian un curso convergente para el inmediato futuro. Actualmente, el debate sobre la problemática agraria es la discusión más importante en el escenario político y de sus salidas dependen en gran medida el proceso de paz y el futuro del país.

La política agraria del gobierno Santos ha sido fuertemente cuestionada por la insurgencia en el marco de los diálogos La Habana, por el movimiento campesino recientemente expresado en el paro nacional agrario y popular, promovido por organizaciones como la Mesa Nacional Agropecuaria y Popular de Interlocución y Acuerdo (MIA), el Consejo Nacional Agrario (CNA) y las dignidades agrarias y por la mayor parte de los gremios agroindustriales damnificados con la entrada en vigor de los Tratados de Libre Comercio (TLC), lecheros, cebolleros, cafeteros, cacaoteros, arroceros, papicultores, paneleros, entre otros. Adicionalmente, anuncios oficiales como la actualización catastral y el reajuste de los impuestos prediales rurales han generado un duro rechazo por parte de los terratenientes agrupados en Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan). No todas las críticas a la labor del gobierno en materia agraria discurren en el mismo sentido, algunas, como las del expresidente Álvaro Uribe, se proyectan a la defensa de la estructura latifundaria de la tierra y el oportunismo electoral.

En el debate agrario confluyen viejos problemas como la concentración y subutilización de la tierra con problemas más recientes como el desmantelamiento institucional del sector, el copamiento del mercado interno por parte de las transnacionales, la erosión de la economía campesina, el elevado costo de los insumos agrícolas, la pérdida de la soberanía alimentaria y el despojo territorial propiciado por el modelo extractivista. Las soluciones a estos diversos problemas reclama la modificación de las estructuras sociales y económicas vigentes en el campo. Sin embargo, lo que se viene produciendo por parte gobierno, es el fortalecimiento de las líneas maestras de la política agraria neoliberal.

La reafirmación de dicha política se ha visto explicitada recientemente a través de varias acciones gubernamentales como la aprobación de un sustantivo recorte presupuestal para la cartera de agricultura en el año 2014, la negativa al reconocimiento de la zona de reserva campesina del Catatumbo, la represión ejercida sobre la protesta agraria y popular, la caprichosa defensa de los TLC, la celebración de un pacto agrario excluyente, el nombramiento del gerente de Indupalma Rubén Darío Lizarralde como nuevo ministro de agricultura, la persistencia gubernamental en tramitar la legalización del despojo de tierras, la renuncia de altos funcionarios del Incoder comprometidos con el proceso de restitución de tierras y el empuje de la locomotora minera sobre los territorios. Es decir, el gobierno ha respondido al movimiento de protesta acentuando el desenvolvimiento de su política. En las líneas siguientes se comentarán tres aspectos que resultan cruciales en la discusión agraria, son ellos los TLC, el presupuesto para el sector agrario y la política de tierras.

La necesidad de frenar los TLC

Uno de los temas centrales del pulso agrario en curso es la revisión y renegociación de los TLC. La pauperización que enfrentan campesinos y pequeños y medianos productores agrarios es el resultado de una prolongada política de apertura comercial, la cual se intensificará con la avance de los TLC.

La consecuencia inmediata de los TLC, y en particular el suscrito con Estados Unidos, no puede ser otra que la destrucción de la magra producción campesina y agroindustrial. El PIB estadounidense es 122 veces más grande que el colombiano, el PIB agropecuario es 15 veces mayor, la superficie cultivada es mayor 26 veces, la capacidad exportadora es 20 veces mayor, y algo similar acontece en materia tecnológica. A esto hay que agregar la colosal dimensión de los subsidios y apoyos que recibe la agroindustria norteamericana. Las abismales diferencias entre una economía y otra hacen prever que la precaria economía colombiana será engullida por las transnacionales gringas. En estos términos, la suscripción del TLC es una declaración de guerra contra el campesinado e incluso contra la agroindustria local[1].

El avance de la globalización neoliberal ha acentuado la disolución del campesinado reduciendo sustancialmente sus posibilidades de existencia y convirtiéndolo en proletariado precarizado o ejercito de reserva. Una política orientada a la defensa de su existencia implica necesariamente la denuncia de los Tratados de Libre Comercio. En el marco de la liberalización comercial las posibilidades productivas para el campesinado y los pequeños y medianos productores agrarios son extremadamente limitadas. Dicho contexto provee las condiciones para que las luchas agrarias se conviertan en el pan de cada día, con la particularidad que la dispersión sectorial y regional tenderá necesariamente a unificarse en vistas a poner fin con todo aquello que es contrario a sus intereses.

El presupuesto para el sector agrario y la búsqueda de la paz

El recorte del presupuesto para el sector agrario en cerca de un 40% y su magnitud de menos de un billón de pesos para el año 2014, contrasta fatídicamente con la destinación de 44 billones para el pago de los servicios de la deuda pública y cerca de 30 billones para el sector defensa, contradice también el discurso sobre el amparo de los derechos de los desplazados, las víctimas y la búsqueda de la paz. ¿Será posible la paz en el campo cuando el presupuesto para la guerra es 30 veces mayor que el destinado a la agricultura? A menos que se piense en una paz de los sepulcros la respuesta es no.

