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La paz: entre las mentiras de Uribe y el poder de las verdades
Más que combates entre la Fuerza Pública y la guerrilla, hoy asistimos a una guerra por la verdad en torno a los alcances de los acuerdos que se han logrado en La Habana.
Hernando Llano Ángel / Martes 4 de noviembre de 2014
 

Pelea por la verdad

Después de dos años de negociaciones entre el gobierno y las FARC, la paz está siendo disputada y definida en el terreno de las verdades – y las mentiras- más que en el campo de batalla.

Confucio tenía razón cuando sentenció que “en todo conflicto hay por lo menos tres verdades: mi verdad, tu verdad y la verdad”, y que “el poder es la capacidad para nombrar la realidad”.

Por eso hoy la polémica entre el Centro Democrático y el gobierno Santos sobre el alcance real de los tres acuerdos firmados en La Habana es más intensa que los enfrentamientos entre la Fuerza Pública y las FARC en el campo colombiano. Ahora en las primeras páginas de los periódicos, las revistas y en la apertura de los telenoticieros, antes que las imágenes de enfrentamientos armados, aparecen las declaraciones del senador Uribe contra el “narcoterrorismo de las FARC y las capitulaciones de Santos”.

Ello es así porque ambos líderes, Santos y Uribe, saben bien una verdad de Perogrullo, expresada en forma sucinta por quien fuera director de la UNESCO, Federico Mayor Zaragoza: “Si las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz”.

Tres verdades negadas

Una vez divulgados los tres acuerdos, Uribe y su bancada emprendieron una campaña furibunda contra ellos, tratando de demostrar que son “capitulaciones” de Santos ante las FARC. Se trata, según Uribe, de la capitulación de la “democracia” más sólida de América Latina frente al más temible grupo narcoterrorista del mundo: las “Far”.

Por eso ahora se ha dedicado a negar tres verdades que subyacen a los acuerdos entre el gobierno y la FARC, y que están inscritas en nuestra historia. Estas verdades necesitan ser reconocidas y solo podremos vivir en paz cuando aceptemos:

1. Que la tierra está en función del interés general y la prosperidad de quienes la trabajan. Y que una de las formas de empezar a hacerlo es devolverles a los miles de familias campesinas que fueron despojadas, las parcelas a las cuales tienen un derecho evidente. O simplemente cumplir con las leyes que existían desde antes; por ejemplo con la Ley 160 de 1994 que reglamentó las Zonas de Reserva Campesina para “fomentar y estabilizar la economía, superar las causas de los conflictos sociales que las afecten y, en general, crear las condiciones para el logro de la paz y la justicia social en las áreas respectivas”.

2. Que la política no esté manchada con la sangre de las armas y que salga del laberinto infernal de las venganzas. Para esto se precisa una “apertura democrática para construir la paz” que “contribuirá a la ampliación y profundización de la democracia en cuanto implicará la dejación de las armas y la proscripción de la violencia como método de acción política para todos los colombianos”.

Por eso el segundo acuerdo sobre “participación política” tiene como horizonte “la creación de nuevos partidos y movimientos políticos que contribuyan al debate y el proceso democrático, y tengan suficientes garantías para el ejercicio de la oposición y ser verdadera alternativas de poder”.

3. Que los llamados cultivos ilícitos dejen de ser estigmatizados como “matas que matan” y empiecen a ser reconocidos por sus propiedades terapéuticas y estimulantes, según los usos, la cultura y las tradiciones milenarias de los pueblos originarios de estas tierras. Es más: el tercer acuerdo de La Habana ni siquiera pretende la legalización de las drogas psicoactivas: se limita a pedir un tratamiento menos represivo para los campesinos y para los adictos, que son en realidad víctima de las organizaciones criminales.

Pero todo parece indicar que esas verdades no pueden ser aceptadas por Uribe y el Centro Democrático, seguramente porque están convencidos de que el campo colombiano y la política son propiedad exclusiva de unos cuantos, descalificando a quienes pretendan lo contrario con los fantasmas del “castro-chavismo” y las “capitulaciones”.

Por eso les es más fácil recurrir al miedo, a las mentiras y a estimular los prejuicios y los odios, pues para Uribe y el Centro Democrático la política no es un asunto de deliberación, persuasión, acuerdos y competencia entre iguales, sino una empresa jerárquica de confrontación y dominación de unos pocos predestinados sobre una mayoría de “envalentonados e igualados”, que hoy se atreven a disputarles su derecho a gobernar.

