Agencia Prensa Rural

Violencia de género, viejas y profundas raíces
Dicho orden “natural” se alimenta día a día de una forma de orgullo de la idiosincrasia nacional, que sirve de justificación a comportamientos y hábitos presentes tanto en el espacio público como en el privado y que defiende una idea de “machismo que no hace daño”
Olga Nadeznha Vanegas / Martes 16 de diciembre de 2014
 

El pasado 25 de noviembre se celebró el día internacional de lucha contra la violencia de género. Para esta fecha, la organización Sisma Mujer publicó un boletín especial, “La erradicación de la violencia en contra de las mujeres y las niñas, el paso definitivo hacia la paz”, en el que se presentan algunas cifras reveladoras del deterioro del fenómeno y de la gravedad de la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran las mujeres en Colombia. Dichas cifras comprueban la peligrosa lentitud y en muchos casos el retroceso de los procesos de protección de derechos de las mujeres.

Estas son algunas cifras que el boletín resalta: anualmente las mujeres son víctimas de aproximadamente el 88% de la violencia de pareja; representan el 84% de los casos de violencia sexual, así como el 48%, en promedio, de la población víctima del conflicto armado. Por otro lado, se muestra que el trabajo de cuidado no remunerado realizado por mujeres representa el 16,3% del PIB, y que en el ámbito de la participación política ellas representan aproximadamente el 19% del Congreso para el periodo del 2014-2018.

El comportamiento de las cifras permite constatar que la violencia de género es una problemática que persiste y se acentúa sin dar muestras significativas de cambio o avances, pese a la existencia de un amplio marco legal y de avances en materia de legislación. En efecto, el Instituto de Medicina Legal señala que con respecto al año 2011, en el 2012 y el 2013 se observa un aumento considerable de los índices de violencia. Es así que en el 2012 se dio un aumento del 40% de asesinatos de mujeres en circunstancias asociadas a la violencia intrafamiliar, en este mismo año se produjo un aumento del 81,69% de casos de violencia sexual en contextos asociados a la violencia sociopolítica, y en el 2013, la violencia contra las defensoras de derechos humanos aumentó considerablemente con respecto a los inicios de la década.

Después del 2008, y luego de la sanción de la ley 1257, primera ley en la que se hace explícita la definición de violencia contra las mujeres por su condición de mujeres, el Estado ha promulgado una serie de leyes que tienen por objeto la prevención y sensibilización contra este tipo de violencias, así como su sanción. Sin embargo, pese a los avances que el marco legal representa, en la práctica los resultados dejan mucho que desear. Es justamente el caso de la ley 1257 [1], anteriormente señalada, que no ha logrado, como se indica en el informe de seguimiento de la ley [2], ir más allá de “la etapa de formulación y proyección de medidas”. Estas últimas son cada vez más numerosas y, contrario a dinamizar la atención y a ser eficaces en las respuestas, terminan por conducir a “la definición de un modelo de atención saturado y desarticulado” sin ningún efecto real y contundente.

En esta medida, “la situación de violencia contra la mujer en el país no se ha visto impactada de manera considerable por las diferentes normas y políticas adoptadas por el Estado” [3], dejando al descubierto tanto el abismo existente entre la norma y las situaciones reales de violencia, así como los límites de un marco institucional, que se puede calificar de progresista, pero que al no lograr abordar la complejidad de este tipo de violencia demuestra su incapacidad para salir de la eterna problemática de la ley como letra muerta.

Afrontar dicha complejidad significa, en un principio, reconocer y situar estas violencias en un contexto social, político, económico y cultural, atravesado por lógicas de desigualdad de clase y de género. No se puede seguir pensando que la promulgación de leyes, aunque necesaria, sea suficiente si al mismo tiempo no se impulsan políticas públicas eficaces y no revictimizadoras que ataquen las cuestiones de desigualdad en los diferentes campos: social, económico y político. De la misma manera, continuar en la lucha contra la violencia de género sin tratar con seriedad y contundencia toda una simbólica cultural y tradicional que la sustenta y la alimenta, es dejar en el olvido una problemática esencial para el avance de nuevas relaciones entre mujeres y hombres.

