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Debate
Ser de izquierdas y la segunda vuelta electoral. Reflexiones desde la teoría política
Lo que se decida el 15 de junio tiene consecuencias morales en términos de las vidas que están en juego ante una prolongación indefinida del conflicto, pero también en el sentido del compromiso que cualquier persona de izquierdas tiene con la suerte de la propia izquierda colombiana como fuerza política en los próximos años
Julio Quiñones Páez / Jueves 5 de junio de 2014
 

María Fernanda Cabal, parlamentaria electa del Centro Democrático y esposa del presidente de Fedegan, quien hace varias semanas había exteriorizado su confianza en que el alma del finado García Márquez iría al infierno por cuenta de su amistad con Fidel Castro, expresó en días pasados sus agradecimientos a nuestro señor Jesucristo por haberle dado el triunfo al candidato de su partido en la primera vuelta electoral, hecho que interpretó como un “no pasarán” esgrimido para enfrentar el avance del “comunismo ateo” en Colombia. En condiciones normales, manifestaciones como estas harían las delicias de cualquier persona con una mediana cultura política y buen sentido del humor; sin embargo, y dados los ribetes brutales propios de la historia del conflicto armado colombiano, todo aquel que esté mínimamente familiarizado con la teoría política no puede dejar de ver en las opiniones de Cabal otra cosa que una intuitiva concepción schmittiana de la política, según la cual los que piensan en contravía suya representan esa diferencia ontológica propia de enemigos antes que de adversarios, con lo cual es el escenario militar y no el del debate público el que queda abierto.

Así las cosas, y desde una óptica de izquierdas, votar por Santos en la segunda vuelta para oponerse a este tipo de primarias expresiones de fascismo criollo debería considerarse a lo sumo como un pecadillo venial. En efecto y al fin de cuentas, Santos es un liberal (tanto en lo económico como en lo político), es decir, alguien con quien se puede discutir y convivir y quien, además, trae consigo el nada despreciable “bono extra” de defender las conversaciones de paz de La Habana como la política pública estrella de su cuatrenio. Sin embargo, no parece ser esa la reacción de diversos sectores de la izquierda colombiana quienes anatematizan como una traición a los principios semejante posibilidad. ¿Tienen razón quienes defienden esta postura? ¿Es inmoral, como se nos advierte, que alguien de izquierdas vote por un presidente cuyo gobierno ha estado guiado por el neoliberalismo? ¿Es una apostasía o, a lo menos, un ensuciarse las manos?

Uno de los mejores abordajes del problema de las relaciones entre ética y política ––que es lo que en últimas está a la base en este caso–– es el realizado por el filósofo español José Luis Aranguren, quien concibió cuatro formas de entrecruzamiento entre ellas: de una parte, aquellas posturas que, como el realismo político (pragmatismo puro y duro) y “la repulsa de la política” (el típico moralismo antipolítico tan caro a la izquierda anarquista), consideran imposible su combinación y ni siquiera lo intentan; de la otra, los enfoques que no aceptan renunciar a ninguna de las dos y se esfuerzan por emprender la lucha en pro de su composición: en un caso, lo que Aranguren llama “lo ético en la política vivido como imposibilidad trágica”, en el que si bien la apuesta por alcanzar la convivencia entre ellas se exige y se asume, a priori se le concibe como inviable. En el otro y por último, la perspectiva en la que la empresa aparece como constitutivamente problemática pero no imposible y, por eso, según el autor, es “vivida dramáticamente”: es la moralidad de un acto entendida como construcción, como proceso arduo y no como un vislumbrar la conducta moral en términos ya de una virtud o ya de una mácula acabadas y definitivas.

Aranguren aclara muchísimo el panorama, pero no llega a conectar su tipología con una teoría de la acción política. No obstante, resulta evidente que las posibilidades de resolver el problema que nos ocupa pasan por la adopción del modelo de la tensión “dramática” entre ética y política. Para nuestro autor, el enfoque procesual que este último trae consigo implica partir de la base de que “si la vida moral es drama y no están repartidos de antemano los destinos, tampoco lo están los papeles: no están los buenos a un lado y los malos al otro, sino que unos y otros se van haciendo tales ––pero sin serlo nunca enteramente–– en la peripecia de la vida"1. En otras palabras, eso significa que votar por Santos no es de plano moral o inmoral para alguien de izquierdas, pero otro tanto sucede con la actitud de abstención (pues el no tomar partido tiene consecuencias respecto de las cuales se derivan responsabilidades), con lo cual la tensión debe resolverse a la luz de la “la peripecia de la vida”, concepto este que en sentido político equivale, ni más ni menos, al de coyuntura álgida.

