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Una respuesta a la posición de James Robinson.Para James Robinson “todos los esfuerzos que se han hecho con la Ley de Restitución de Tierras por devolver territorios a los casi seis millones de desplazados son equivocados”
"La moderna élite urbana desprecia al campo"
La socióloga Camila Osorio cuestiona al profesor de Harvard por su texto “¿Cómo modernizar a Colombia?”.
Camila Osorio / Lunes 22 de diciembre de 2014
 

“¿Cómo modernizar a Colombia?” tituló James Robinson, profesor de Harvard y autor del libro ¿Por qué fracasan las naciones?, su última contribución en El Espectador. Este texto es sobre cómo Robinson se equivocó, una respuesta para que lean aquellos que admiran al profesor o a la prestigiosa universidad en Cambridge sin un ojo más crítico.

Dice Robinson que tomó algunas notas de un viaje que hizo a El Salado, a Apartadó y a Cartagena, y que no se encontró con una élite rural tradicional despreciable, sino que en La Heroica se encontró con unos jóvenes que usan computadores y diseñan una aplicación para la paz (que Robinson no explica para qué sirve), que son de Manizales, y “tienen más en común con jóvenes de Estados Unidos que con cualquier persona en Apartadó”. Ellos, dice, son quienes pueden “transformar la sociedad”. Ellos porque son educados, creativos, son la modernidad, el desarrollo (¿suena como si un antepasado liberal de los años 30 estuviera hablándole?). Ellos son la élite que él celebra.

Para él la modernidad no es, ojo, “La restitución de tierras y la redistribución de baldíos”. Así, Robinson lanza una bomba. Todos los esfuerzos que se han hecho desde 2011 con la Ley de Restitución de Tierras por devolver territorios a los casi seis millones de desplazados, o todos los debates alrededor de la ley de baldíos sobre cómo distribuir la tierra, son equivocados. Para él, la defensa por la redistribución del comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, es ingenua.

Lo importante es que las élites nos lleven a otra Colombia, dice él, en la que los campesinos no están en el centro. “Colombia será moderna si esos jóvenes nerds superan al campesinado”. Es decir, cuando por fin la ciudad se volteó a mirar al campesinado, viene Robinson a decir que no, que sigan mirando al computador.

¿Y qué va a hacer esta élite moderna? Ahí es más sorprendente el argumento, porque Robinson termina citando al exparamilitar y narcotraficante Vicente Castaño (es decir, al que ayudó a desplazar a los seis millones de personas), como aquel que proponía una receta económica que podrían seguir estas élites. “¿Cómo se pacifica el campo? Creo que, como lo entendió Vicente Castaño, se debe usar a la élite para hacerlo”, dice el profesor. El proyecto de Castaño —para quienes han vivido en una burbuja urbana a lo Robinson— era que la élite interviniera en proyectos agroindustriales en el campo y luego llegarían las instituciones del Estado. Robinson dice que con esta receta Colombia alcanzará “la paz territorial”.

¿Y la violencia de los paramilitares dónde quedó? Las 1.166 masacres que realizaron los ‘paras’ en este texto están reducidos a: “Daños colaterales”. Parece como si al profesor se le hubieran olvidado los problemas que trajo la concentración de la tierra en el último medio siglo en Colombia, cómo se ha beneficiado la élite por ésta, y se le hubiera olvidado tomar notas también en Bogotá. Esa Colombia urbana y “moderna” existe desde hace varias décadas en el país, no es nueva, y su constante desprecio al campo es en parte lo que ha fomentado la guerra. “El país urbano no sabe lo que es la guerra”, dijo sólo hace dos semanas el padre Francisco De Roux, quien lleva no un viaje sino tres décadas trabajando con campesinos del Magdalena Medio.

Los ejemplos de cómo la ‘moderna élite urbana’ desprecia el campo son infinitos, pero para que esto no se vuelva muy largo, acá sólo un ejemplo de la antropóloga Margarita Serge que cuestionó en el Vichada el modelo de las ‘dos Colombias’ que ve Robinson. “Se trata, por lo demás, de una falsa dicotomía”, dice Serge, “pues la riqueza producida en estas periferias olvidadas ha permitido el desarrollo de las regiones centrales”.

Esta historia paramilitar se le olvidó muy rápido a quien hace pocos meses escribió el prólogo del libro Guerras recicladas, de María Teresa Ronderos, y en el que resalta el logro de la periodista por mostrar cómo estas dos Colombias interactúan constantemente, y cómo en ese país dual ha existido un desinterés constante por la periferia. En ese libro Robinson señala cómo esta situación le abrió el espacio al paramilitarismo y “al cinismo de las élites nacionales y su deseo de lucrarse de la disfuncionalidad de la periferia, adueñándose, por ejemplo, de tierras en Nariño para sembrar palma tropical u otro valioso cultivo de exportación”. El texto de El Espectador pareciera que lo escribe otro Robinson.

