Colección “Colombia en camino hacia la libertad y la paz”
Capítulo 2: El delito político en Colombia
/ Viernes 29 de agosto de 2014
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“La libertad es un derecho que tiene todo hombre a ser honrado, a pensar y a hablar sin hipocresía. Un hombre que obedece un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas y permite que pisen el país en que nació los hombres que lo maltratan, no es un hombre honrado.”
José Martí
En medio de la aguda crisis carcelaria y judicial que vive el país, invisibilizados por los grandes medios y negados por el establecimiento, sometidos a diversas formas de restricción de nuestra libertad, existimos en Colombia cerca de 11 mil procesados políticos que requerimos nuestro reconocimiento como tal, y como víctimas de este conflicto social armado, que debemos tener viva voz en la construcción de una paz estable, duradera y democrática.
Desde las más diversas latitudes llegan gritos de solidaridad, que paradójicamente no son reconocidos en nuestro país. Verdad catedralicia es la existencia de este ingente número de colombianos y colombianas privados de varios de sus derechos por su lucha política contra este régimen antidemocrático; más de 11 mil almas que anhelamos poder participar decididamente en la construcción de una solución política a este conflicto del que hemos sido víctimas, justo cuando ahora se abre esa discusión en la Mesa de Diálogos de La Habana. Nuestro compromiso es seguir denunciando esta situación y buscar las soluciones de fondo a este drama humano generado por el conflicto, salida que no puede ser otra que la terminación de la confrontación armada y la expiración de toda le legislación de guerra engendrada por ésta.
Tradición internacional del delito político
La rebelión es tan antigua como la lucha de clases y la respuesta vesánica de parte de los poderosos igual de inveterada. La tradición en los estados absolutistas fue tratar la sublevación contra los poderes establecidos como crimen de “lesae majestatis” y de igual forma castigarla con la máxima severidad, situación que empieza a virar con las revoluciones burguesas, la emergencia del estado liberal y el reconocimiento por parte de éste del delito político.
El delito político se instaura en la tradición liberal democrática no meramente mediante la tipificación punitiva de la “rebelión”, sino caracterizando ésta como delito complejo y de tratamiento atenuado en términos penales, partiendo de reconocer un fin altruista en los levantamientos armados de orden revolucionario, en oposición al crimen cometido por motivaciones estrictamente egoístas. No fue una invocación de clemencia de los detenidos políticos sino un reconocimiento estatal por el cariz que inspiraba la violación del orden legal: se criminaliza la rebelión, pero se le da un tratamiento especial acorde a su origen político. Se trataba de la obvia penalización dentro de cualquier estado del levantamiento armado en su contra para la instauración de un nuevo orden, diferente a la represión jurídica de las libertades civiles y derechos ciudadanos, que los regímenes democráticos irían eliminando.
El mismísimo rey burgués Luis Felipe de Orleans lo consagra así al expedir el Código Penal francés de 1832 que separa delitos políticos de delitos comunes, amparando un trato diferenciado y de mayor benignidad para los alzados en armas contra el Estado, sin que esto significase obviamente un asentimiento del monarca o de la institucionalidad con la lucha de los insurrectos. A posteridad las múltiples escuelas criminológicas así reconocen al delito político, cuya definición no obstante siempre será polémica y variante acorde a los debates ideológicos-jurídicos que se condensan en los diferenciados ordenamientos constitucionales de cada Estado. A pesar de esta multiplicidad de miradas, se partirá siempre de la existencia del delito político y su negación solo es propia de regímenes autoritarios y de las Banana´s Republiks. Lamentablemente Colombia tiene mucho de las dos, como mostraremos ulteriormente.
El fundador de la escuela clásica del derecho penal Francesco Carrara afirmará que el “delincuente político” no es siquiera un delincuente y que si triunfa no será criminal sino gobernante. El criminólogo italiano Enrico Ferri cataloga el delito político como delito evolutivo, en contraste con la delincuencia atávica que expresa la criminalidad común. La mayoría de lecturas no circunscriben el delito político al bien jurídico lesionado, sino que extienden su comprensión al móvil de la acción –el cambio de gobierno-, logrando enmarcar dentro de la criminalidad política una amplia gama de delitos y conexidades, que sin este contexto serían entendidos como crímenes comunes.