En tales condiciones, el interrogante fundamental es: ¿qué es lo que está en juego en la coyuntura presente? La suerte de las conversaciones de paz de La Habana, se nos ha dicho y, sin duda, es cierto y es bastante. Pero, en el fondo y afinando del análisis político, la cuestión es que el éxito de dichas conversaciones depende de la definición acerca de qué sector social va a tener un sus manos la conducción del Estado durante los próximos años: si “los señores del capital” o los “señores de la tierra”, como los llamaba Marx, en el entendido de que una porción significativa de los primeros defienden la solución negociada del conflicto armado colombiano y son el sector hegemónico en la campaña Santos; y que una porción significativa de los segundos, aglutinados mayoritariamente en las filas del uribismo y ejerciendo el papel dirigencial allí, se oponen a ella. Esto desde luego nos ofrece una lectura mucho más colorida del dilema moral que se le presenta a la izquierda colombiana: la realidad viene a colocarla ante la triste disyuntiva de tener que apostar por alguna de las mencionadas fracciones de la clase dominante de cara a los temas del gobierno, bien sea por la vía de votar o de observar desde la barrera.

Por supuesto, no resultan infrecuentes en la historia los casos en los que, debido a su debilidad, los dominados se han visto situados ante ese tipo de encrucijadas. En 1849, por ejemplo, cuando influido por la estallido revolucionario francés del año anterior se inicia el levantamiento nacionalista en Alemania, Marx llama al apenas balbuceante proletariado de ese país a unirse a la burguesía en contra de las capas nobles y terratenientes. Después, a principios de la década del 60, mantiene todavía la misma posición al punto de descalificar a Lassalle por su intento de alianza con éstas en contra de la burguesía. En esa misma línea, en 1876, en el discurso que pronuncia en La Haya tras la clausura del último congreso europeo de la Internacional, defiende que la democracia burguesa es más propicia para la actividad política del proletariado que los regímenes autocráticos. El análisis de Marx en ese período era simple: el desarrollo tanto socioeconómico como político del proletariado dependía de la derrota de los sectores más atrasados de la clase dominante y del establecimiento de un orden de libertades públicas.

Es claro que las condiciones actuales de Colombia son muy diferentes de las citadas en todos los sentidos y, en especial, en lo relativo a la composición de las clases subalternas y a su nivel de desarrollo; pero lo que sí es cierto es que la suerte de la izquierda colombiana, sus posibilidades de fortalecimiento futuro, dependen del logro de la paz y de que se establezca un régimen de garantías para la lucha social. Mas alcanzar la paz es cosa estrechamente relacionada con la resolución del conflicto agrario y con que de una vez por todas se le reconozca un lugar en el campo colombiano a la economía campesina. La pregunta es hasta qué punto, de llegar a la conducción del Estado las capas hacendatarias (entendiendo por tales esa amalgama difusa entre terratenientes tradicionales y narcoterrateniencia emergente), es ello posible. Es más que plausible pensar que incluso los tibios puntos acordados en La Habana en materia agrícola (restitución de tierras, tributación de la gran propiedad inmobiliaria rural, impulso a las zonas de reserva campesina, entre otros) se verían bloqueados. Y eso para no hablar de lo que supondría un gobierno de la extrema derecha en materia de libertades públicas: aún está muy fresco el recuerdo del estilo inescrupuloso y promotor del odio, el clima mafioso y corrupto, la desinstitucionalización, la estigmatización de la oposición, las escuchas ilegales, los asesinatos extrajudiciales de jóvenes de las clases populares y, en general, el desatamiento del paramilitarismo que trajo consigo el gobierno de Uribe Vélez. Como dijera por estos días Aída Avella: “si llegan al poder los que nos mataron será muy difícil”…

En ese orden de ideas, lo que se decida el 15 de junio tiene consecuencias morales en términos de las vidas que están en juego ante una prolongación indefinida del conflicto, pero también en el sentido del compromiso que cualquier persona de izquierdas tiene con la suerte de la propia izquierda colombiana como fuerza política en los próximos años (décadas, quizá: ¿acaso es equívoca la presunción de que Medvédev-Zuluaga haría las reformas necesarias para el retorno de Putin-Uribe al gobierno y asegurar así una prolongada hegemonía política de los sectores más oscuros y atrasados de la clase dirigente?). En consecuencia y siempre según el modelo dramático de comprensión de las relaciones entre ética y política propuesto por Aranguren, para alguien de izquierdas ni tiende a ser tan necesariamente inmoral votar por Santos ni tiende a ser tan necesariamente moral no hacer nada para impedir el triunfo de la lumpenterrateniencia.

Notas:

1. Aranguren, José Luis (1968), Etica y política, Madrid, Ediciones Guadarrama, p. 104