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¿Agenda legislativa para la paz?
Francisco Javier Tolosa / Lunes 13 de octubre de 2014
 

I Parte

La negativa del gobierno nacional para pactar un cese al fuego parece ser integral. No se limita solamente al constante hostigamiento militar contra el movimiento insurgente en plenos diálogos de paz, ni a la severa represión contra la población civil, sino que mantiene al alza las hostilidades en el terreno político y social. Su presente agenda legislativa, dista mucho de abonar terreno para una auténtica paz democrática, estable y duradera; muy por el contrario es un verdadero arsenal contra los intereses populares, en franco desconocimiento, cuando no en denodada contravía con lo acordado por sus plenipotenciarios en La Habana.

Se tramitan en la actual legislatura diversas iniciativas legislativas enfiladas todas en detrimento de las amplias mayorías y socavando las posibilidades reales de apertura democrática, en la obsesión contumaz de negar la Asamblea Nacional Constituyente como escenario idóneo por antonomasia de las transformaciones políticas necesarias para la finalización del conflicto armado, así como para la refrendación, reglamentación y superación de salvedades de los actuales acuerdos de paz. El gobierno piensa erróneamente que el fin del componente armado del conflicto a pactar con su contraparte alzada en armas, y que requerirá la participación decisiva del pueblo soberano, puede imponerse a través de audaces golpes de mano legales; pareciera no querer entender que la construcción de la paz ha puesto en entredicho el actual orden jurídico, precisamente porque este ha engendrado y acicateado la guerra. Se repite la patética expedición inconsulta, unilateral y de espaldas al pueblo soberano del denominado “Marco Legal para la Paz” inútil para el actual proceso, con las cuentas alegres de la Comisión de Paz que calcula los billones del “postconflicto”- que claramente el ministro Cárdenas no tiene voluntad en presupuestar ni asignar-, cuando estos aspectos no han sido discutidos ni con su contendiente armado ni han contado con la participación de los actores sociales y políticos que formarían parte de la solución incruenta a la guerra. Así pasa también, con esta pléyade de proyectos de ley y reformas constitucionales que esperan confeccionar una camisa de fuerza legal para el desarrollo de los acuerdos de paz, pero que inexorablemente correrán el mismo destino de todos los anteriores “lechos de Procusto” en los que se ha querido encuadrar forzosamente a la salida política: deberán ser removidos para poder avanzar de forma cierta a una paz democrática, estable y duradera.

La “bomba racimo” legislativa del gobierno Santos-Vargas se esparce a diferentes ámbitos que forman parte de los acuerdos desarrollados en la mesa de diálogos y con los pasos que aún falta surtir para la solución dialogada del presente conflicto. Un proyecto de acto legislativo denominado de “Equilibrio de Poderes” que es una colcha de retazos de reformas al componente orgánico de la Constitución política, sin la inexcusable participación del pueblo soberano; un proyecto de ley llamado de “Uso y Acceso de la Tierra” que creando las denominadas ZIDRES, (Zonas de Interés de Desarrollo Rural y Económico) revive el proyecto del ex ministro Lizarralde de para que los grandes consorcios adquieran y acumulen baldíos, abriéndole campo a la financiarización y extranjerización del agro, e ignorando los debates no solo de la mesa de La Habana sino la agenda pactada por el gobierno nacional con la Cumbre Agraria, étnica y popular; un proyecto de ley de presupuesto de 2015 desfinanciado en 12,5 billones y con reforma tributaria permanente incluida, que desconoce las prioridades de lo que debe ser un gasto público para la paz, y continua atado a los cánceres presupuestales de la deuda y la guerra; coronados por la enésima dadiva “tranquilizadora” a los sectores guerreristas a través de nuevas concesiones jurídicas en el proyecto de ley de ampliación del fuero penal militar cuyo trámite ya se encuentra en recta final.

¿Puede ser esta la agenda legislativa para la paz? Entregado este paquetazo legislativo además a un parlamento ilegítimo, pero que el gobierno insiste tozudamente en proclamar como el “Congreso de la Paz” y al que pretende otorgarle la legislación y reglamentación de los acuerdos de La Habana por la inquina que le produce la aceptación de un proceso constituyente, ¿No pareciera que fuese un premeditado acto para socavar el feliz término de los diálogos?