La distribución presupuestal del gasto público ilustra fehacientemente cuáles son las pretensiones y propósitos fundamentales del gobierno. Siendo congruente con la idea de sentar las bases para “una paz estable y duradera”, el gobierno tendría que situar el gasto social como prioridad fundamental de su gestión. Lo que sugiere el mantenimiento del diseño presupuestal vigente a lo largo de muchas décadas es una profunda inconsistencia entre los dichos y los hechos: se habla de paz, pero sólo hay recursos para la guerra. La paz no se construye con retórica ni puede convertirse en una bandera electoral, la paz es un reclamo generalizado de la sociedad que requiere una concreción efectiva mediante la disposición de los recursos que demanda la solución de los numerosos problemas sociales del país.

Sin recursos para financiar los gastos del sector agrario es imposible consolidar sus instituciones, financiar las obras que el campo requiere, garantizar créditos a la producción, brindar asistencia técnica, e invertir en investigación, en fin, sin recursos acordes a la dimensión de los problemas rurales es imposible desarrollar una política agraria coherente con el deseo abrir el camino hacia la paz.

La tierra pal que la trabaja

La decisión gubernamental de defender los intereses de los despojadores y acaparadores de baldíos en la Orinoquía es muy significativa sobre la concepción prevaleciente en materia de tierras. En momentos que el campesinado reclama el acceso a tierras, aquellas que legalmente les pertenecen son tituladas a empresas que ofician, la mayor parte de las veces, como rentistas y especuladores de la tierra. Mientras el latifundismo dicte su ley y sus intereses sean tan celosamente cuidados es inconcebible que el país transite hacia la paz. Todas las investigaciones y estudios sobre la estructura de tenencia de la tierra en Colombia coinciden en confirmar que la tierra está concentrada y se encuentra subutilizada, sin embargo, la acción gubernamental se muestra pusilánime a la hora de corregir las injustas condiciones prevalecientes en esta materia.

Las recientes denuncias de parlamentarios del Polo Democrático Alternativo (PDA) sobre el acaparamiento de baldíos dan cuenta que las aristócratas familias terratenientes prosiguen imponiendo sus intereses, contando para ello con notable presencia en el gabinete gubernamental. ¿Qué modificación de la estructura latifundaria puede esperarse cuando el gabinete ministerial está compuesto por terratenientes y rentistas de la tierra?

La exigencia de tierra para quien la trabaja sigue estando vigente, aunque acompañada de formas de empoderamiento político que le permitan al campesinado y a los trabajadores del campo resistir las agresiones de los grandes poderes monopólicos y del rancio latifundismo local.

El camino de la movilización

Las grandes movilizaciones populares producidas en agosto y septiembre lograron sentar al ejecutivo en diversas mesas de diálogo y negociación con alcance sectorial, regional y nacional queda por verse hasta dónde y qué está dispuesto a conceder el gobierno.

El paro agrario demostró que el campesinado sigue siendo un actor social con una considerable capacidad de movilización e incidencia política, al punto de constituirse en el pivote articulador de la protesta popular en Colombia. La fortaleza que alcanzó la movilización fue el resultado de varios factores: el descreimiento acumulado por el campesinado ante el incumplimiento de acuerdos pretéritos, la solidaridad concitada por la brutal violencia ejercida por los aparatos represivos, la indignación generalizada ante la abstrusa episteme presidencial negadora del conflicto y sobre todo de las legítimas aspiraciones del campesinado por llevar una vida digna en condiciones de justicia social.

Uno de los logros más importantes del movimiento fue el de desnudar la política y la estrategia gubernamental, de modo que un gobierno que inició su mandato manifestando que su prioridad era resarcir a las víctimas del conflicto armado se apresta a finalizarlo teniendo como único soporte la fuerza de las armas. Esto fue lo que quedó ratificado con la orden dada por el presidente Santos de militarizar las calles y carreteras el 30 de agosto, y es lo que se proyecta con la aprobación de nuevos decretos dirigidos a legalizar el uso arbitrario de la fuerza contra la protesta social. Un Estado dedicado a hacer la guerra durante décadas, no dispone más que de la fuerza bruta para imponerla a quienes reclaman el cumplimiento de derechos o expresan su inconformismo.

En las determinaciones políticas del gobierno sobre la problemática agraria se está dirimiendo en gran medida la disyuntiva entre la guerra y la paz, los movimientos campesinos, agrarios y populares ya expresaron su opción por la paz, ahora le toca al gobierno.

* Publicado en la Revista Izquierda No.38 de Octubre de 2013.

[1] Para ampliar sobre las graves consecuencias que sobrevendrían para la agricultura colombiana con la firma del tratado se puede consultar el texto: Impactos del TLC con Estados Unidos sobre la economía campesina colombiana, elaborado por Luis Garay y otros autores, ILSA Bogotá 2009.