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¡Y vuelve la burra al trigo!
Alfredo Valdivieso / Domingo 19 de enero de 2014
 

En el programa ‘Hora 20’ de Caracol, el pasado jueves 16 en la noche, y en el marco del debate sobre el proceso de paz que se vislumbra, producto de las conversaciones en La Habana, fue invitado como opinador el senador Jorge E. Robledo del PDA, quien al cuestionar de manera acerva la conversación que destacados voceros de la izquierda tuvieron con el presidente Santos, reiteró, palabras más palabras menos, que los asuntos de la paz, aunque los respaldan, no son su preocupación, porque ellos “jamás han declarado la guerra”.

Es la vieja monserga de los compañeros del Moir; ahora transliterada al Polo. Según esa tesis –rebatida hasta la saciedad por la historia colombiana– existe una suerte de sicópatas-guerreristas que le declararon la guerra al Estado. ‘Olvidan’ que Colombia ha tenido unas de las clases dominantes más violentas, excluyentes y criminales de todo el continente; y que recién inaugurada la república, producto de las luchas de independencia frente a la corona española, y tras la disolución de Colombia, la Grande, esa alianza de clases en el poder desató la más cruda persecución política, económica y social contra quienes se oponían al modo de gobernar.

Sin ahondar mucho es que lo que sucedió en 1851 cuando los terratenientes godos, encabezados por el pomposamente llamado ‘poeta-soldado’ Julio Arboleda y otros representantes de su clase se alzaron en guerra civil para revocar la ley de libertad definitiva de los esclavos, conculcada 30 años desde cuando se instaurara la ‘libertad de vientres’ en la Constitución de Cúcuta. Y es que además, y para baldón de los pobres, los desposeídos y los marginados se siguieron “juicios” como el que culminó en el fusilamiento de José Raimundo Russi, “abogado de pobres”, para cobrarle la denodada lucha de las Sociedades Democráticas por la libertad de los esclavos y contra el librecambismo. ¿El pueblo declaró la guerra?

A los compañeros que “no han declarado la guerra al Estado” se les olvida fácilmente otro episodio que demuestra cómo fueron las clases dominantes las que continuaron una guerra contra el pueblo, en los sucesos de la República Artesana. (Valdría que releyeran a Eduardo Lemaitre y a José María Samper). Y nos haríamos largos al señalar las agresiones de comienzos del siglo XX (1910, 1919, 1926, 1928, etcétera).

Desde luego que pude alegarse que los sucesos del medio siglo XIX e inicios del XX no tienen concatenación alguna con la actualidad. Pero es lo mismo que alegan para desconocer que en los años 30, cuando las ligas campesinas, aplicando la ley 200, inician la recuperación de tierras, desde el Estado, acompañado de hordas armadas por los terratenientes, se inicia una amplia agresión en las zonas agrarias, con énfasis en Viotá y el Tequendama. Es lo mismo que desconocer que en 1948, días antes del asesinato de Gaitán, desde el Gobierno se impuso una política de terrorismo de Estado con la consigna del ministro de Gobierno, Montalvo, de “a sangre y fuego”. No ver en esos hechos, en los sucesos del crimen de J. E. Gaitán, en la persecución sistemática; y la respuesta para defender la vida que era lo único que quedaba, es simplemente avalar el argumento de que unos grupos desadaptados y de mente criminal han hecho de la violencia un modus vivendi.

Quienes arguyen la “declaratoria de guerra contra el Estado” no lo hacen de forma cándida, sino como una muestra de su sectarismo, en una especie de solipsismo. Olvidan fácilmente que después del magnicidio de Gaitán, en la desaforada violencia contra los ‘nueveabrileños’ se asolaron los campos y pequeños poblados con bandas de chulavitas y pájaros, en lo que fue el inicio de una política de Estado que se mantiene hasta hoy. El periódico El Relator de Cali (a donde llegaron miles de perseguidos, acosados, desplazados, a fines de los años 40 del siglo XX) relataba: “Se busca un oscuro chantaje, un negocio turbio y miserable: hostigar a alguien hasta que tenga que emigrar y dejarles a los aprovechados el negocio de toda una vida de luchas y de afanes. En esta clase de compraventas desesperadas entran casas, fincas, todo cuanto constituye el patrimonio del hombre de trabajo”. Desde luego y como respuesta a semejantes crímenes, persecución y despojo, unos varios miles de campesinos y moradores de pequeños poblados debieron defender sus vidas de la única forma posible.