La élite o la empresa privada ha entrado a las zonas rurales muchas veces: a explotar maderas finas, cauchos, esmeraldas, petróleo. Pero muchas veces el Estado que lo sigue no viene con instituciones educativas, como lo sueña Robinson. Viene con armas y subordinado al interés privado, como pasó en la famosa masacre de las bananeras de 1928 en contra de sindicalistas y que inmortalizó García Márquez en Cien años de soledad.

¿Trajo ‘modernidad’ y ‘progreso’ la Drummond a la Costa Atlántica? Sin duda trajo “vías férreas e infraestructura”, como quiere Robinson que haga la empresa privada y como lo hizo la United Fruit Company. Pero trajo también varios problemas ambientales en el mar Caribe y problemas respiratorios en las poblaciones aledañas a través de sus vías férreas. Además de ser denunciada por estar aliada con grupos paramilitares. Eso que él llama “daños colaterales”.

Para ser justos con Robinson, él también dice que no es que quiera que todos los campesinos sean sólo “fuerza de trabajo” de estas élites. Dice que su madre fue una trabajadora en el norte de Inglaterra que dejó de ser esa fuerza de trabajo porque tuvo la oportunidad de estudiar. Nadie —ni Vicente Castaño ni Sergio Jaramillo— estaría en desacuerdo con Robinson en que la educación es un bien que ojalá se ofrezca a campesinos y a todos los ciudadanos.

El problema es que entienda la educación al campesino como una forma en la que se iluminarán y abandonarán el campo. Como si los únicos valiosos en el país fueran los que tienen un título, y los que han querido dedicarse al cultivo fueran menos.

Los campesinos se darán cuenta de que su “futuro estaba en otra parte”, dice Robinson. Y vuelve al caso de Inglaterra: “¿Por qué no hubo una acción política hacia una reforma agraria o la redistribución de las tierras? Porque el futuro estaba en otra parte”. Falso. Sí hubo una acción política en Inglaterra cuando la tierra se concentró y los campesinos terminaron deambulando las calles de las urbes como los desplazados de El Salado en las de Medellín. Hay miles de libros al respecto, pero recomendaría uno de la profesora Silvia Federicci, de la Universidad de Hofstra, en Nueva York, en la que cuenta cómo muchos campesinos desposeídos en Inglaterra, Italia y buena parte del continente europeo occidental protestaron cuando se privatizó la tierra y se les sacó de ellas por no poder pagar los costos. Lo que pasa es que perdieron. Y la historia que cuenta Robinson de Inglaterra es la de los ganadores.

Igual pasa con la historia de Estados Unidos que menciona. Dice Robinson que en el país del norte se crearon “inmensos incentivos para que los capitalistas sin escrúpulos construyeran vías férreas e infraestructura y permitieran que las sociedades de frontera funcionaran”. Claro, eso es cierto. Pero Robinson no cuenta que fue a sangre y fuego contra cientos de indígenas en el país y sus propiedades comunitarias.

Por último, Robinson revisa la historia de dos países en África. Menciona a Zimbabwe, un país “en conflicto y declive económico” que tomó la ruta de la redistribución de la tierra. En contraste dice que Sudáfrica hizo bien “sin tratar de joder a los blancos” que concentraron la tierra hace casi un siglo.

Hay otra historia, de nuevo, que Robinson no cuenta. Primero, aunque no ‘jodieron’ a los blancos que concentraron el 87% de la tierra de Sudáfrica en 1937, hasta el día de hoy hay movimientos campesinos que exigen su redistribución. De hecho, la Comisión Sudafricana que se estableció en 1994, después del Apartheid, exigió al Estado que llevara a cabo una reforma agraria. Y hasta académicos como Ben Cousin, que lleva años estudiando el sistema agrario del país y se ganó el premio de economía Elinor Ostrom el año pasado, reconoce que aunque la reforma de Zimbabwe fue polémica, al igual que lo es Mugabe, hay que reconocer cosas buenas que trajo la reforma: 10 años después la economía campesina se ha fortalecido considerablemente y ha demostrado que no sólo la agroindustria es la alternativa para tener un campo desarrollado.

Entonces, no sé si quedó claro, pero cuando Robinson dice “la redistribución de la tierra no puede ser la forma de resolver los conflictos en Colombia, porque por su naturaleza la reforma agraria es de suma-cero: o la tengo yo y tú no, o al contrario. Nada es más propenso al conflicto”, está diciendo en otras palabras que en esa suma ya ganó la élite y toca seguirla.

No se trata acá de decir que todo el esfuerzo del Gobierno es perfecto, que la restitución no es compleja, ni que el derecho a la educación no es importante, ni de romantizar al campesinado. Pero hay que dejar claro, profesor Robinson, que nada ha sido más propenso al conflicto que el modelo agrario de Vicente Castaño, y que en ese texto terminó defendiendo.