En la instauración de esta figura especial del delito político juega papel central la irrupción y el ascenso constante de rebeldes en todo el mundo que logran romper el orden constitucional contra el que se levantaron. De fondo está también la concepción del derecho a la rebelión como legítimo, planteado por la teoría política desde Santo Tomás hasta Hessel, de Locke a Marx, quedando consagrado incluso en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y en la Declaración de los Derechos de los Pueblos de Argel en 1976. En Nuestra América la justificación de la rebelión será plasmada por la praxis política y sus correspondientes elaboraciones, desde la célebre sentencia de Túpac Amaru II [1] a la emblemática defensa en juicio del joven Fidel Castro “La historia me absolverá”, pasando por el pensamiento emancipatorio que acompañarán la gesta independentista de Bolívar a Martí.
Así pues, que el presente debate que aúpan los teóricos neoconservadores amamantados por la OTAN y el falangismo criollo, por eliminar de facto el delito político difuminándolo en la maniquea “lucha contra el terrorismo”, no tiene mayor soporte jurídico, histórico o conceptual, sino la abyecta pretensión de echar atrás la rueda del historia y de las conquistas democráticas casi 200 años. Para estos áulicos del unipolarismo, que creen que dados los cambios post Guerra Fría pueden barrer de tajo el acervo jurídico y político de la humanidad según los dictámenes del Pentágono, habrá que informarles de la actual transformación de la geopolítica global que avanza hacia un mundo multipolar, de tensiones imperiales, decadencia de la hegemonía norteamericana y gestación de nuevos paradigmas. En términos de derecho internacional, muy lejos estamos por fortuna de ese Leviatán universal que añora esta derecha maquillada, fantasma con el que pretenden amenazar la autodeterminación de los pueblos y la soberanía jurídica de las naciones para imponer su plana visión de mundo entre “gente de bien” y “terroristas”, negando no solo el delito político sino la misma libertad. Nada más elocuente para quienes invocan esta supuestamente inexorable normatividad transnacional, que a ella no se acogen ni los EEUU ni otras grandes potencias. Lo que existe es un sanedrín internacional desde los grandes emporios mediáticos y centros de poder político global para imponernos una matriz de opinión acorde a los valores y juicios favorables a los intereses imperiales, pero que jamás podrá estar por encima de bien supremo de la paz y la concordia de los pueblos.
Estas pretensiones políticas por negar el delito político a nivel mundial, disfrazadas con fraseología jurídica, y pregonadas por todo el aparato de propaganda imperialista, no pueden sino partir de una presentación a-histórica de la realidad, que no es nada distinto al temor de confrontar la historia. El establecimiento del delito político como baluarte de los estados liberales democráticos de derecho, se da con el trasfondo de la ascendente lucha política de los dos últimos siglos y la conformación de las mismas democracias contemporáneas. Pretenden hacernos olvidar ya no digamos la gestación de los actuales estados –y sus ordenamientos jurídicos- a través de conflictos, revoluciones y contra-revoluciones, sino que sin ir muy lejos quieren eclipsar que las mazmorras latinoamericanas se han convertido en la antesala del poder de este siglo XXI y que independientemente de cualquier valoración, los otrora presos políticos han gobernado en Cuba, Venezuela, Bolivia, Uruguay y Brasil, mientras antiguos rebeldes ostentan hoy la banda presidencial en El Salvador y Nicaragua, si bien todos en condiciones muy disimiles teniendo en común este rasgo bastante expresivo de la pertinencia y vigencia del cardinal e inclusivo concepto del delito político para las auténticas aperturas democráticas.
Las contradicciones del delito político en Colombia
El régimen político colombiano posee la particularidad de mantener de facto la más violenta dominación de clase y al mismo tiempo su sentida preocupación por disfrazarla de las más enrevesadas formas jurídicas. La célebre metáfora de Darío Echandia que definió al Estado colombiano como un orangután con sacoleva, se aplica a la perfección para el manejo sinuoso otorgado desde siempre en nuestro país al delito político y a la represión legal a la movilización popular.
Lo que salta a la vista es que Colombia es un país de rebeliones armadas y guerras civiles desde su fundación, así la tozudez jurídica pretenda negarlo. Pardo Leal cataloga al mismísimo Santander como el primer beneficiario de las categorías propias del delito político en nuestra vida republicana al obtener indulto del Libertador después de la Conspiración Septembrina, pero fiel a su perfidia en su Código Penal de 1837 homologa cualquier acto de rebelión como traición o infamia e instaura de facto las mayores sanciones legales para los bolivarianos, incluidos el destierro y la pena de muerte. Delincuente político fue a todas luces el general Tomás Cipriano de Mosquera, quien levantado en armas accede al poder en 1861, dando rienda al Olimpo Radical y a la transformación legal del estado con la expedición de la Constitución de Rionegro en 1863, que incluyó entre otras la dulcificación de las penas y la eliminación de la condena a muerte.