Reclamándose antiimperialistas no dicen nada acerca de las recomendaciones del general yanqui Yarborough de crear grupos paramilitares para “enfrentar la expansión comunista”. ‘Ignoran’ una cadena de acontecimientos que han provocado el accionar actual de las guerrillas. El asedio, persecución, despojo y asesinato de hombres que en aras de la paz habían abandonado la lucha armada, y que como Jacobo Prías Alape, ‘Charro Negro’, fueron asesinados con la complicidad estatal, mientras trataban de adelantar sus vidas y labores pacíficamente. Eso sin hablar ya de la suerte de Guadalupe Salcedo y de otros muchos exguerilleros liberales que abandonaron la lucha confiados en las promesas. (Les recomiendo a los que “no han declarado la guerra”, escuchar la entrevista al comandante ‘Quinto’, del ejército guerrillero liberal de los Llanos, del pasado 4 de octubre de 2013, cuando se cumplieron 60 años de la desmovilización y desarme de esos miles de campesinos, para que en la voz de un labriego perseguido escuchen cómo fue el alzamiento, qué recibieron en las desmovilizaciones y cuál fue la suerte que corrieron la mayoría de líderes de los reingresados a la vida política y social normal: un tiro en la nuca).

‘Olvidan’ que incluso ‘Tirofijo’, desmovilizado, desarmado, dedicado a labores pacíficas, fue inspector de carreteras al servicio del Estado, y de allí con el crimen de ‘Charro Negro’ y de otros muchos más de sus compañeros, debió salir a enmontarse en lo que luego llamó, un finado famoso, “repúblicas independientes”.

En Colombia las luchas guerrilleras no inician, como en la mayor parte de América Latina, bajo el influjo de la Revolución Cubana, sino que mucho antes el campesinado para defenderse tuvo que alzarse. “Un pueblo desarmado y sin jefes no puede iniciar la guerra, lo conducen sus propios enemigos a ella”, señala uno de sus partícipes, Eduardo Franco Isaza, en su famoso libro ‘Las guerrillas del Llano’. El único que en ese período, y por influjo de la revolución de los barbudos, “declaró la guerra al Estado”, fue Antonio Larrota, fundador del MOEC (del que derivó el Moir) y asesinado por ‘Aguililla’, con complacencia del ejército en Tacueyó. Lo otro son fábulas; mal contadas además, que vuelven amnésicos parciales a varios cuadros moiristas actuales que conocieron bien el proceso.

El maestro Carlos Gaviria (verdadero líder moral del PDA) lanzó la consigna de “sin sectarismos, pero sin ambigüedades”, que al parecer no es de buen recibo por sectarios que además son ambiguos en el tema de la solución política al conflicto. Desde luego que es entendible que la ambigüedad (¿o veleidad?) se dé en situaciones como las actuales en que, verbigracia, la mezquindad frente a la postura de la defensa de lo público, de la soberanía popular, de la paz, han sido notorias para no dar el realce a una persona que les disputa el protagonismo y se convierte en líder, al menos en la coyuntura, desplazando a jefes de papel. Y lo propio pasa cuando los gerifaltes de una agrupación que se reclama “la única de oposición” ve menguados sus afanes protagónicos, que rayan en egolatría.

Los burros son unos animales que a diferencia de muchos otros solo tienen instinto, pero no aprenden ni de la experiencia corta. Por más que el labrador, preocupado por los destrozos, les dé de palos para evitar que entren en las sementeras a joder todo, de inmediato vuelven al trigo. Son solípedos y así seguirán.

Seguramente muchos de nuestros onagros políticos mantendrán su conducta. ¡Y otra vez vuelve la burra al trigo!