Disfraz legal del terror

Hay otra verdad rotunda pero escondida por el Centro Democrático acerca de la capitulación del Estado colombiano ante un grupo “narcoterrorista”: la capitulación del gobierno de Uribe frente a los narco-paramilitares.

En medio de esta andanada contra los acuerdos de La Habana, los colombianos tendríamos que recordar que el hoy senador Uribe promovió desde la Presidencia la Ley 975 de 2005, más conocida como de “Justicia y Paz”. Con esta ley Uribe pretendió convertir en delincuentes políticos a los más poderosos narcotraficantes del país, siempre y cuando sus ejércitos privados hubiesen combatido eficazmente a la guerrilla, sin dedicarse exclusivamente a narcotraficar.

Por eso, de la noche a la mañana, narcotraficantes pura sangre, como “Gordo lindo” y los mellizos Mejía Múnera, aparecieron convertidos en comandantes paramilitares. De esta forma, las mayorías uribistas en el Congreso aprobaron la más inadmisible e insólita favorabilidad penal imaginable, y desde entonces asesinar, descuartizar, desaparecer y desplazar campesinos resultó ser menos grave que traficar con estupefacientes.

Así las cosas, por destreza política del entonces presidente y con sus mayorías en el Congreso (previa ponencia favorable de su primo segundo, el senador Mario Uribe), se aprobó un “articulito” que les confería a los miembros de dichos grupos el carácter de sediciosos, es decir, de delincuentes políticos, que solo podían ser juzgados por el Estado colombiano, pues se habían levantado en armas contra él. Y así ganaban de paso un seguro contra la extradición y una eventual posibilidad de participar activamente en la política, después de haber cumplido la máxima pena de 8 años de prisión como sediciosos.

Pero los alquimistas del horror no contaban con que la Corte Constitucional, por vicios de procedimiento, declarara inexequible ese articulito tan debatido y difícilmente convenido por el gobierno con los comandantes paramilitares en Santa Fe de Ralito, donde el mismo Uribe ofreció a las Autodefensas usar su facultad discrecional para evitar la extradición.

Entonces, como suele suceder después de Halloween, al otro día del fallo de la Corte los comandantes paramilitares amanecieron sin el traje de sediciosos y quedaron convertidos en lo que siempre fueron: delincuentes comunes, narcotraficantes y criminales de lesa humanidad.

La gobernabilidad uribista

El acto de “mafia mayor” se desvaneció ante el concepto de la Corte Constitucional y la Fiscalía recibió cientos de declaraciones de los comandantes paramilitares, donde ellos mismo contaron cómo planearon sus crímenes de lesa humanidad contra miles de campesinos bajo la coartada de ser miembros o simpatizantes de la guerrilla.

Según el informe ¡Basta Ya!, entre 1980 y 2012 los grupos paramilitares cometieron 1.166 masacres y 8.903 asesinatos selectivos, lo cual no afectó el proceso de aplicación de la Ley 975, no obstante ser un requisito sine qua non para acogerse y beneficiarse de ella la suspensión de toda acción criminal.

Sin embargo cuando los comandantes paramilitares, como Salvatore Mancuso, empezaron a revelar públicamente (como sigue haciéndolo desde la cárcel en Estados Unidos), el entramado criminal formado con numerosos políticos de la coalición de partidos que respaldaban a Uribe, éste inmediatamente usó su discrecionalidad presidencial para extraditarlos a Estados Unidos, supuestamente porque habían seguido narcotraficando y delinquiendo desde las cárceles.

Solo en ese momento, cuando empezaba a revelarse plenamente la trinidad formada por la política, el crimen y la economía (los verdaderos tres huevitos de la “seguridad democrática”) y quintaesencia de la gobernabilidad uribista, el presidente se percató de la verdad y rápidamente procedió a extraditarla.

Uribe reafirmaba así su personal sentido de la justicia, la ética y la política, en virtud de las cuales convirtió el narcotráfico en un delito más grave que los crímenes de lesa humanidad, con lo que impidió de paso que la justicia colombiana cumpliera con las funciones de un Estado soberano y negó el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación.

De esta forma puso en práctica el imperativo de su filósofo de cabecera, Thomas Hobbes, según el cual “es la autoridad y no la verdad la que hace la ley”. Seguramente por ello decidió volver al Congreso y con su bancada se apresuró a informar a la opinión nacional e internacional, con letreros al frente de sus curules, que eran un grupo de oposición y no una banda de delincuentes.

Tomado de Razón Pública