Sucesivamente durante toda la historia republicana los levantamientos armados se hicieron tan frecuentes que incluso la más retrograda de las cartas magnas expedida por la Regeneración en 1886 consagraba el trato diferenciado para el delito político, condición legal que permitió los armisticios en la guerra de 1895 y en la de Los Mil Días, aunque de igual manera su Código Penal de 1890 significó la vuelta a las más severas formas penales para los rebeldes, siempre intentando negar el carácter político de estos y aplicando a los insurgentes otros tipos punibles como el de “cuadrilla de malhechores” o “traición a la patria”. Así tempranamente el Estado colombiano dio muestra de su doble faz: relativo garantismo en el papel pero represión absoluta en la realidad, con el cuidado sumo de legalizar al máximo cada vejamen contra el opositor, fértil en engañifas legales para la criminalización y persecución de quienes lo enfrentan.
La Ley 95 de 1936, código penal impulsado por el gobierno liberal de López Pumarejo intentó acercar la legislación colombiana al debate jurídico internacional alrededor del delito político, con casi 100 años de retraso. Allí se reconoció como delito complejo, con tratamiento benigno en términos de imposición punitiva y se establece la conexidad –aunque limitada- de otros delitos que concurrirían en el ejercicio de la rebelión. Lastimosamente la realidad será otra y el inicio de La Violencia impondrá otras formas más contundentes de persecución política, poco ceñidas al ordenamiento jurídico planteado.
Para no extender en demasía este apretado resumen desde finales de los años 40 del siglo pasado, el país entra en una etapa de permanente anomalía política y jurídica, producida por el continuo conflicto social y armado que apenas hoy atisba soluciones en la Mesa de diálogos de La Habana; anomalía legalizada a modo santanderista por esa contradictoria figura de “estado de excepción permanente” gracias a la recurrente invocación del artículo 121 de la constitución anterior, y de las recientes reformas legales y jurisprudencias regresivas en términos del delito político y las mismas libertades civiles. De la criminal chulavita a las “pescas milagrosas” de Uribe [2], de los Consejos Verbales de Guerra a la Justicia sin Rostro, del Estatuto de Seguridad de Turbay a las amenazas con la Corte Penal Internacional del Procurador Ordoñez, del delito de “cuadrilla de malhechores” al embeleco de “terrorismo” como tipo penal omnipresente, son entre otras muestras de la flagrante y persistente violación “legal” de los principios democráticos por parte del Estado colombiano y su alevosa inquina contra sus opositores armados o no.
En medio de más de 40 años bajo permanente estado de sitio se expidió una auténtica legislación de guerra en aras de legalizar la represión que el régimen bipartidista antidemocrático ejercía contra las distintas formas de oposición política. El liberticida Decreto 1923 de 1978, mal llamado Estatuto de Seguridad [3] cambió la pena por rebelión –que era de 6 meses a 4 años-, igualándola con la existente al homicidio en aquel momento (4 a 14 años), socavando la misma institución del delito político. Bajo su égida se inspiró el Código Penal de 1980 que instauró por primera vez el delito de terrorismo bajo marcos bastante abiertos y casi indeterminados, tipo penal que será más difuso en el Decreto 180 de 1988 (Estatuto Antiterrorista), que aprovechando la convulsa coyuntura de guerra con los carteles de la droga introduce nuevas figuras jurídicas dirigidas a recrudecer la represión legal contra la lucha popular en general, como por ejemplo la pléyade de delitos “con fines terroristas”. Así pues, con más de una década de antelación Colombia se adelanta en el modelo discursivo y represivo que se generalizaría como propuesta reaccionaria con posteridad al ataque a las Torres Gemelas en New York.