Revisemos grosso modo los aspectos más relevantes de estos proyectos que se erigen en una contra-mesa de La Habana. La reforma política (Proyecto de Acto Legislativo 018 de 2014 con sus modificaciones) solo es el reacomodo del marchito poder constituido del presente régimen político, tornándose regresiva tanto en forma como en fondo. Esta reforma pastiche no puede valorarse por cada una de sus partes sino como un todo, -bastante caótico por demás-, de modificaciones cosméticas en algunos casos y de cálculo ladino en otros, que deja incólumes las problemáticas sustanciales del sistema político, buscando remozar su legitimidad maltrecha, pero dando la espalda a fuerzas vivas de la sociedad colombiana y a los mismos acuerdos rubricados por el Estado con la insurgencia en el proceso de paz.
Y el tema de “forma” de la apuesta gubernamental de reforma tiene mucho de fondo para el presente momento histórico. Discutir la reforma política en el actual parlamento es como debatir la reforma agraria en el Congreso de Fedegan. Poco cambiará porque son ellos los mayoritariamente elegidos por este sistema tal cual como está y las novedades serán en beneficio de sus intereses. Los interrogantes de procedimiento se transforman en esenciales en el trámite de la presente propuesta: ¿Por qué en el marco de un tránsito histórico que aspira la ampliación democrática del país como el actual proceso de paz, el gobierno nacional insiste en endosarle a un parlamento espurio elegido por una minoría de votantes y en medio de evidentes irregularidades, discusiones que transformarían temas sensibles para la construcción de la democracia en Colombia? Por qué insiste en ignorar la opinión de su contraparte en la Mesa de diálogos y de los sectores no representados hoy en el actual poder constituido, para entrar a legislar sobre tópicos que en buena medida son de resorte de las reglamentaciones y salvedades de los acuerdos firmados en La Habana, especialmente en el del punto 2 de Participación Política? Si en caso de prosperar los acuerdos de paz se requerirá cuando menos una nueva reforma política, -que desde la perspectiva gubernamental también deberá ser tramitada en el parlamento-, por qué la premura y recurrencia en promover este enésimo acto legislativo de modificación de una constitución que entre reformas y límites reales padece ya de anacronismo?

Esta sería la cuarta enmienda sobre el tema específico de poderes públicos en este joven siglo, (2003, 2004 y 2009) sin contar las tentativas fracasadas. Básicamente esta reforma propone tumbar apartes de todas las anteriores, lo que deja en evidencia la poca sindéresis de los gobiernos y el parlamento colombiano a la hora de proyectar los cambios institucionales que realmente requiere el país. El proyecto batiburrillo y sus adendos incluyen la eliminación de la reelección presidencial, el cambio de la circunscripción del senado de la república a un sistema mixto, la creación de un tribunal de aforados para la investigación y juzgamiento de la rama judicial y altos cargos con la consecuente eliminación de la comisión de acusaciones, la implantación del voto obligatorio, ampliación de periodos de los mandatarios locales, la supresión del Consejo Superior de la Judicatura, eliminación del voto preferente e implementación de listas cerradas “cremallera”, transformaciones en la designación de los organismos de control y de las altas cortes y el cambio del régimen de inhabilidades para altos cargos públicos, entre sus aspectos más relevantes. ¡Nada más! Nuevamente los interrogantes saltan a la vista: ¿Si es tanto lo que hay que reformar por enésima ocasión de la manida constitución de 1991, por que no se le da vía al necesario proceso de una nueva ANC que en vez de enmienda sobre enmienda reformule íntegramente la carta magna? ¿Ante tantos tópicos controversiales y relevantes no sería conveniente incluir a todos los sectores y expresiones sociales y políticas que se aspiran hagan parte del pacto de paz?

Para los entusiastas de la reformas por la vía legislativa y la denominada “ingeniería institucional” no sobra recordar que como sucede con cualquier modificación legal formal cada uno de sus componentes carecen de sentido si no se encuentran articulados a otras reformas trascendentales en lo jurídico, en lo social y en lo político. En buen colombiano: “Hecha la ley, hecha la trampa” y máxime si la sarta de modificaciones normativas propuestas difícilmente conforman un todo armónico, como el que se debiese reconfigurar en la redacción de una nueva constitución política. En cambio, una auténtica reforma política para la paz preservando el espíritu garantista de la ANC de 1991, debe dar cauce a los cardinales avances progresistas plasmados en los acuerdos sobre Participación Política en La Habana, dirimiendo las importantes diferencias aun existentes en este aspecto, y desarrollando una revisión holística del maltrecho y excluyente régimen político actual, pero no a hurtadillas en los conciliábulos del Capitolio sino de frente al constituyente primario, incorporando el conjunto de fuerzas sociales y políticas marginadas históricamente y no incluidas hace 23 años.

