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Debate
El viaje a lo desconocido: la paz
Fernando Dorado / Lunes 11 de agosto de 2014
 

Colombia – como conjunto social – nunca ha asumido con pasión sostenida la tarea de conquistar la Paz. Los 10 millones de votos de 1997 han sido lo máximo alcanzado. El mérito de Juan Manuel Santos es intentarlo de nuevo después de un período de relativo debilitamiento de la guerrilla. Belisario Betancurt impulsó un débil proceso en 1982, en un instante en que la derecha latifundista era hegemónica en todo. Los demás intentos han sido parciales y limitados. Han sido desmovilizaciones de grupos insurgentes sin conseguir efectos transformadores en la sociedad.

La trampa guerrerista es resultado de condiciones históricas especiales. Colombia es un caso particular en América y el mundo. Su situación geográfica, la forma como se pobló, la enorme diversidad territorial y étnica, la ausencia de un poder centralizado, sus inmensas riquezas estratégicas, la extrema debilidad de la burguesía, la falta de identidad nacional, las agudas contradicciones sociales, económicas y culturales acumuladas en el tiempo, son terreno propicio para la existencia – desde siempre – de toda clase de violencias.

La situación geográfica privilegiada y la exuberancia de riquezas estratégicas la convierten en un botín de guerra para los imperios. La colonización española se encontró con la existencia de un pequeño imperio muisca rodeado de múltiples pueblos indios autónomos que poblaban inmensos territorios. En gran medida esa colonización nunca terminó. La resistencia campesina armada es sólo una prolongación de la resistencia ancestral indígena en manos de mestizos desheredados. Los acumulados históricos siguen vivos y sin resolver. Son bombas de tiempo.

El escaso desarrollo del capitalismo – que no podía ser de otra manera dada la dependencia del imperio – mantuvo y fortaleció un gran poder terrateniente, clerical y atrasado, que se convirtió en un lastre para la Nación. La burguesía no pudo ni quiso construir identidad de Patria. Los poderes regionales de elites latifundistas han sido un obstáculo para la unidad nacional. Ese objetivo sólo podrá ser conseguido por los pueblos y los trabajadores como está sucediendo en muchos países de América Latina.

En ese sentido se puede afirmar que Colombia nunca ha hecho el viaje de su vida para encontrarse consigo misma. El imperio logró instrumentalizar el conflicto a su favor. La degradación de la guerra fue su herramienta. Al no haber unidad nacional, cada quien sueña por su lado. Los terratenientes han usado la guerra para dominar a la fuerza. La cobarde burguesía siempre se ha plegado. Las capas medias y trabajadores urbanos, todos de origen campesino, se desentienden del problema una vez salen de la zona rural. Y el pueblo en general se ha acostumbrado a la guerra, la ha asimilado a su vida cotidiana como una especie de “karma” negativo adherido a su código genético. Hemos vivido en guerra y de la guerra.

Hoy tenemos ante nosotros un proceso de Paz que muestra avances importantes en relación a los anteriores. Sin embargo, no hay ninguna garantía de éxito. El gobierno representa intereses de una burguesía transnacionalizada que enfrenta tímidamente el poder latifundista pero no es capaz de derrotar plenamente ese pasado que se adhiere a nuestra piel. Por el contrario, cede en los momentos culminantes y lo fortalece con su vacilación.

Hemos llegado a una verdadera encrucijada de nuestra historia. Ya existe el sujeto social y político que puede hacer ese viaje hacia lo desconocido. No son las víctimas – ni las de un lado ni del otro – los que pueden protagonizar ese viaje con éxito. Sus sentimientos están vivos y todavía quieren venganza, alentados por las fuerzas políticas que quieren utilizar las circunstancias. Tampoco es la burguesía la que puede encabezar ese viaje. Es demasiado temerosa y no es capaz de arriesgar nada. Para ella todos son cálculos económicos. Los terratenientes menos. Ellos nunca han soñado, están incapacitados para hacerlo. El apego al pasado les impide hacerlo.

El sujeto social es el que hemos denominado la vanguardia del “movimiento democrático”. Son tres millones de personas que vienen votando en forma independiente y autónoma por fuerzas alternativas, progresistas, liberales demócratas y de izquierda. La gran mayoría exigen cambios estructurales en nuestra sociedad pero también rechazan el comportamiento violento de las FARC. De muchas maneras son víctimas del conflicto armado pero psicológicamente ya están preparados para el perdón y la reconciliación.

Sin embargo, para poder hacerlo el movimiento democrático necesita una dirigencia moral y política que asuma ese viaje sin cálculos oportunistas. Que se alimente del dolor acumulado no para cobrar cuentas sino para avizorar el futuro. Que esté decidida a perdonar de verdad. Que sea capaz de desarmar el espíritu de los guerreristas con inocencia consciente, que no es ingenuidad. Que consiga derrotar el escepticismo en nuestras propias filas que se expresa en un enconchamiento que no permite romper la trampa ideológica que ha armado el uribismo con odio y venganza.

Esa dirigencia tiene que estar distanciada ideológicamente de la guerrilla y del gobierno. No puede justificar ningún tipo de violencia así entienda las causas diferentes y complejas que las originaron. Debe superar la utilización oportunista y electoral de la Paz, como ya lo empezó a hacer en la 2ª vuelta presidencial, donde el movimiento democrático fue superior moralmente a las fuerzas santistas y uribistas, dando una lección de verdadero compromiso nacional. Lo único que falta es consolidar esa gran fuerza, esa gran coalición, que no puede ser sólo de izquierda, que debe involucrar a todas las fuerzas que se juegan por la Paz.

Si se asume así, como el gran viaje en el que Colombia se encuentra con sus esencias, con sus fortalezas y debilidades, en el que se va despojando de las taras y falencias históricas, en el que va identificando sus fortalezas y potencialidades, en el que va unificando de verdad a la población no sólo alrededor de la reconciliación sino de los cambios estructurales que requiere el país, no será el triunfo de un sector contra otro, sino el de la sociedad colombiana contra grupos minoritarios y egoístas que viven de la guerra y para ella. De ambos bandos.

Santos no sueña, sólo calcula. La gran coalición democrática por la paz debe y puede empujar y obligar a Santos y a la guerrilla a firmar la terminación del conflicto. Ese hecho desencadenará las más increíbles energías del movimiento democrático que es lo que temen las clases dominantes. Ellos quieren un proceso de paz controlado, medido, sin pueblo y burocrático. Los dirigentes que necesitamos deben pensar en décadas no en períodos presidenciales. Esa nueva dirigencia está allí, incubada en muchas fuerzas sociales y políticas. Les ha llegado su turno. No pueden ser inferiores a él. Deben liderar ese viaje a lo desconocido: la Paz.