En el marco de esta crisis institucional y política se abre paso el proceso de la Asamblea Nacional Constituyente, que pese a la creciente tergiversación jurídica y persecución legal, reconoce de facto la figura del delito político al permitir la participación de diversos representantes provenientes de organizaciones insurgentes en proceso de paz, obviando cualquier posible traba judicial. Lastimosamente, la Constitución de 1991, limitada en su participación, solo logró que algo cambiara para que todo siguiera igual. Si bien reguló los estados de excepción y evitó de este modo que se legislara por decretos presidenciales, legalizó de igual forma toda la reglamentación expedida en más de 40 años de dictadura de facto amparada en el estado de sitio. En su artículo transitorio 8 prorroga la vigencia de toda la legislación extraordinaria para el manejo de orden público y faculta al gobierno de Gaviria a convertirlos en normatividad permanente si no hay veto de la comisión legislativa especial. Así que mediante los decretos 2266 y 2700 de 1991 se legalizaron las aberraciones jurídicas creadas por el Estatuto Antiterrorista y se refunda la justicia sin rostro bajo el nombre de justicia regional.
El código penal vigente (Ley 599 de 2000) traslapa al pie de la letra las disposiciones restrictivas de esta legislación de guerra, por demás anti-técnica en términos jurídicos [4]. Su aporte será aumentar las penas para los diversos delitos con los que se criminalizan a la oposición, en la línea sentada por el Estado en su conjunto de desvirtuar el delito político y aumentar la represión legal a la oposición. Un gran “gesto de paz” del presidente Pastrana en pleno proceso de diálogo del Caguán duplicar la pena mínima para rebelión, fijándola en 8 años o eliminar cualquier tipo de beneficio jurídico al indeterminado delito de terrorismo que también subió su pena mínima a 13 años.
Detrás de esta línea de recrudecimiento de todas las formas de represión legal no están los tecnicismos jurídicos ni las supuestas normas universales de justicia, sino estructuras de poder nacionales y transnacionales interesadas en pronunciar la confrontación interna en Colombia, salvaguardando sus intereses y buscando liquidar las múltiples formas de resistencia popular. La legislación vigente no es nada más que una expresión del denominado “derecho penal del enemigo”, que niega la ciudadanía y sus derechos. Por ello mismo la solución política al conflicto social y armado, pasa por el derrumbamiento de todo este dispositivo judicial de guerra.
El derecho penal del enemigo: eliminación del delito político y represión jurídica a toda forma de oposición
Aunque formalmente el ordenamiento jurídico reconoce el delito político en la misma carta de 1991 y el vigente Código Penal consagra un acápite de delitos contra el régimen constitucional, de facto la institución moderna y democrática del delito político ha fenecido en nuestro país, víctima de la andanada guerrerista de los últimos 20 años. De igual forma, aunque en la letra constitucional se consagren libertades civiles básicas como las de movilización, estas también han desaparecido de hecho ante la aplicación del derecho penal del enemigo. Ambas negaciones reales se encuentran galvanizadas por farragosos argumentos jurisprudenciales y audaces acciones represivas emanadas de una rama judicial que es parte del conflicto armado, pero guiadas por los criterios propios del derecho penal del enemigo.
De una parte podemos apreciar como existe un desmantelamiento legal de la figura del delito político como institución. En 1997 la Corte Constitucional en un fallo nefasto para la democracia (Sentencia CC 456/97) dio al traste con la conexidad de la rebelión favoreciendo la demanda del ex-comandante de las FFMM Harold Bedoya Pizarro. La sentencia de la Corte ordena procesar como homicidios las muertes en combate y elimina cualquier exclusión de pena para otros hechos punibles cometidos en medio de la confrontación armada, creando un pintoresco tipo penal de rebelión -que se define como el empleo de las armas para el derrocamiento del régimen constitucional- sin que esta presuma el ejercicio mismo de las armas. Esta desnaturalización del delito político fue el inicio de la imputación a los insurgentes de una plétora interminable de crímenes comunes que estaban subsumidos en el delito político. Hoy prácticamente es impensable encontrar un prisionero de guerra procesado únicamente por delito político e incluso se pueden hallar combatientes insurgentes que en la campaña de negación del conflicto hecha por el gobierno Uribe [5] se hallan detenidos por cualquier tipo penal, menos por rebelión.
Paralelo a este ejercicio jurídico que se complementa con aumento de penas y creación de nuevos delitos, viene toda una campaña ideológica propia de la ya mencionada “guerra contra el terrorismo” impulsada desde el Pentágono, que desemboca en los actuales debates sobre las restricción a las conexidades del delito político, supuestos delitos de lesa humanidad, la Corte Penal Internacional y demás, buscando blindar legalmente la represión penal contra los prisioneros de guerra y chantajear políticamente al movimiento insurgente en su proceso de diálogo con el estado colombiano. Queda claro que cuando el establecimiento propone que solo los insurgentes procesados por delitos políticos eviten la cárcel o puedan participar electoralmente, está planteando que ningún insurgente logrará estas exigencias propias de cualquier proceso de paz en el mundo.