En este sentido, no olvidemos que bajo el sofisma de una supuesta modificación quirúrgica de un “articulito” de la constitución, en el acto legislativo 02 de 2004 se defenestró todo el sistema de pesos y contrapesos institucionales diseñado hasta ese entonces, y que la apertura de debates fragmentados de una reforma tan caleidoscópica como la presentada bien podría causar mayores desbarajustes, a menos que se proceda como corresponde a la construcción de un nuevo sistema político en una ANC para la paz.

Un análisis detallado del articulado “desarticulado” –como bien lo caracterizó el maestro Rodrigo Uprimmy-, supera el propósito de estas líneas. Pero sea la oportunidad para hacer referencias inevitables a trazos generales de la iniciativa gubernamental. Efectivamente se tocan algunos temas pertinentes pero independientemente de la valoración positiva de ciertos aspectos sueltos (abolición de la reelección presidencial, eliminación del Consejo Superior de la Judicatura, retorno al sistema de listas cerradas y bloqueadas) la reforma no es nada progresista, tanto por sus alevosas omisiones, como por componentes sibilinamente autoritarios presentes. La reforma por ejemplo deja indemnes capiteles del actual régimen antidemocrático como la Junta Directiva del Banco de la República, o la Procuraduría General de la nación, institución ésta que debería ser suprimida por vetusta y peligrosa al mismo tiempo. No desarrolla tampoco ningún dispositivo certero de control popular sobre el poder constituido, ni potencia ningún mecanismo efectivo de participación ciudadana.

Para seguir con las omisiones significativas, mientras en La Habana se acuerdan conquistas exigidas por diversos sectores democráticos con posteridad a 1991: construir un estatuto de la oposición y una comisión para cambios en el sistema electoral ambas con la amplia participación de los sectores políticos y sociales; circunscripciones especiales de paz, eliminación del umbral para personerías jurídicas de los partidos políticos, entre otras, existe silencio sepulcral de la presente reforma frente a estos temas específicos, lo que implica que deberán ser retomados a posteridad en caso de llegarse a un acuerdo de paz e incluso revisar algunos desaguisados gestados por el presente proyecto de acto legislativo en relación con estos acápites. Piénsese por ejemplo que el estatuto de la oposición inevitablemente debe tener incidencias en el sistema de pesos y contrapesos de las ramas del poder y de los organismos de control.

Introduce en cambio figuras cuestionables y hasta temerarias, como el cercenamiento de la circunscripción nacional del Senado de 11 departamentos bajo el sofisma de su participación directa en este órgano, pero introduciendo de facto una circunscripción territorial uninominal, que bien termina siendo un mecanismo para restarle votos a nivel nacional a movimientos políticos nacionales de fuerte presencia en estas zonas.
Otro ejemplo de figura polémica,- pero, al mismo tiempo engañosa- es la del denominado tribunal de aforados para juzgar en derecho al presidente y otros altos cargos. Cambiar una comisión del parlamento por un tribunal nombrado por ese mismo legislativo no es ninguna revolución. Un poco baladí la esperanza que unos aforados nombrados por el congreso tengan mejor juicio que sus nominadores, pero apenas entendible cuando la concepción de “democracia” se encuentra atornillada al actual poder constituido, y previamente se le ha mutilado cualquier noción de soberanía del poder popular.

No se trata de mirar con desdén todos los necesarios cambios institucionales para una verdadera democracia para la paz; se trata de atemperar el frenesí de la denominada “ingeniería institucional” con las que los politólogos y asesores fletados deslumbran a ministros y parlamentarios. Por el contrario requerimos volver la mirada a los grandes procesos históricos socio-estructurales, determinantes sustanciales en la conformación del auténtico régimen político más allá de sus formalidades jurídicas. Parecen olvidar los legisladores en medio de su euforia santanderista que solo a manera de ejemplo, el clientelismo -definido por el mismo Leal Buitrago como piedra angular de nuestro sistema político-, no se encuentra en ningún articulado legal, e igual hay que destruirlo.
En resumen, no hay real reforma política sin un auténtico cambio político, más allá de lo legal. No es una tautología: no puede haber reforma política democrática de espaldas a los nuevos movimientos sociales y políticos que pretenden ser incluidos dentro del sistema político y sin la participación protagónica y directa de la amplia mayoría del pueblo soberano, de ese constituyente primario que no ha endosado su vocería en ningún poder constituido. Definitivamente el actual poder constituido no es el escenario idóneo para la necesaria apertura democrática que requiere la paz. Las calles y la ANC se antojan como arenas más propias del ejercicio del pueblo soberano para forjar un nuevo régimen político para la paz.
Nos vemos en la Asamblea Nacional Constituyente.