Esta última cuestión se ha ignorado permanentemente, sin tener en cuenta que las situaciones de violencia cotidiana, así como las violencias de las que son víctimas las mujeres en el marco del conflicto armado, se sostienen en una vieja y profunda idiosincrasia, cargada de estereotipos y construcciones sociales que durante siglos ha celebrado la existencia de relaciones desiguales entre hombres y mujeres, naturalizando, normalizando y justificando comportamientos, prácticas y discursos legitimadores de la violencia de género. Una normalización que oculta el peso de las violencias simbólicas y que hace casi imposible poner en evidencia sus efectos nefastos.

Dicho orden “natural” se alimenta día a día de una forma de orgullo de la idiosincrasia nacional, que sirve de justificación a comportamientos y hábitos presentes tanto en el espacio público como en el privado y que defiende una idea de “machismo que no hace daño”.

Comportamientos que van desde el piropo “inocente” y “simpático”, pasando por los gestos de acoso sexual en el transporte, hasta la asignación de la mujer como “prepago”, hacen parte de esa extensa gama de actuaciones y discursos que se aceptan como normales y de las que el mercado y los medios de comunicación [4] saben sacar el mayor provecho. Tal es el caso de la aplicación “Radar Soho” [5], lanzada por la revista Soho “para localizar y reportar viejas buenas en cualquier lugar del mundo”, y que hace poco fue retirada del mercado. Nótese que dicha revista retiró la aplicación, presentando disculpas por toda ofensa causada y aclarando que esta sería retirada “temporalmente” pues la aplicación “necesita varios ajustes, tanto de forma como de fondo, para poder ofrecer un producto con el que nadie se sienta afectado ni agredido”.

He aquí una gran sutileza que señalábamos anteriormente. La aplicación no desaparecerá del mercado, ella será modificada, adaptada. Puede que ya no se identifiquen “viejas buenas” sino “bellas mujeres” y que no sea posible clasificarlas “en tres categorías: aguanta, buena y muy buena”, como era el caso de la primera versión, sino que se reemplace por otra más sutil, que pase desapercibida, que no cree sospechas y que no genere debate. Lo importante es estimular los imaginarios ya existentes para empujar al consumo del producto, en este caso la aplicación, que es el verdadero interés de la Revista y que se sirve de la “mercancía mujer”, para aumentar sus dividendos. Ya se conoce la maleabilidad y habilidad del mercado para utilizar a su favor las disfunciones sociales.

Abordar esta problemática requiere entonces de transformaciones del lenguaje, de los discursos y de los comportamientos, a través de las cuales se desvelen formas ocultas de violencia que se han aceptado como parte de un orden “natural”. Es por esto que debates como el que suscitó el caso del Bolillo Gómez y a través del cual se hizo evidente esa aceptación tácita de la violencia de género, son benéficos puesto que no solamente ponen en evidencia discursos que circulan cotidianamente entre el común de la gente si no que dan la posibilidad de exponer los otros discursos, aquellos que se oponen rotundamente a posiciones y argumentos que justifican estas formas de violencia.

Para que las luchas y conquistas frente al tema, que han logrado diversos movimientos de mujeres, representantes políticas, organizaciones y colectivos feministas, avancen, se mantengan y fortalezcan, es necesario, además de las importantes transformaciones estructurales, establecer un debate profundo, serio y permanente en la opinión pública, que vaya más allá de la reacción en cadena y pasional frente a hechos abominables de violencia, que no se conforme con conmemorar cada fecha dedicada a recordar la violación de los derechos de las mujeres, y que contribuya a instalar en la sociedad una reacción de intolerancia permanente frente a todo acto, gesto, intención que los vulnere. La crítica permanente de esa idiosincrasia machista colombiana puede hacer parte de ese conjunto de acciones y dinámicas necesarias para romper la alienación en la que se encuentra una gran mayoría de hombres y de mujeres, una ruptura que con el tiempo cree fisuras y debilite esas raíces viejas y profundas que alimentan la violencia de género.

[1Esta ley tiene por objeto “la adopción de normas que permitan garantizar para todas las mujeres una vida libre de violencia, tanto en el ámbito público como en el privado, el ejercicio de los derechos reconocidos en el ordenamiento jurídico interno e internacional, el acceso a los procedimientos administrativos y judiciales para su protección y atención, y la adopción de políticas públicas necesarias para su realización” http://www.oas.org/dil/esp/LEY_1257_DE_2008_Colombia.pdf

[3Ibid.