Desprovisto de su esencia, el delito político de rebelión se convirtió en Colombia en el instrumento legal para penalizar a la oposición no armada, como si no bastasen ya los suficientes tipos penales bastante difusos con los que se restringe la movilización social y se criminaliza a los opositores. El absurdo jurídico colombiano llega así a su cénit con el tipo penal de “rebelión armada sin armas”, un oxímoron por el que hemos sido apresados miles de prisioneros de conciencia a través de auténticos falsos positivos judiciales fabricados desde la inteligencia militar.
Para la oposición armada, desconocimiento del carácter político de su acción; para la oposición política, la judicialización con montajes judiciales bajo la ridícula figura de rebelión sin armas junto a otras presunciones procesales claramente macartistas; y para la movilización social un amplio repertorio de difusos delitos para hacer efectiva su criminalización. He aquí la fórmula del orangután con sacoleva para la represión judicial.
Los manifestantes en Colombia son procesados desde delitos ridículos y claramente violatorios de su derecho a la protesta, como los de obstrucción a la vía pública, perturbación al transporte público [6] o “violación de la libertad de trabajo” –claramente represor de las huelgas-, hasta conjeturas judiciales igualmente grotescas que penalizan acciones propias la movilización social como concierto para delinquir, secuestro, asonada o terrorismo. La Ley de seguridad ciudadana 1453 de 2011 es rica en pronunciar esta tendencia de efectiva criminalización de la lucha popular “acorde a derecho”, donde para mayor aplicación de este derecho penal del enemigo, se hace desde tipologías todas reconocidas como delitos comunes, de forma tal que priva a los luchadores sociales de las categorías y beneficios propios del delito político.
Esta suma histórica de violaciones de hecho y de derecho alrededor de las figuras del delito político y el ejercicio de las libertades democráticas, no puede pretender convertirse en el corsé para encuadrar a la fuerza un acuerdo de paz, teniendo en cuenta que son desarrollos dados desde una rama judicial que como integrante del Estado colombiano es parte activa del conflicto social armado y partícipe de la crisis de legitimidad de éste. Por el contrario, la conquista de la paz, -de la que la libertad de todos los prisioneros políticos es pieza cardinal-, no es un sometimiento a este ordenamiento legal espurio, ni a su viciada rama judicial sino dar paso a un nuevo orden jurídico y político para la reconciliación nacional, parido por una Asamblea Nacional Constituyente con la amplia participación del pueblo soberano. Tanta tinta tonta, tantos fárragos judiciales, tanto paroxismo santanderista que se pretende presentar como superior a la realidad y a la lucha política, no tiene otro destino que dar su paso al creciente clamor de los colombianos por la solución política.
Compañeros y compañeras prisioneros y prisioneras políticas:
¡Por la paz y la libertad nos vemos en la Constituyente!
[1] Al ser indagado por el funcionario colonial español sobre los cómplices de su rebelión Túpac Amaru responde: “Solamente tú y yo somos culpables. Tú por oprimir a pueblo, y yo por tratar de liberarlo de semejante tiranía”
[2] Solo entre 2002 y 2004 se hicieron capturas masivas de más de 7100 personas de las que el 90% no tenían orden de captura gracias a las facultades judiciales de las FFMM
[3] Según la Comisión Andina de Juristas por virtud del Estatuto de Seguridad fueron encarceladas más de 8000 personas procesadas en su mayoría a la Justicia Militar.
[4] El delito de terrorismo ( Art. 343 del Código Penal) está tipificado en la legislación colombiana de forma tal que es aplicable de igual forma para el atentado contra las Torres Gemelas como para cualquier protesta popular de hecho. La noción de “zozobra o terror” con medios que “puedan causar estragos” a personas o cosas, es bastante difusa y su calificación más que discrecional, que en el contexto de macartización imperante solo puede traducirse en aupar la criminalización contra las diversas formas de oposición.
[5] En otro absurdo jurídico bajo el gobierno Uribe se ordenó procesar por concierto para delinquir a los guerrilleros presos, mientras se hizo una maniobra legal por incluir a los paramilitares dentro del delito político de sedición, en aras de poder obtener los beneficios reconocidos hacia esta figura por la Constitución Nacional.
[6] Antes del paro agrario de 2013 habían más de 2000 procesados por estos 2 delitos.